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viernes, 27 de marzo de 2009

GARCÍA−MÁRQUEZ, Gabriel --- Doce Cuentos Peregrinos,

GARCÍA−MÁRQUEZ, Gabriel: Doce Cuentos Peregrinos




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BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE.

Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los registrados
en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas,
las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. A los setenta y tres años
seguía siendo de una elegancia principal. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca
de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Después de
largos días de pruebas y exámenes agotadores le dijeron que el dolor se hallaba debajo de la cintura, en la
unión de dos vértebras. El presidente debía someterse a una arriesgada e inevitable operación.
Al día siguiente salió a dar una vuelta y a tomar algo como si no hubiese pasado nada. Intranquilo de que un
hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, le observase, decidió
ir a por él. Una vez lo atrapó se puso a hablar con él y resultó ser, el hombre que lo seguía, el chofer de
ambulancias del mismo hospital donde trataban al presidente. Homero, el hombre misterioso, le explicó la
gran admiración que tenía por él y que hacía un tiempo que lo seguía y se preocupaba por su estado, pero lo
que no le desveló es que él, Homero, también trabajaba haciendo arreglos para compañías de seguros y
empresas funerarias y aunque no ganaba mucho le ayudaba a subsistir con su mujer y sus dos hijos. Después
de la charla Homero lo invitó a comer un día a su casa aunque a su mujer, Lázara Davis una mulata fina de
San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, y con unos ojos de perra brava que iban muy bien a su forma de
ser, no le hizo mucha gracia cuando se lo contó.
Poco a poco Homero y Lázara se fueron dando cuenta que la muerte del presidente ya no era tan inminente
como al principio y que por lo tanto no le podían sacar partido a aquella relación. Después de la comida, que
con mucha crispación se celebró, y algún otro factor que observó Homero, se dieron cuenta que aparte de que
su muerte no fuese tan inmediata tampoco tenían nada que sacarle al presidente, ya que él pobre no le quedaba
ni un mísero centavo. El presidente después de un tiempo instalado en casa de Homero volvió a Martinica
donde se dedicó a vivir bien la poca vida que le quedaba, y a tomar de todo, ya que antes no se podía permitir
ese lujo a causa de su enfermedad.

Junio 1979.
LA SANTA

La Santa es una anécdota original que conoció García Márquez durante unos días que pasó en Roma.
Según una de sus más memorables notas de prensa, él se encontraba instalado en un cuarto contiguo al del
tenor colombiano Rafael Ribero Silva, en una pensión del tranquilo barrio de Parioli, cerca de la Villa
Borghese, cuando apareció el supuesto Margarito Duarte, como quien llega en busca de su autor. Margarito
Duarte, sin embargo, había llegado desde su lejano pueblo de los Andes colombianos, gracias a una colecta
pública, por un motivo más serio: alcanzar la canonización del cuerpo incorrupto de su hija muerta a los siete
años. El cónsul de Colombia lo había enviado a donde Ribero Silva para que le buscara alojamiento en su
pensión. Ese día Margarito Duarte les contó a los dos la historia del milagro de la santa, como le decía, de las
peripecias de su viaje y de sus objetivos en Roma. Lo que nunca sospechó Margarito Duarte es que este viaje
lo iba a convertir en un cautivo de Roma por el resto de su vida, empeñado en una labor titánica y dispendiosa,
cuya meta final debía terminar en una entrevista personal con el Papa.
Al cabo de veinte años García Márquez se volvió a encontrar con él, era un hombre de cabello blanco y
escaso, sigiloso y imprevisible y de una tenacidad de picapedrero, ya que como el cadáver no se descomponía
ni tenía ningún cambio él seguía con lo de la entrevista y fue entonces, en ese momento, cuando García
Márquez se dio cuenta que el verdadero santo era él, Margarito Duarte.

Agosto 1981.
EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE

Trata de como, García Márquez, se quedo magnificado al ver una mujer bella, elástica, con una piel tierna del
color del pan y los ojos de almendras verdes, cabello liso y negro y largo hasta la espalda vestida con un gusto
sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos
lineales del color de la bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensó, mientras
estaba en el aeropuerto parisino de Charles de Gaulle esperando para embarcar con destino a Nueva York.
Más tarde la volvió a ver y una vez subido en el avión, después de algún que otro problema meteorológico,
dio la casualidad que su compañera de vuelo era aquella joven tan preciosa.
El resto del cuento explica como la estuvo observando, una y otra vez, mientras dormía durante el vuelo, hasta
que una vez el avión llegó, a Nueva York, ella desapareció entre la muchedumbre del aeropuerto.
Junio 1982.
ME ALQUILO PARA SOÑAR

García Márquez había llegado a Europa buscando el cine más que la literatura. Pero era inevitable, porque la
literatura iba siempre junto a él: días antes de regresar a Roma, en una taberna de estudiantes latinos, se topó
con una mujer a quien rebautizaría mucho después como Frau Roberta (y luego Frau Frida en este cuento),
una compatriota andina que era pura literatura en carne y hueso, pues, efectivamente, se ganaba la vida
alquilándose para soñar en el seno de una familia vienesa, en la que, poco más tarde de estar allí, todos le
hacían caso y todas sus acciones se debían a lo que dijera Frau Frida.
En cualquier caso, Frau Frida tenía una espléndida pechuga de soprano, lánguidas colas de zorro en el abrigo
y un anillo egipcio en forma de serpiente, también soñó para él aquel otoño: la última noche en que
conversaron caminando junto al Danubio, ella le confesó que su último sueño tenía que ver con él, que se
fuera de Viena enseguida y no volviera antes de cinco años. Él, con sus muchas supersticiones superpuestas de
caribe, agarró el primer tren del alba y retornó a Roma, para no volver jamás a la ciudad de El tercer hombre.

Marzo 1980.
«SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO»

Este cuento esta protagonizado por una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había
tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien
iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza.
Estaba conduciendo un automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes (nuestra protagonista), cuando tuvo
una avería en medio del desierto de los Monegros en pleno de una tormenta. Intentó encontrar un teléfono
haciendo autostop aunque no hubo suerte hasta que un autobús destartalado paro y la dejo subir. Para su
asombro vio en el autobús a un puñado de mujeres, con edades inciertas, dormidas y con mantas
completamente iguales a la suya. Una vez el autobús se detuvo bajo en busca del teléfono y sin salir de su
asombro vio que todas las mujeres salían ordenadas y obedeciendo ordenes de una mujer guardiana. La mujer
le gritó y le dijo que se pusiera con las demás y aunque María insistió en que sólo venía para llamar por
teléfono obedeció.
Era un sanatorio. Después de darse cuenta de dónde estaba les explicó su situación y por que estaba allí, pero
no la creyeron y la pusieron con las demás.
Su marido, después de un largo tiempo de meditación sobre la desaparición de su mujer, creyó que lo había
abandonado, como en alguna otra ocasión ya había hecho.
Después de mucho tiempo en aquel manicomio consiguió mandar una carta a su decepcionado marido
explicándole la situación. Fue a verla, pero tras hablar con el director de aquel lugar creyó que era cierto que
estaba loca y lo único que hizo fue seguirle el juego como el director le dijo que debía hacer. Cada cierto
tiempo le llevaba cigarrillos hasta que se marchó y le dijo a su vecina que lo hiciera por él. Rosa Regàs, la
vecina, recordaba haberla visto en El Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán
anaranjado de alguna sección oriental, y encinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole
los cigarrillos a María, siempre que pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un día en que
sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos del
General Franco.

Abril 1978.
ESPANTOS DE AGOSTO

Es la historia de una familia que decidió, un día, hacerle una visita a un escritor amigo suyo, Miguel Otero
Silva. Llegaron a la ciudad en la que vivía el escritor, Arezzo. Después de preguntar, a todo el mundo, donde
estaba el castillo donde vivía, se fueron por un sendero donde encontraron a una pastora de gansos que les
indicó el camino, y además, les advirtió que a media noche en aquel castillo habían fantasmas. Ellos no le
dieron importancia a aquel comentario, pero una vez en el castillo, Miguel les dijo que era cierto y les explicó
toda la historia. Se trataba de un hombre, llamado Ludovico, que había vivido allí y que un día en un instante
de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra
sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Les aseguró, muy en serio, que a
partir de la media noche, el espectro de Ludovico, deambulaba por la casa en tinieblas, tratando de conseguir
sosiego en su purgatorio de amor.
Estuvieron viendo el castillo, y después de verlo todo, Miguel les enseño la habitación, intacta, de Ludovico,
en la que todavía estaba la sangre seca de su amada. Después de la cena, el escritor los invitó a pasar la noche,
con la ayuda de los niños, sabiendo que no creían en fantasmas y ellos no tuvieron el valor de negarse y
aceptaron.
Al contrario de lo que se temían, durmieron muy bien y se preguntaron como había gente que todavía, en
aquellos tiempos, creían en fantasmas. Fue entonces, cuando observó la habitación y se dio cuenta que no
estaban en la alcoba de la planta baja donde se habían acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de
Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su
cama maldita.

Octubre de 1980.
MARÍA DOS PRAZERES

Este cuento esta protagonizado por una mulata de setenta y seis años, esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos
amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres y estaba
convencida de que se iba a morir antes de Navidad, y aunque todavía era primavera quedó con un hombre de
la agencia funeraria.
Una vez llegó el hombre, desplegó un mapa con unas parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras
en cada color. María dos Prazeres, nuestra protagonista, comprendió que era el plano del inmenso panteón de
Montjuïc, y de repente se acordó de unas dramáticas imágenes que observó cuando era pequeña y vivía cerca
del Amazonas; el Amazonas se desbordó, y miles de ataúdes y cadáveres quedaron flotando en el patio de su
casa, ya que tuvo la mala suerte de estar viviendo al lado de un cementerio. Entonces le dijo que quería estar
en un sitio donde nunca llegaran las aguas y sin pensárselo dos veces el hombre le indico un sitio y le dijo que
allí jamás llegarían las aguas. Acabado esto llegó su perro y después de una mirada de María se puso a llorar
mientras el hombre de la funeraria no salía de su asombro y repetía: «¡Pero ha llorado, coño!»; y María le dijo
que ella misma le había enseñado ha llorar y que cualquier perro lo podía hacer si se le enseñaba.
Una vez tuvo la parcela reservada, se dedicó, durante todos los domingos a ir al cementerio y a esperar que le
sucediese lo mismo que en sus sueños, morir. Después de preparar el más mínimo detalle para no molestar a
nadie después de su muerte fue al cementerio y al salir se encontró en medio de una gran lluvia. Los autobuses
estaban llenos y los taxis también, pero en medio de la lluvia un lujoso coche paro y le invitó a subir, el
chófer. Una vez llegaron a la casa el chófer se prestó a acompañarla hasta arriba y aunque un poca molesta
aceptó. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en
el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, el perro, que se le había adelantado,
trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros pasos en los
peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo
volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y
comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de
alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que había valido la
pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir
aquel instante.

Mayo 1979.
DIECISIETE INGLESES ENVENENADOS

Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo
olor del puerto de Riohacha. La señora Prudencia Linero andaba por el barco vestida de medio luto, se había
puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas
sandalias de cuero crudo que sólo por demasiado nuevas no parecían de peregrino. Era un pago adelantado:
había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para
ver al Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por concedida.
Después de esperar muchísimo rato al cónsul decidió irse en taxi, que la condujo hasta un modesto hotel de la
cercana Via Nazionale.
«Era un edificio muy viejo y reconstruido con materiales varios»,recordaría García Márquez,«en cada uno de
cuyos pisos había un hotel diferente. Sus ventanas estaban cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se
veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso
de orines fermentados. Mi buen acompañante, que se ganaba una comisión por llevar clientes a los hoteles, me
recomendó el del tercer piso, porque era el único que tenía las tres comidas incluidas en el precio (...) Eran las
cinco de la tarde y en el vestíbulo había diecisiete ingleses sentados, todos hombres y todos con pantalones
cortos, y todos cabeceando de sueño. Al primer golpe de vista me parecieron iguales, como si fuera uno solo
repetido dieciséis veces en una galería de espejos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus rodillas
óseas y rosadas (...) Sin embargo, no sé qué rara facultad del Caribe me sopló al oído que aquella sucesión de
rodillas rosadas era un mensaje aciago. Entonces le dije a mi compañero que me llevara a otro hotel donde no
hubiera tantos ingleses sentados en el vestíbulo, y él me llevó sin preguntarme nada al piso siguiente. Esa
noche, los diecisiete ingleses y todos los huéspedes del hotel del tercer piso se envenenaron con la cena».
La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.
−Todos están muertos −le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano−. Se envenenaron con la sopa de
ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!
Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto:
«¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de
lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la
puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el
horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se
tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete
ingleses envenenados.

Abril 1980.
TRAMONTANA

Lo vio una sola vez en Boccacio, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte.
Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para
terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres
parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte
años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavoneados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados
por sus mamás a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a
varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban
canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él,
aterrorizado, les explicaba sus motivos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués
hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda,
hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con
tramontana o sin ella, seguro que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que
no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas. En primavera y otoño, eran las épocas en que
Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor la tramontana, un viento de tierra
inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los
gérmenes de la locura. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al
chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo
metieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela
dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.
La mañana siguiente le despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no
tenía la menor idea de la hora, pera la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el
teléfono, que no alcanzó a reconocer de inmediato, acabó por despertarlo.
−¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?
No tuvo que oír más. Sólo que no fue como se lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico,
despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al
abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982.
EL VERANO FELIZ DE LA SEÑORA FORBES

Este cuento explica la aventura de dos niños que se quedaron, un verano, a cargo de una institutriz, que no les
hacía mucha gracia porque era muy estricta y severa, aunque muy culta e inteligente.
Durante un año entero habían, los niños, esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelaria, en
el extremo meridional de Sicilia, y lo hubo sido en realidad durante el primer mes, en que sus padres
estuvieron con ellos. Pero la revelación más deslumbrante para ellos había sido Fulvia Flamínea, la cocinera.
Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorbaban para caminar,
pero ella decía que no los soportaba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche,
mientras sus padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea los llevaba con ella a
su casa, a menos de cien metros de la suya, y les enseñaba a distinguir las algarabías remotas, las canciones,
las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un hombre demasiado joven para ella, que
trabajaba durante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para
dormir. Oreste, un amigo veinteañero de los chavales, vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía
siempre por la noche con ristras de pescados y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la
cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía
otra vez la linterna de buzo en la frente y los llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que
acechaban los residuos de la cocinas
La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele al padre de los chicos, que era escritor
del Caribe con más ínfulas que talento. La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular
de Palermo, y desde que la vieron por primera vez se dieron cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó
con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado
como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Desde aquel momento todo se volvió aburrido y todo lo
que hacían para divertirse acabo siendo clases de algo.
Sin embargo, muy pronto se dieron cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta consigo misma como lo
era con ellos, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Una madrugada la sorprendieron en la cocina, con el
camisón de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de
harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo
de la otra señora Forbes. Una noche, mientras oían desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la
casa dormida, el hijo pequeño soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma.
−La voy a matar −dijo.
Esa misma noche, los niños, cogieron un veneno que había en la casa, para analizar, y lo pusieron en una
botella de vino, de la cual solía beber la señora Forbes. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante
el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se bebió la mitad mientras veía las películas
libertinas de la televisión. Al día siguiente estaba como siempre, no sabían que había pasado.
La madrugada siguiente, volvió a hablar sola por un largo rato, como solía hacer, y culminó con un grito final
que ocupó todo el ámbito de la casa.
La mañana siguiente, se hicieron los despistados y se fueron a nadar como si la señora Forbes se hubiera
quedado dormida, sin embargo, cuando volvieron a casa, vieron mucha gente en la casa y dos automóviles de
la policía frente a la puerta, y entonces tuvieron conciencia por primera vez de lo que habían hecho.
−¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean! −dijo Fulvia Flamínea.
Ya era tarde. Nunca, en el resto de sus vidas, habían de olvidar lo que vieron en aquel instante fugaz. Dos
hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta métrica, mientras otro
tomaba fotografías de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio
lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que había teñido por completo el piso de la habitación,
y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte.

1976.
LA LUZ COMO EL AGUA

Esta es la historia de dos niños, Totó de nueve años, y Joel, de siete, que siempre pedían a sus padres cosas
relacionadas con la mar y estos les decían una y otra vez que no las necesitaban ya que vivían apretujados en
el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana en Madrid.
Pero una vez tuvieron un ansiado bote que lo llevaban pidiendo desde hace mucho empezó lo increíble. La
noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la
casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de
luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel
llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas
de la casa.
Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas,
tanques y escopetas de aire comprimido. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El
último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos
por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían
perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de
excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron
tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso. Los padres
pensaban que era un símbolo de madurez.
El miércoles siguiente, mientras los padres estaban en el cine, la gente que pasó por la Castellana vio una
cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Pues habían abierto tantas luces al
mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de
España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra
firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Diciembre 1978.
EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE

Se habían casado tres días antes, en Cartagena de Indias. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento
real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo
de mar en que la pandilla de Billy Sánchez, el novio, se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los
balnearios de Marbella. Nena Daconte, la novia, había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar
del internado de la Châtellenie, en Saint−Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio
maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por
completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las
casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parada
frente a ella al bandolero más hermoso que podía concebir. Entonces Billy cumplió con su rito pueril: se bajó
el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró y sin asombro afirmó que los
había visto más grandes y firmes.
Llegaron a conocerse mientras se le soldaban los huesos de la mano, que se había astillado en aquella aventura
erótico−festiva, y él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de
doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos
semanas, se entregaron uno a otro sin el menor pudor. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse
mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de
placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, veinticuatro horas después de la boda, que Nena
Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
La misión diplomática de su país lo recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos
desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena
Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas que hasta las gotas de rocío parecían
artificiales. Al coger las rosas se pinchó el dedo con una espina del tallo y el dedo le empezó a sangrar, pero
no le dieron mayor importancia. Más tarde le prestaron atención al dedo ensangrentado y pensaron ir a una
farmacia pero pasaron alguna de largo y cuando se quisieron dar cuenta ya llegaban a París. El pinchazo era
casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche, después de comer algo y limpiarse la herida,
volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el
aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso en vano, pero todavía no se alarmó.
«Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil», dijo con su encanto natural.«Sólo tendrá que seguir el rastro
de mi sangre en la nieve.»
Después de aquello, poco, a poco, se comenzaron a alterar, ya que el dedo sangraba y sangraba sin parar y
todo se comenzaba a empapar de sangre. Una vez llegaron al hospital, Nena Daconte se quedo con el doctor
en una camilla y Billy Sánchez esperó fuera. Nena Daconte ingresó a las 9.30 del martes 7 de enero. Billy
Sánchez estuvo durante mucho tiempo intentando que lo dejaran entrar en el hospital, eso mientras sabía
donde estaba, porque al poco tiempo se perdió y no supo encontrarlo y hizo todo lo posible para volver a
encontrarlo y ver a su mujer hasta que por fin lo encontró.
El médico levantó sus ojos desolados, pensó unos instantes y entonces lo reconoció.
− Pero ¿dónde diablos se había metido usted? −dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.
−En el hotel −dijo−. Aquí, a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7.10 de la noche del jueves 9 de enero,
después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el
último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel
Plaza Athenée, donde tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con
sus padres. El embajador en persona se encargó de los trámites del embalsamamiento y los funerales, y
permaneció en contacto con la Prefactura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Durante cuarenta
horas fue el hombre más buscado de Francia y se difundieron fotografías por todos los medios de
comunicación
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