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miércoles, 8 de septiembre de 2010

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"PACIENTE BERLIN" --- NOTICIAS VIH-SIDA -- DICIEMBRE 2010 --- Confirman cura del primer paciente Sida
http://panelvida.blogspot.com/2010/12/paciente-berlin-noticias-vih-sida.html









martes, 7 de septiembre de 2010

LA CUARTA PROFESIÓN -- Larry Niven




LA CUARTA PROFESIÓN

Larry Niven

Aquel miércoles, la campanilla de la puerta sonó al filo del mediodía.

Me senté en la cama… y me atacó la más curiosa de las resacas. Mi cabeza no daba vueltas. Mi sentido del equilibrio estaba estremecedoramente alerta. Pero al mismo tiempo, mi mente estaba congestionada con todas las cosas que ahora sabía: hechos que no tenían relación entre sí se revolvían en mi cabeza.

Era algo similar a caminar por la cuerda floja, mientras simultáneamente se intentaba resolver una novela de misterio de Agatha Christie. En realidad, no hacía ninguna de esas cosas. Simplemente me senté en el lecho, parpadeando.

Me acordaba del Monje y las píldoras. ¿Cuántas píldoras había tomado?

La campanilla sonó otra vez.

Caminar hacia la puerta fue una extraña aventura. La mayoría de la gente no concede importancia a su equilibrio corporal. El mío estaba clamando por atención, suplicando que alguien lo comprobara… dando un salto mortal hacia atrás, por ejemplo. Yo me resistí. No tengo músculos para saltar así.

No podía recordar que hubiera tomado una píldora de acróbata.

El hombre afuera de mi puerta era grande, rubio y corpulento. En su mano ancha y de dedos gruesos ―aunque más bien cortos―, exhibía una placa desconocida para mí, a la altura de la cámara. Sus ojos eran de un azul claro, y el rostro macizo y sincero. Un rostro que reconocí de inmediato, porque lo había visto la noche anterior en el Long Spoon, en una mesa individual situada en un rincón.

Sentado allí me había parecido un personaje sombrío e introvertido, como si su chica le hubiera dejado para irse con el tipo equivocado. Había tenido un aspecto a propósito para dejarle solo. Me apercibí de él únicamente porque no había bebido lo suficiente para verse así.

Hoy, en cambio, irradiaba una paciencia inagotable, como la de un cadáver. Y llevaba aquella insignia. Le dejé entrar.

—William Morris —dijo al identificarse—. Servicio Secreto. ¿Es usted Edward Harley Frazer, propietario del bar Long Spoon?

—Sólo en parte propietario.

—Desde luego; concuerda con lo que sé. Siento molestarle, señor Frazer. Lo vi allí como cantinero… —dijo, mientras echaba un vistazo a la arrugada ropa interior que yo vestía.

—Siéntese, por favor —le dije, ofreciéndole una silla.

Lejos estaba yo de querer sentarme. Estando ya de pie, no podía pensar en otra cosa más que en permanecer de pie. Mi equilibrio se había vuelto sobrenatural, y mis talones no descansaban sólidamente sobre el suelo, como es lo normal. De hecho, escasamente lo tocaba. Todo mi peso reposaba en los dedos de mis pies, y mi cuerpo insistía en permanecer así.

Pero al fin me senté en el borde de la cama…, aunque lo sentí como si ejecutara una exhibición de trampolín. El equilibrio, la gracia, la pulida soltura… ¡Oh, diablos!

—¿En qué puedo servirle, señor Morris? Ha dicho del Servicio Secreto… ¿No se ocupa de proteger al Presidente?

Su respuesta sonó como memorizada.

—Efectivamente. Entre varios otros asuntos, tales como perseguir a los falsificadores, es cierto que protegemos al Presidente y sus familiares más inmediatos. Incluso al recién electo y aún no asumido, y también al vicepresidente si nos lo pide. ―Hizo una breve pausa―. También acostumbramos a proteger a los dignatarios extranjeros.

Su visita cobraba sentido ahora.

—Está aquí debido al Monje.

—Exacto —Morris bajó la mirada hacia sus manos. Era esperable que mostrara cierta profesional firmeza para armonizar con esa credencial, pero no se la veía por ningún lado―. Éste es un caso… algo extraño, Frazer. Lo hemos aceptado porque usualmente nuestra misión es proteger a los visitantes extranjeros, y también porque nadie más lo haría.

—Así pues, estuvo usted anoche en el Long Spoon custodiando a ese visitante del espacio exterior.

—Exacto.

—Y… ¿dónde estuvo usted la noche anterior?

—¿Fue entonces cuando se presentó por primera vez?

—Así es —le respondí, rememorando—. El lunes por la noche.

Llegó una hora después de que abriéramos el bar. Caminaba como deslizándose, con el borde de su túnica a ras del suelo. Parecía moverse sobre ruedas. Su figura era tan desgarbada, que uno retorcía los ojos de un lado para otro buscando de imaginarlo derecho.

Hay algo raro respecto al atavío que les otorgó su apelativo a los Monjes. La capucha está abierta al frente, como para ocultar la mirada bajo su sombra… y la parte delantera de la túnica también se muestra abierta. Pero el flojo ropaje oculta más de lo que debiera. Queda demasiado en sombras.

Cuando vino directo hacia mí, tuve la impresión de que su vestimenta se abría al caminar, pero… no parecía haber nada en su interior.

En el Long Spoon reinó de pronto un profundo silencio. Todos y cada uno de los parroquianos presentes miraban al Monje, mientras éste se acomodaba en el taburete de uno de los extremos del bar y pedía algo.

Se veía como algo fuera de este mundo, y realmente lo era…, pero parecía sobrenatural. Tenía la costumbre más extraña para beber. En mi establecimiento, mantengo un suministro de las bebidas más usuales en tres grandes estantes, más o menos puestas en orden. El Monje repasó ordenadamente de derecha a izquierda la fila superior de botellas, pidiendo una copa de cada una. Tomaba el licor invariablemente solo, a temperatura ambiente. Bebía tranquilamente, impávido, con una apariencia de total concentración.

Sus únicas palabras fueron para encargarme otra cosa. Nada más.

No mostró más que una mano, la del vaso. Y aquella mano parecía la garra de un pollo, si bien más gruesa y de piel como grumosa, con articulaciones muy flexibles y dotada de cinco dedos en lugar de cuatro.

Al tiempo de cerrar, el Monje estaba a cuatro botellas del final de la fila superior. Me pagó con billetes de a dólar, y salió andando con firmeza, con el bordillo de su túnica casi rozando el suelo. Puedo testificar como experto que iba sobrio, ya que el alcohol no le había afectado en modo alguno.

—Aquel lunes por la noche —continué— nos chocó mucho a todos. Morris, ¿qué hacía ese Monje en un bar de Hollywood? Pensábamos que todos estaban en Nueva York.

—Nosotros también.

―¿Cómo?

—No supimos que éste estaba en la Costa Oeste hasta que apareció en los periódicos, ayer por la mañana. Esto le explica el motivo de que usted no viera reporteros ayer: los mantuvimos lejos. Fui anoche al bar para hacerle algunas preguntas, Frazer, pero abandoné mi intención cuando vi que el Monje estaba allí.

—¿Interrogarme? ¿Por qué? ¡Todo lo que hice fue servirle lo que pidió!

—Muy bien, partamos de eso, entonces. ¿No temió usted que el alcohol pudiera matar al Monje?

—Eso se me ocurrió, en efecto.

—¿Y bien?

—Simplemente, le serví lo que me pidió. Es una acción propia de él, y nadie sabe nada respecto a los Monjes. Ni siquiera sabemos qué forma tienen; dejémosles pues que se arreglen como les parezca. Si el alcohol les ocasiona problemas, pues… Bien, eso era asunto de él. Permitámosle que verifique la química, pensé.

—Suena razonable.

—Me alegro.

—Bien, ése el motivo de mi visita de hoy —prosiguió Morris—. Conocemos muy poco de los Monjes. Hasta hace dos años, ni siquiera sabíamos que existieran.

—¿De veras? No hace más de un mes que comencé a leer sobre ellos.

—No hubiera sido tan pronto, si no fuera porque todos los astrónomos se encontraban mirando hacia aquella dirección, estudiando una reciente nova que apareció en Sagitario. Por ello descubrieron la nave estelar de los Monjes un poco antes de lo esperable, aunque ya había entrado en la órbita de Plutón.

»Han estado comunicándose con nosotros por más de un año. Hace dos semanas, entraron en la órbita lunar. Por lo que hemos podido averiguar sólo tienen una nave estelar, y de allí salió una nave de desembarco. Esta última se ha posado en el océano, frente de la isla de Manhattan y muy cerca del edificio de las Naciones Unidas; su tripulación se supone que corresponde a todos los Monjes presentes hoy en el mundo.

»Señor Frazer, ni siquiera sabemos cómo hizo el extraterrestre que lo visitó para llegar hasta la costa Oeste. Cualquier información que pudiera proporcionarnos sería de gran ayuda. ¿No notó nada extraño en él durante estas dos últimas noches?

—¿Nada extraño? —pregunté, sonriendo—. ¿En un Monje?

Tardó un momento en asimilar la ironía de mi pregunta, y entonces su sonrisa palideció.

—Me refiero a algo extraño para el comportamiento de un Monje.

—Sí, puede ser… —contesté, intentando concentrarme. Pero fue una mala idea. Fragmentos de lo ocurrido zumbaban en mi cabeza, intentando unirse.

—Charlemos de ello, si le parece —seguía diciendo Morris—. El Monje volvió en la noche del martes. ¿A qué hora?

—Serían las nueve treinta. Traía una cajita de… píldoras, ARN…

No había caso. Muchas cosas me asaltaron la mente de inmediato, todas ellas inconexas. Sabía el nombre de la prenda para llevar ante los desconocidos, su origen y también su propósito. Sabía todo acerca de los Monjes y el alcohol. También los nombres de sus cinco colores primarios, y por un instante quedé como ciego bajo el recuerdo de aquellos colores que ningún hombre vería jamás.

Morris se había puesto de pie junto a mí; parecía preocupado.

—¿Qué sucede? ¿Se siente bien?

—Pregúnteme lo que quiera. ―Hablaba yo en voz alta y de forma extraña, jadeando bajo una risa tonta—. Los Monjes tienen cuatro extremidades, y todas ellas son manos, cada una con un calloso talón detrás de los dedos. Conozco sus nombres, Morris, los de cada mano y cada dedo. Y también cuántos ojos posee un Monje: uno. Y lo que creemos que es su cráneo es sólo una gran oreja, aunque no tienen una palabra para oreja, pero sí términos médicos: una cavidad resonante colocada entre los lóbulos del cerebro…

—Parece mareado. No habrá estado tomando de su propia mercadería, ¿verdad, Frazer?

—Nada de eso. No estoy aturdido, sino todo lo contrario. Mi mente parece una brújula: distingo direcciones absolutas. Morris, tienen que haber sido las píldoras.

—¿Píldoras?

Morris tenía orejas pequeñas y cuadradas, y tal vez no me había escuchado bien antes. Pero yo daba la impresión de estar borracho.

—Él tenía una cajita llena de… píldoras educacionales.

—Tranquilo. —Apoyó su mano sobre mis hombros—. Tómelo con calma. Comience por el principio del asunto. Prepararé un poco de café.

—Bien. ―La idea del café sonó maravillosa, de pronto—. Vea, la cafetera está lista; sólo hay que enchufarla. Siempre la dejo preparada antes de acostarme.

Morris desapareció tras el tabique que separaba la cocina del salón-dormitorio en mi reducido apartamento. Su voz me llegó desde allí.

—Volvamos al principio: él regresó el martes por la noche…

—Efectivamente, el martes por la noche —repetí yo.

—Eh, el café ya está colado. Debió enchufarlo mientras dormía. Siga hablando.

—Comenzó a consumir desde donde se había detenido, cuatro botellas antes de que acabara la fila superior. Hubiera jurado que estaba sobrio; su voz no lo delataba…

Su voz no lo delataba porque era sólo un murmullo, demasiado baja para percibirla bien. Su traductor hablaba como una computadora, juntando palabras sueltas de una voz humana grabada. Hablaba lentamente y con sumo cuidado. Pero eso es lógico; al fin y al cabo, era un idioma extraño.

El Monje bebió, y al quinto trago, cuando pasó al estante siguiente, entró en contacto con los whiskies de centeno, los bourbons y los irlandeses, y varios de los licores. Luego probó los vodkas.

Al llegar a ese punto, tomé coraje y le pregunté por lo que estaba haciendo.

Se explicó extensamente. La nave estelar de los Monjes cumplía una aventura comercial, una misión mercante siguiendo una hilera de estrellas. Él era el catador del equipo. Se sentía muy complacido por las mercancías que había probado aquí. Probablemente ordenarían grandes cantidades, y luego las desecarían y congelarían para un mejor almacenaje. Para reconstituirlas, bastaría añadirles alcohol y agua.

—Entonces ya no necesita probar todos los vodkas —le dije—. El vodka no es mucho más que alcohol y agua.

Me dio las gracias por la información.

—Sucede algo parecido con la mayoría de las ginebras, exceptuando las saborizadas ―continué.

Serví alineados cuatro vasos de ginebra frente a él. Una de ellas era Tangueray, otra era de esas holandesas que previenen el resfrío, como algunos licores, las otras eran corrientes. Le dejé con eso mientras atendía a otros clientes.

Suponía que aquella noche nos atestaríamos de gente. Habría corrido la voz, seguramente: bebe una copa en el Long Spoon y verás a La Cosa del Espacio Exterior. Sin embargo, el bar se mantuvo medio vacío. Louise lo atendía cómodamente.

Me sentía orgulloso de Louise. Al igual que durante la noche anterior, se comportó como si no sucediera nada anormal. La atmósfera era contagiosa. Casi percibía el pensamiento de los clientes, algo así como: «Nos agrada la privacidad cuando bebemos». Y las Cosas del Espacio Exterior quedan incluidas dentro de la misma consideración.

Era extraño comparar su actual despreocupación con la forma en que los ojos de la multitud se habían fijado en el extraño, cuando le vieron por primera vez.

El Monje acabó de probar las ginebras.

—Me preocupan las fracciones volátiles —dijo—. Algunos de estos licores perderán sabor debido a la condensación.

Le respondí que probablemente tenía razón, preguntándole a mi vez:

—¿Cómo pagáis vuestros cargamentos?

—Pagamos con conocimientos.

—Estupendo. ¿Qué clase de conocimientos?

El Monje rebuscó bajo su túnica, extrajo una caja plana parecida a un muestrario, y la abrió. Estaba llena de píldoras. Había un frasco grande de cristal que contenía unas doscientas píldoras idénticas, pequeñas, triangulares y de color rosa. Sin embargo, la mayor parte de la caja estaba ocupada por unas píldoras redondas más grandes, de todos los colores, envueltas en algo transparente y marcadas individualmente con la vaga caligrafía de los Monjes.

No había dos etiquetas iguales, y alguna de las anotaciones parecían realmente complejas.

—Esto es conocimiento —dijo el Monje.

—Ah —respondí, preguntándome si me estaría tomando el pelo. Un alienígena puede tener sentido del humor, ¿verdad? Y no hay forma de saber si está mintiendo.

—Cierto complejo de moléculas orgánicas tiene mucho que ver con la memoria —prosiguió el Monje—. El ácido ribonucleico. Y está presente y activo en los sistemas nerviosos de la mayoría de los seres orgánicos. ¿Le gustaría aprender mi idioma?

Yo asentí.

Él extrajo una píldora y rompió el envoltorio, que flotó hacia el mostrador como un trozo de celofán. El Monje la depositó en mi mano, añadiendo:

—Ahora que no ya está protegida ha de tragársela inmediatamente, antes de que el aire la eche a perder.

La píldora estaba marcada como si fuera una diana de tiro, con círculos rojos y verdes; era grande y abultada para tragar.

—Usted debe estar loco —dijo Bill Morris, estupefacto.

—A mí me parece lo mismo ahora, pero… piense en ello. Era un Monje, un alienígena, un emisario ante la raza humana. No me hubiera dado algo peligroso, no sin considerar previamente y con mucha atención las posibles consecuencias.

—¿No lo habría hecho? ¿Está seguro?

—Es lo que me pareció en aquel momento.

Y recordé entonces todo sobre los Monjes y su relación con el alcohol. Era la información de una píldora de aprendizaje, que afloraba como si lo hubiera sabido de toda la vida. Llegaba demasiado tarde…

—Un lenguaje informa mucho respecto a quien lo habla, acerca de la forma en que piensa y vive. El lenguaje de los Monjes aclara muchas cosas sobre ellos, Morris.

—Llámeme Bill —dijo él, con voz algo irritada.

—Como quiera. Considere a los Monjes y el alcohol, por ejemplo. El alcohol actúa sobre ellos de la misma manera que lo hace en una persona: hambreando levemente a las células del cerebro. Pero en los Monjes se absorbe más lentamente. Por ejemplo, uno de ellos puede permanecer sobrio durante una semana luego de una noche de parranda.

»Yo sabía que estaba sobrio cuando se fue el lunes por la noche, pero para la noche del martes debía estar ya bastante alegre.

Sorbí mi café. Hoy tenía un sabor distinto, mejor que antes, como si los recuerdos de los anodinos suministros alimenticios a bordo de la nave de los Monjes implantados en mi cerebro hubieran actuado como un estimulante para mi sentido del gusto.

—Pero usted no lo sabía entonces —prosiguió Morris.

—¿Saberlo yo? Simplemente confié en su sentido de la responsabilidad.

Morris sacudió la cabeza compasivamente, aunque me pareció como si interiormente se estuviera riendo de mí.

—Después de eso seguimos hablando, y yo engullí algunas píldoras más.

—¿Por qué?

—Porque me sentí confiado luego de la primera.

—¿Se sintió como cuando uno bebe?

—No precisamente ebrio, pero mi mente no podía pensar en línea recta. Verá, tenía la cabeza llena de palabras del idioma Monje, intentando hacerla encajar con sus exactos significados. Me sentía aturdido con imágenes no humanas, y palabras que no podría jamás pronunciar.

—¿Cuántas píldoras tomó, exactamente?

—No lo recuerdo a ciencia cierta…

—¿Se atiborró de ellas, acaso?

Algo surgió en mi mente.

—Recuerdo haberle dicho: «¿Qué tiene ahí que sea realmente inusual?»

Morris ya no se divertía.

—Considérese afortunado de hablar todavía. Con los riesgos que ha corrido, podría haber amanecido como un babeante idiota esta mañana.

—Sin embargo, parecía algo razonable en aquel momento.

—¿De veras no recuerda cuántas píldoras tomó?

Negué con la cabeza. Quizá ese movimiento soltó algo en mi interior.

—Aquel frasco de píldoras triangulares… Ya sé lo que eran. Borradores de memoria.

—¡Santo Dios! Pero usted no…

—No, no, Morris. No le vacían a uno la cabeza. Sólo eliminan las memorias otorgadas por la píldora consumida. El ARN contenido en la píldora educativa queda marcado de algún modo, de forma que la borradora lo busca y lo elimina.

Morris tragó saliva y dijo:

—Es increíble. Las píldoras educativas son de por sí bastante descabelladas, pero eso… Comprende lo que deben haber hecho, ¿verdad? Ligaron un radical en todas y cada una de las moléculas ARN de esas píldoras educativas. El principio activo de la píldora borradora ha de ser una enzima que actúa exclusivamente con ese radical…―percibió mi expresión y añadió—: No importa, créame. Han debido poseer las píldoras educativas por cien años antes de que se les ocurriera trabajar en el borrador.

—Es muy probable. Esas píldoras deben ser muy antiguas.

Él me asaltó:

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque… el sustantivo «píldora educativa» en su idioma tiene sólo una sílaba. Hay docenas de palabras asociadas: para las diferentes clases de píldoras, para el accidente de ingerir una píldora errónea, para los efectos colaterales que sufren las diferentes especies, cuando han tomado las píldoras… Hay una palabra para la píldora educativa de un animal, y otra para la de un esclavo… Morris, creo que mis recuerdos comienzan a estabilizarse.

—Oh, bien.

—Evidentemente, los Monjes han de haber estado vendiendo píldoras a los alienígenas por miles de años. Y no me extrañaría que fuera por decenas de miles.

—¿Cuántas clases diferentes de píldoras tendría él?

Traté de recordar, pero mi mente empezaba a congestionarse…

—No sé si había más de una de cada clase. En la caja tenía cuatro nutridos sobres transparentes, sujetos en forma similar a gruesas hojas de un libro, y cada uno tenía varias filas de bolsitas, con una píldora individual. Los sobres quizá tuvieran unas quince bolsitas en a lo largo por… digamos, ocho a lo ancho. Creo que deberíamos llamar a Louise; probablemente lo recordará mejor que yo, aunque no las vio ni la mitad del tiempo.

—¿Se refiere a Louise Schu, la camarera? Es posible. Cuando menos, podría hacer que usted recordara algo más.

—Supongo.

—Llámela entonces; dígale que nos encuentre aquí. Vive en Santa Mónica, ¿no es verdad? —Morris se sentía ahora más cómodo, haciendo su trabajo acostumbrado.

El teléfono de Louise sonaba todavía cuando Morris añadió:

—Espere un minuto. Dígale que nos reuniremos en el Long Spoon, y que le retribuiremos por la molestia que le causamos.

Louise respondió, protestando que le habíamos interrumpido el mejor de los sueños. Insistí en que se le pagaría por la incomodidad, y ella me preguntó en qué clase de lío la había metido.

Después que hube colgado el auricular, pregunté a Morris:

—¿Por qué en el Long Spoon?

—He pensado en algo. Yo fui uno de los últimos clientes que salió anoche. No creo que hayáis limpiado el establecimiento.

—Me sentía algo raro anoche. Aseamos un poco, creo recordar.

—¿Vaciasteis las papeleras?

—Usualmente no lo hacemos. Viene un chico cada mañana a fregar los pisos, vaciar las papeleras y lo que haga falta. El problema es que el chico estuvo con gripe estos días; Louise y yo hemos ido más temprano, entonces.

—Bien. Vístase, Frazer. Iremos al Long Spoon y contaremos los envoltorios del Monje que hallemos en las papeleras; no creo que sea difícil identificarlos. Entonces sabremos cuántas píldoras tomó usted.

Me di cuenta mientras me vestía: la actitud de Morris había cambiado súbitamente. Se comportaba en forma posesiva. Se mantenía cerca de mí, como para evitar que alguien pudiera secuestrarme… o que yo desapareciera.

Es posible que fuera mi imaginación, pero comencé a desear no saber nada referente a los Monjes.

Me detuve para vaciar y limpiar la cafetera antes de irnos. Era un hábito: cada tarde ponía la cafetera en el lavavajillas antes de salir, para que al regresar a casa ―a las tres de la madrugada― estuviera lista para cargarla.

Retiré el filtro, aparté la máquina y miré asombrado el café. Se veía reciente, apenas humedecido por el vapor. No había sido usado todavía…

Había otro individuo del Servicio Secreto junto a mi puerta: un tipo alto, del medio Oeste, de gran dentadura. Se llamaba George Littleton. Luego de que Bill Morris nos presentó, no volvió a pronunciar palabra, quizá porque yo tenía el aspecto de que iría a morderle.

Y lo hubiera hecho. Mi equilibrio me hostigaba como un dolor de muelas, y no podía olvidarlo por un instante.

Al bajar por el ascensor, podía sentir cómo giraba el mundo. Parecía que tuviera en mi mente un mapa cuatridimensional: yo en el centro, y el resto del universo paseándose alrededor, a diversas y cambiantes velocidades.

Subimos a un Lincoln Continental; George se puso al volante. El mapa de mi mente se volvió tres veces más activo, registrando cada toque de freno o de acelerador.

—Vamos a incluirle en la plantilla —me decía Morris—, si le parece bien. Usted sabe más de los Monjes que cualquier otra persona. Le clasificaremos como consultor, y le pagaremos mil dólares al día por decirnos cuanto recuerde respecto a ellos.

—Quiero… tener el derecho de renunciar cuando haya relatado todo lo que sé.

—De acuerdo.

Morris mentía, por supuesto; me retendrían tanto tiempo como creyeran necesario. De todas formas, yo no podía hacer otra cosa en aquel momento. Ni siquiera sabía el motivo por el que me sentía tan seguro de eso.

—¿Qué pasará con Louise? ―pregunté.

—Por lo que yo recuerdo, se pasó la mayor parte del tiempo atendiendo las mesas. No creo que sepa gran cosa. Pero vamos a pagarle mil dólares por un par de días, tanto si sabe algo como si no.

—Muy bien —respondí, y traté de recostarme en el asiento.

—Usted es quien nos interesa, Frazer. Ha tenido una suerte excepcional. Esa píldora de idiomas que tomó nos proporcionará una enorme ventaja cuando tengamos que tratar con ellos. Tendrán que aprender mucho de nosotros, mientras que nosotros ya sabremos bastante. Frazer, ¿cómo se ve un Monje sin la túnica?

—Nada humano. Se mantienen alzados para guardar cierto parecido con nosotros. Y poseen un abultamiento a un lado, que da la sensación de cierto equipamiento bajo la túnica, pero no lo es, sino que es parte de su sistema digestivo. Y la cabeza es del tamaño de una pelota de básquetbol, y está medio hueca.

—¿Son entonces cuadrúpedos?

—Sí. Cuadrúpedos trepadores. Evolucionaron a partir de ancestros selváticos, que vivían en árboles parecidos a gigantescos dientes de león. Pueden lanzar piedras con cualquiera de sus extremidades. Viven aún en Centro, que es su planeta. No está usted anotando nada…

—Hay una cinta en marcha.

—¿De veras? ―sentía que me tomaba el pelo.

—Será mejor que lo crea. Podemos aprovechar cualquier cosa que usted recuerde. Todavía no sabemos cómo su Monje se escabulló hacia California.

Mi Monje, ciertamente.

—Me convocaron con urgencia, ¿no se lo dije? ―continuó―. Visitaba a unos parientes en Carmel cuando mi superior me llamó, ayer por la mañana. Diez horas más tarde, sabía todo lo que se sabe acerca de los Monjes. Exceptuándolo a usted, Frazer.

»Hasta ayer, creíamos que todo Monje estaba o bien en el edificio de las Naciones Unidas o a bordo de su trasbordador. Hemos visitado esa nave, Frazer… es decir, han ido varios hombres, todos ellos astronautas entrenados, vistiendo trajes de exploración lunar. Seis Monjes en total bajaron a la Tierra…, a menos que otros se ocultaran en algún lugar a bordo de la naveta. ¿Puede imaginar alguna razón para que lo hicieran?

—No.

—Nadie pudo hacerlo. Aún queda añadir otra cosa: los seis Monjes han sido vistos esta mañana, todos en Nueva York. Su Monje volvió a casa durante la noche última.

Aquello me sacudió.

—¿Cómo lo hizo?

—No lo sabemos. Estamos controlando los vuelos de línea, aunque suene algo infantil. ¿No cree usted que cualquier azafata se daría cuenta si un Monje subiera a bordo de un avión? ¿No cree que avisaría en seguida a la prensa?

―Seguro.

—También estamos chequeando los avistamientos de platillos volantes…

Me reí. Pero de pronto, aquello parecía lógico.

—Si eso no resulta ―continuó Morris―, hemos de considerar seriamente el teletransporte. ¿Podría usted…?

—¡Eso es! —respondí, sin la menor sorpresa. Llegó como lo hace un recuerdo, desde el fondo de la mente, como si siempre hubiera estado allí—. Me dio una píldora de teletransporte. Y eso explica la causa de que haya adquirido el absoluto don del rumbo. Debido a esta facultad, puedo saber dónde me hallo en medio del universo.

Morris me miró, los ojos muy abiertos.

—Acaso… ¿puede usted teletransportarse? —preguntó.

—No desde un vehículo en movimiento —respondí, con un reflejo de temor—. Eso significaría la muerte. Conservaría la velocidad a la que voy.

—Oh. —Se apartó imperceptiblemente de mí, como si me hubieran brotado cuernos en aquel instante.

Iban fluyendo otros recuerdos, y proseguí:

—Los humanos no pueden teletransportarse, de todos modos. Esa píldora está destinada a otro mercado.

Morris se relajó visiblemente.

—Pudo haberlo dicho antes, hombre…

—Es que lo recordé ahora.

—¿Por qué la tomó, si estaba destinada a alienígenas?

—Probablemente por el talento de la ubicación, pero… no lo recuerdo, realmente. Verá, suelo extraviarme con facilidad… Claro, ya no me sucederá más. Morris, me sentiría más seguro parado en una cuerda floja que lo que estaría usted cruzando una calle con el semáforo en verde.

—¿Podría haber sido eso lo que pidió como «inusual»?

—Quizá —respondí, aunque de alguna manera estaba seguro de que no era así.

Louise esperaba en el sucio estacionamiento vecino al Long Spoon. Salía de su Mustang cuando llegamos. Agitó un brazo como si fuera un semáforo[1] y vino apresuradamente hacia nosotros.

—Alienígenas en el bar Long Spoon, ciertamente —yo le había enseñado aquella palabra—. Ed, te repito que los clientes no son humanos. ¡Hola! Es el señor Morris, ¿verdad? Le recuerdo a usted. Estuvo aquí toda la noche, y bebió sólo cuatro copas.

Morris sonrió.

—Sí, pero le di una buena propina. Llámeme Bill, ¿de acuerdo?

Louise Schu era una rubia risueña; rubia por elección, no de nacimiento. Trabajaba en el Long Spoon hacía cinco años. Muy pocos de los clientes habituales sabían mi nombre, pero todos conocían el de ella.

El peor enemigo de Louise eran los diez kilos de más que arrastraba como relleno. Había hecho régimen por varias décadas. Incluso dos años atrás lo había tomado en serio, y dejó de simular. Adelgazó durante los meses siguientes. A base de morderse las uñas y pasar hambre a cada segundo, había logrado reducir su peso a unos cincuenta y siete kilos. Esa noche lo celebró comiendo y, según contó después, volvió en dos días a los sesenta y cinco.

Con sobrepeso o no, sería una maravillosa esposa para cualquiera. Yo mismo pensé en casarme con ella alguna vez. Pero mi primer matrimonio había sido un fracaso, era demasiado reciente y el divorcio me había afectado mucho. Y también estaba la pensión alimenticia. A causa de ella tenía que vivir en una caja de zapatos, y era el principal motivo para no contraer matrimonio nuevamente.

Mientras Louise abría el establecimiento, Morris echó una moneda en la máquina automática y extrajo un periódico.

El Long Spoon era un revoltijo. Louise y yo habíamos retirado los vasos, limpiado las mesas y vaciado los ceniceros en los cestos de residuos, pero los vasos estaban todavía sucios y los cestos aún llenos de basura.

Morris comenzó a extender las hojas del periódico sobre un área del suelo. Yo me detuve a mirarlo, las manos en los bolsillos.

Littleton salió de atrás del mostrador trayendo ambos cestos, y volcó el contenido uno después del otro sobre el periódico. Los dos agentes comenzaron a separar la basura.

De repente, las yemas de mis dedos rozaron un trozo del celofán del Monje. La noche anterior había llevado estos mismos pantalones debajo del delantal.

Algún instinto impidió que les alertara del hecho. Extraje las manos de mis bolsillos… pero vacías.

Louise se había acercado para auxiliar a los otros, que cribaban la basura con los dedos. Me uní a ellos.

—Cuatro —exclamó Morris—. Creo que eso es todo. Registraremos el bar también.

Y yo pensé: cinco.

Pensé: he aprendido cinco nuevas profesiones durante la noche anterior. ¿Por qué me empeñaría en ocultar una de ellas?

Si mi juicio era tan malo que me hiciera ingerir una píldora de teletransporte, destinada a algo provisto de demasiados ojos, ¿qué más pude haber tragado durante la última noche?

Podría ser que hubiera aprendido a ser un publicitario, un ladrón soberbiamente entrenado, o un verdugo de palacio adiestrado en torturas. O bien pudiera haber optado por algo realmente desagradable, como la profesión de Hitler o la de Alejandro el Grande.

—No veo nada por aquí —exclamó Morris tras el mostrador.

Louise se encogió de hombros. Morris entregó los cuatro fragmentos a Littleton, añadiendo:

—Entrega esto a Douglass. Llámanos desde allí. —Se dirigió a Louise y a mí—. Los someteremos a un análisis químico, por si alguno fuera un celofán de caramelos. Tal vez hayamos perdido de vista uno o dos. Por el momento, asumiremos que son cuatro.

—Muy bien —dije.

—¿Le parece correcto, Frazer? ¿Podrían ser tres… o quizá cinco?

—No lo sé. —Y realmente, por lo que podía recordar, no lo sabía.

—Cuatro, entonces. Hemos identificado dos, hasta ahora. Una pastilla era un curso de teletransporte para alienígenas. La otra, un curso del idioma Monje. ¿Correcto?

—Sí, eso parece.

—¿Qué más le dio él?

Sentía que mis recuerdos volvían atrás, pero revueltos y sin ilación. Negué con la cabeza. Morris parecía frustrado.

—Disculpe —dijo Louise—. ¿Puede echarse un trago en horas de trabajo?

—Sí —respondió Morris, sin vacilar.

Louise y yo tampoco estábamos de servicio, así que ella preparó tres gin-tonics y los sirvió en uno de los reservados.

Morris abrió una chata cartera, que era a medias un magnetófono.

—No perderemos nada con hacerlo. Louise, vamos a hablar de lo que sucedió anoche.

—Espero poder ayudar.

—¿Qué ocurrió aquí luego de que Ed tomara su primera píldora?

—Hum. —Louise me miró de reojo—. No sé en qué momento la tomó. Hacia la una observé que obraba de modo extraño. Estaba atrasado con los pedidos, y entregaba las bebidas equivocadas. Recordé entonces que había obrado así durante cierto tiempo el pasado otoño, cuando fue su divorcio…

Sentí que mi rostro se endurecía. Ese recuerdo que ella había resucitado me ocasionó un dolor inesperado. Yo no soy un gran bebedor, pero mis fines de semana habían sido muy largos este último año. Louise me había disuadido de beber mientras servía a la clientela. Por ello había dejado el alcohol, y cuando pasó lo más malo regresé a atender el bar.

—Anoche pensé que volvía a lo mismo —decía ella—. Lo cubrí un poco, le repetí los pedidos cuando lo creí necesario y le vigilé mientras preparaba las bebidas, para que no se equivocara.

»Se pasó un buen rato hablando con el alienígena…, pero Ed lo hacía en inglés, mientras que el otro sólo emitía susurros por su garganta. ¿Se acuerda cuando televisaron el discurso de aquel Monje, la semana pasada? Pues sonaba como eso.

»Luego vi que Ed aceptaba una píldora y la ingería con un vaso de agua… ―se volvió, me tocó el brazo y exclamó—: ¡Pensé que te habías vuelto loco! Traté de detenerte…

—No lo recuerdo.

—El bar estaba prácticamente vacío entonces. Te reíste de mí, y dijiste que la píldora te enseñaría a no extraviarte. No lo creí, pero el Monje puso en marcha su aparato traductor y dijo lo mismo.

—Hubiera preferido que me detuvieras.

Ella pareció molesta.

—Hubiera preferido que no dijeras eso. También yo tomé una píldora.

Me ahogué. Lo que dijo me había sorprendido con la boca llena de gin-tonic. Me palmeó la espalda y tal vez me salvó la vida.

—¿No recuerdas eso tampoco? ―dijo ella.

—Después de ingerir la primera, apenas recuerdo nada coherente.

—¿De veras? No parecías muy «cargado». Por lo menos, mientras estuve vigilándote.

Morris intervino entonces:

—Louise, la píldora que tomó usted… ¿le dijo el Monje qué cosa iba a producirle?

—Nunca lo dijo. Estábamos hablando de mí… ―se detuvo a pensar. Después, desconcertada y riéndose de sí misma, añadió—: Ignoro cómo sucedió…, pero de pronto, le estaba contando la historia de mi vida. A un Monje. Me pareció que intentaba ser simpático.

—¿El Monje?

—Sí, el Monje. Y en cierto momento, extrajo una píldora y me la ofreció, diciendo que me ayudaría. No sé por qué, pero le creí y la tomé.

—¿Notó algún síntoma? ¿Ha aprendido algo nuevo esta mañana, algo que no sabía antes? ―insistió Morris.

Ella negó con la cabeza, desconcertada e incluso algo agresiva. Haber aceptado esa píldora debía parecerle una completa locura a la luz fría y gris de este atardecer.

—Bien —prosiguió el agente—. Frazer, usted tomó tres píldoras, y ya sabemos para qué eran dos de ellas. Usted, Louise, tomó una y no tenemos idea de qué utilidad tenía. ―Cerró sus ojos durante un instante y después me miró—. Vamos a ver, Frazer, si no puede recordar lo que tomó, ¿puede por lo menos recordar si rechazó alguna? ¿Le ofreció el Monje algo que…?

Se detuvo al ver mi rostro, porque lo que dijo había hecho que algo vibrara en mi mente.

El extraño había estado hablando en su propio idioma, aquel susurro que no requiere ser más que eso, ya que los sonidos básicos del idioma Monje son tan poco ambiguos que pueden distinguirse fácilmente, incluso para el oído humano. «Esto enseña una técnica apropiada de natación. Un ______ puede alcanzar velocidades de dieciséis a veinte ___ por _____ utilizando este estilo. El curso incluye también unos ejercicios apropiados».

—He rechazado un curso de natación para peces inteligentes —dije entonces.

Louise soltó una risita sofocada y Morris se avinagró un poco:

—Bromea usted.

—No, no bromeo. Y hubo algo más.

Esta vez, el método de sumergirme en busca de datos no resultó tan mareante como lo había sido al despertarme. Los recuerdos importados ya estarían acomodándose, llenando los escondrijos de mi mente, enlazándose y quedándose en sus respectivos lugares.

—Yo le preguntaba algo acerca de la forma que tenían los seres de otros planetas. No la de los Monjes, usted entiende; eso sería de mala educación, especialmente con unas gentes de las que no se conoce todavía su sensibilidad. Yo quería saber sobre otros alienígenas. Entonces el Monje me ofreció tres cursos sobre técnicas de combate sin armas. Cada uno conllevaba un tratado extensivo de anatomía básica.

—¿Y no se los quedó usted?

—No. ¿Para qué? Por ejemplo, uno de ellos me enseñaba a destruir una especie de gusano inteligente, armado, aunque sólo en caso de que yo fuera a mi vez un gusano inteligente, aunque desarmado. No estaba tan loco como para tomar esa píldora.

—Frazer, hay hombres que darían gustosos un brazo y una pierna por cualquiera de esas píldoras que usted rechazó.

—Oh, seguro. Y usted hace apenas un rato me dijo que era una locura tragar una píldora educativa alienígena.

—Lo siento —contestó Morris.

—Fue usted quien dijo que podrían haber extraviado mi mente. Quizá lo hicieron, incluso…

Dije eso, porque mi hipersensible sentido del equilibrio estaba todavía produciéndome un malestar de los mil demonios. Sin embargo, la reacción de Morris resultaba todavía más molesta; parecía que pensara: «Frazer puede empezar a balbucir en cualquier momento, así que será mejor apretarle para extraer todo lo que tuviera algún valor, mientras hay oportunidad».

Pero su cara no mostraba nada de ello. ¿Me estaría volviendo paranoico?

—Cuénteme más sobre las píldoras —prosiguió Morris—. Parece como si tuvieran una acción retardada. ¿Cuánto tiempo deberemos esperar hasta estar seguros de que sabemos todo lo que ingirió?

—Él dijo algo de eso…

Tanteé por aquel camino y la respuesta llegó al cabo.

Actúa como un recuerdo, había dicho el Monje. Había apagado su traductor, y hablaba en su propio idioma, ahora que yo podía comprenderle. El sonido del chirriante artefacto hablando inglés le molestaba, y ese fue el motivo por el que me dio la píldora.

Pero el susurro era bajo y el lenguaje nuevo, por lo que debía escuchar con mucha atención para comprenderlo. Lo recordaba con toda claridad ahora.

La información de las píldoras formará parte de tu memoria. Por ello, no conocerás todo lo que has aprendido hasta que lo vayas necesitando. Entonces aparecerá. La memoria actúa por asociación, había dicho.

Y además: Existen cosas que un maestro no puede enseñar. Siempre hay diferencias entre el conocimiento adquirido en la enseñanza y el que resulta de efectuar directamente la tarea.

—Teoría y práctica —dije a Morris—. Sé muy bien lo que quiso decir. No hay un curso para barman en este país que pueda enseñarte a no agregar el azúcar a un cóctel Old Fashioned durante las horas pico del trabajo.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Eso depende de la categoría del bar, por supuesto; no podrían admitirse tales prisas en un local de lujo. Pero en un bar corriente, cualquiera que pida una bebida complicada en las horas difíciles, merece lo que consigue. Obliga a trabajar lentamente al barman en un momento crucial, cuando cada segundo cuesta dinero. Entonces, no se le agrega el azúcar a ese trago. Hacerlo cuesta demasiado dinero.

—El tipo ya no volvería más.

—¿Y qué? Si pide eso a tal hora no es de los clientes habituales; si lo fuera, tendría mejor criterio.

Tuve que sonreírme. Morris se veía sobresaltado y horrorizado. Le había mostrado un pecado nuevo.

—Es algo que todo barman debiera conocer. Vea, un curso para ellos es como una escuela vocacional: se supone que le enseñan a sobrevivir como mezclador de tragos. Pero el cóctel requiere azúcar, y en la escuela o bien agrega usted el azúcar o le darán un rapapolvo.

Morris sacudió la cabeza, los labios apretados.

—Entonces el Monje le advirtió de que estaba adquiriendo teoría, y no práctica.

—Es precisamente lo contrario. Véalo de esta forma, Morris…

—Bill, por favor.

—De acuerdo, Bill. La píldora de teletransporte no puede capacitar al sistema nervioso humano para el proceso. Incluso a pesar de mi increíble equilibrio, y ciertamente es increíble, no me proporciona los músculos para dar diez rápidas volteretas. Pero conozco lo que se «siente» con el teletransporte. Es sobre lo que me previno el Monje: las píldoras proporcionan el adiestramiento, pero no nos cambian físicamente, por lo que es preciso vigilar los reflejos.

—Confío en que no se habrá transformado usted en un asesino entrenado…

Uno debe ser cuidadoso con los reflejos recientemente adquiridos, había dicho el Monje.

—Louise —la encaró Morris—, no sabemos todavía qué clase de educación recibió usted anoche. ¿Alguna idea?

—Quizá reparo máquinas del tiempo. —Sorbió su bebida y miró en forma reservada al agente, por sobre el borde del vaso.

—Eso no me sorprendería —respondió Morris, devolviéndole la sonrisa.

El muy idiota. Lo decía en serio.

—Si desea saber lo que había en la píldora, ¿por qué no se lo pregunta al Monje? —Ella le dio tiempo a Morris para sorprenderse, pero no para que la pudiera interrumpir—. Todo cuanto tenemos que hacer es abrir el bar y esperar. Porque anoche él no terminó con el segundo estante, ¿no es así, Ed?

—No, por Dios, no lo hizo…

Louise hizo un gesto con el brazo en derredor.

—Pero esto es un revoltijo. Nunca lo tendremos limpio a tiempo. No sin ayuda. ¿Qué dice de eso, Bill? Usted es funcionario del gobierno. ¿Puede conseguirnos un equipo que limpie el sitio antes de las cinco?

—No sabe lo que me pide… ¡Ya son las tres y cuarto!

El Long Spoon parecía de veras una zona de desastre, aunque de todas formas los bares no están pensados para verse a plena luz del día. Y como nuestras vidas habían cambiado de arriba abajo, y también debido a que el bar era claramente inhabitable, habíamos pensado en cerrar por esa noche, pero… ahora era ya demasiado tarde.

—Tip-Top, la empresa de limpieza —recordé—. Acostumbran a enviar un equipo de cuatro hombres con sus respectivos elementos. Cobran quince pavos por hora… Pero no los tendríamos aquí a tiempo.

Morris se levantó bruscamente.

—¿Está esa empresa en la guía telefónica?

—Claro que sí.

Morris fue hacia la cabina, y cuando se metió allí pregunté a Louise:

—¿Tienes alguna idea respecto a lo que tomaste anoche?

Louise me miró fijo.

—¿Te refieres a la píldora? ¿Por qué lo dices tan serio?

—Hemos de resolverlo antes de que lo haga Morris.

—¿Por qué?

—Si él se sale con la suya —proseguí—, clasificarán mi cerebro como «alto secreto», porque sé demasiadas cosas. Llegaré a ser una especie de prisionero político durante elresto de mi vida… y tú también, si acaso anoche aprendiste las cosas equivocadas.

Lo que Louise hizo a continuación, me pareció halagador y muy reconfortante: giró su rostro hacia Morris en la cabina telefónica y le dirigió una mirada tan cargada de envenenado odio que debía haber marchitado al tipo.

Ella me creía. No necesitaba pruebas para ponerse totalmente de mi parte.

Pero… ¿por qué estaba yo tan seguro de eso? Había consumido la mayor parte del día tratando de adivinar los pensamientos de los demás. Quizá tuviera algo que ver con mi tercera o cuarta profesión aprendida…

—Tenemos que descubrir qué clase de píldora has tomado —le dije—. De otra forma, tanto Morris como el Servicio Secreto pasarán el resto de su vida siguiéndote a todas partes, sólo por la posibilidad de que sepas algo importante. Es lo que harán conmigo. Lo único que saben es que yo aprendí algo útil, y por tanto estarán picoteando en mi cerebro hasta que el infierno se congele.

Vinieron unos aullidos de Morris desde la cabina telefónica.

—¡Ya vienen hacia aquí! ¡Cuarenta pavos la hora, con pago anticipado en cuanto lleguen!

—¡Estupendo! —grité a mi vez.

—Voy a llamar a Nueva York —dijo, mientras cerraba nuevamente la puerta corredera de la cabina.

Louise se reclinó sobre la mesa.

—Ed, ¿qué haremos ahora?

La forma en que lo dijo llamó mi atención. Estábamos ambos inmersos en el maldito asunto… pero existiría una salida, y ella estaba segura de que yo podría localizarla… por el tono de su voz, la forma en que se inclinó hacia mí y la presión de su mano alrededor de mi muñeca. Nosotros. Percibía la fuerza y la confianza crecer en mí, mientras al mismo tiempo pensaba: Ella no hubiera hecho esto ayer.

—Vamos a limpiar todo esto, para luego abrir —dije—. Entretanto, intenta recordar lo que aprendiste anoche. Puede que no fuera más que algo inofensivo, como coger trilchos con una red magnética.

—¿Cómo has dicho? ¿Tril…?

—Una especie de mariposas espaciales.

—Oh. Pero… supón que aprendí a construir un motor más rápido que la luz…

—Bien, resultaría algo cruel impedir que Morris lo averiguara, pero tú no has aprendido eso. Las expresiones que son comunes para viajar más rápido que la luz, tales como «hipermotor», o «curvatura del espacio», por ejemplo, no tienen traducción en idioma monje, excepto en sus matemáticas. Ni siquiera puedes decir en el idioma de ellos la expresión «más rápido que la luz».

—Ah…

Morris regresó sonriendo como un idiota.

—Nunca adivinarían lo que los Monjes quieren ahora de nosotros.

Nos miraba a ambos alternativamente, sonriendo, dejando que el suspense creciera de modo intolerable.

—Un cañón láser gigante —dijo al fin.

Louise se quedó boquiabierta.

—¿Se refiere a un láser de lanzamiento? ―pregunté.

—Exacto, un láser de lanzamiento. Y quieren que lo construyamos en la Luna. Les darán a nuestros ingenieros las píldoras para comprender los planos, y para construirlo. Pagarían con píldoras, además.

Yo necesitaba recordar algo respecto a los láseres de lanzamiento…, pero aún no sabía cómo había hecho para identificarlos siquiera…

—Han hecho la propuesta a las Naciones Unidas —proseguía Morris—. De hecho, están llevando a cabo todos sus asuntos a través de las Naciones Unidas para evitar que se les acuse de favoritismo, según dicen, y para esparcir el conocimiento tanto como sea posible.

—Pero… hay naciones que no pertenecen a la ONU —objetó Louise.

—Los Monjes lo saben. Nos han preguntado si alguna de ellas realizaba viajes espaciales. Ninguna los hace, por supuesto. Cuando supieron eso, dejaron de interesarse por ellas.

—Está claro —dije, recordando—. Una especie que no puede desarrollar el vuelo espacial no es mucho mejor que los animales.

—¿Eh?

—Esto según su forma de pensar.

—Pero… ¿para qué lo quieren? —preguntó Louise—. ¿Para qué necesitan un cañón láser, y en nuestra Luna?

—Es un poco complicado —respondió Morris—. ¿Recordáis cuando su nave apareció por vez primera, hace dos años?

—No —respondimos casi al mismo tiempo.

Morris estaba sorprendido.

—¿No lo leísteis? Apareció en todos los periódicos. «Importante astrónomo revela que una extraña nave espacial se aproxima a la Tierra». ¿Lo recordáis ahora?

—No.

—¡Por el amor de Dios! Aquello me hizo saltar. Fue similar a cuando los radioastrónomos descubrieron los púlsares, ¿recordáis eso? Apenas salía yo de la Escuela Superior…

—¿Púlsares?

—Hum. Disculpadme —respondió Morris, con suma cortesía—. Ha sido error mío. Tengo tendencia a creer que todo aquel que se cruza conmigo es un aficionado a la ciencia ficción. Pues bien: los púlsares son estrellas que emiten pulsaciones rítmicas de radioenergía. Y por ello los radioastrónomos pensaron en principio que estaban recibiendo señales del espacio exterior.

—¿Es usted aficionado a la ciencia ficción? —preguntó Louise.

—Efectivamente. Mi primer arma fue una pistola de cohetes Gyro-Jet. Y la adquirí porque me leía todo lo de Buck Rogers.

—¿Buck quién? —pregunté, luchando para mantener seria mi expresión. Morris dirigió la vista al cielo. Sin duda sería allí donde encontraría fuerzas para continuar.

—Verán…, aquel famoso astrónomo del que hablaba se llama Jerome Finney. Por supuesto, no dijo nada acerca de que la nave venía en dirección a la Tierra, porque los periódicos siempre distorsionan mucho estas cosas. Sólo informó de que un objeto artificial, de origen extraterrestre, había ingresado al sistema solar.

»Lo que realmente aconteció fue que algunos meses antes, el observatorio de Jodrell Bank había localizado una nueva estrella en la constelación de Sagitario. Ésa es la dirección del núcleo galáctico… ¿Qué sucede, Frazer?

De modo que volvíamos a los apellidos… Claro, yo no era un amante de la ciencia ficción.

—Eso es correcto —informé—. Los Monjes proceden del centro galáctico.

Y «recordé» entonces el cielo en las noches del planeta Centro, llameante de estrellas. Probablemente, mi cliente Monje no pudo ver ese espectáculo en su vida, salvo por medio de una píldora educacional y por razones patrióticas, igual que enseñamos a nuestros niños la bandera del país.

—De acuerdo ―asintió Morris, y continuó―. Bien, los astrónomos estaban estudiando una cercana nova y, por tanto, pudieron captar al intruso un poco antes de lo que hubiera sido probable. Mostraba un extraño espectro, radicalmente diferente al de la nova y mucho más estable. Incluso se volvía más extraño a lo largo del tiempo. La luz se tornaba cada vez más brillante, pero al mismo tiempo su espectro iba derivando hacia el rojo. Pasaron meses antes de que alguien identificara el espectro.

»Fue Jerome Finney quien al fin se dio cuenta. Demostró que el espectro en cuestión era la luz de nuestro propio sol, aunque sin el color azul. Algún tipo de espejo venía hacia nosotros, moviéndose a gran velocidad, pero reduciéndola a medida que se acercaba.

—¡Ah! Ya lo tengo. ¡Viajaban con una vela de luz!

—¿Dónde está el hallazgo, Frazer? Pensé que usted ya sabía de ello.

—No, no lo sabía. Es la primera vez que oigo del asunto. Nunca leo los suplementos dominicales.

Morris estaba exasperado.

—¡Nunca los lee! Sin embargo, sabía lo suficiente para denominar «láser de lanzamiento» a un cañón láser…

—Me preguntaba hace un momento por qué se le llama así.

Me miró por unos segundos. Luego cambió de expresión y dijo:

—Lo olvidé. Usted sacó eso del curso de idioma Monje.

—Supongo que sí.

Morris volvió al asunto.

—Los periódicos le hicieron pasar unos meses terribles al pobre Finney. ¿Tampoco lee usted los chistes políticos? En fin… Sin embargo, cuando la nave del Monje se aproximó más, empezó a emitir señales. Era un velero interestelar, que usaba la luz del sol contra su vela reflectora para frenar… y venía hacia nosotros.

—Señales. ¿Con puntos y rayas? Se podría hacer combando la vela.

—Debe haber leído algo sobre eso…

—¿Por qué? Es bastante obvio.

Ahora Morris parecía totalmente perturbado. Pero cualesquiera fueran sus razonamientos, lo dejó correr.

—La vela tiene un espesor de unas pocas moléculas, y estando desplegada mide cerca de ochocientos kilómetros de diámetro. Una nave solar puede alcanzar velocidades interestelares gracias a la presión de la luz, pero eso lleva mucho tiempo y la aceleración no es muy alta.

»A los Monjes les tomó dos años frenar a la velocidad de nuestro sistema. Han de haber comenzado mucho antes de que nuestros telescopios les localizaran, pero aun así viajaban demasiado de prisa cuando cruzaron la órbita de la Tierra. Tuvieron que atravesar la órbita de Mercurio y pasar al otro lado del pozo de gravedad del sol, frenando todo el camino antes de que pudieran acercarse a la Tierra.

—Lógico —respondí—. Su velocidad interestelar debe acercarse a la mitad de la velocidad de la luz; de otra forma, no se podría comerciar en forma efectiva.

—¿Qué?

—Hay formas de alcanzar el margen adicional de velocidad. No se tiene que depender inevitablemente de la luz del sol, si se parte de un sistema civilizado. Cada sistema civilizado posee un láser de lanzamiento, con base en una Luna. Cuando el Sol ya está demasiado alejado para proporcionar a la nave un impulso razonable, el diámetro del haz que emerge del cañón láser se ha expandido lo suficiente para proporcionar a la vela una fuerte aceleración sin vaporizarla.

—Naturalmente —dijo Morris, pero se veía algo confundido.

—Por tanto, si la nave solar se dirige hacia un sistema extraño, se pasará la mayor parte del trayecto desacelerando. No se puede contar con que un sistema desconocido tenga un láser de lanzamiento. La cosa sería distinta si uno se dirige hacia un punto civilizado.

Morris asintió.

—Lo bueno del cañón láser ―continué― es que si algo falla, hay un mundo civilizado cerca para repararlo. Se puede navegar por las estrellas cargado con mercaderías, y dejar tranquilamente en casa el motor de lanzamiento… ¿Por qué me están mirando así?

—No lo tome a mal —respondió Morris—, pero ¿cómo puede saber tanto acerca del vuelo interestelar un barrigudo encargado de bar?

—¿Cómo? ―no entendí su razonamiento.

—¿Por qué la nave del Monje tuvo que sumergirse tan profundamente dentro del sistema solar?

—Oh, eso. Es por el viento solar. Sucede lo mismo alrededor de cualquier sol amarillo. Con una vela de luz, se puede obtener empuje tanto del viento solar como de la presión luminosa, generada por fotones. El problema es que el viento solar consiste en núcleos de hidrógeno, no en fotones. La luz rebota contra la vela sólo en la parte reflectora, pero el viento solar simplemente la golpea, tanto la vela como los obenques que la sujetan a la nave.

Morris asintió pensativamente. Louise parpadeaba como si estuviera viendo doble.

—No se puede virar en contra. Escorzar la vela no sirve de gran cosa. Para frenar contra el viento solar, hay que dirigirse directamente hacia el sol ―expliqué.

Morris asintió nuevamente. Noté que sus ojos estaban tan vidriosos como los de Louise.

—¡Oh! —exclamé—. Diablos, hoy tengo un día estúpido. Morris, esto fue debido a la tercera píldora…

—Entiendo —respondió, asintiendo una vez más, con los ojos todavía vidriosos—. Ésa debe ser la rara profesión, realmente rara, que usted buscaba: tripulante de una nave interestelar. ¡Dios mío!

Por sus palabras tenía que estar disgustado, pero me sonó a envidioso. Apoyaba los codos sobre la mesa, y la barbilla en sus puños; es una postura que distorsiona la boca y vuelve inescrutable la expresión. Pero no me gustaba lo que podía leer en sus ojos.

No quedaba nada del hombre recto y honesto al que había permitido entrar en mi apartamento aquel mediodía. Morris era un patriota ahora, un altruista y también un fanático. Debía lucir sus estrellas para su propio país y para toda la humanidad. Nada debía interponerse en su camino, y mucho menos yo.

¿Estás leyendo las mentes de nuevo, Frazer? Tal vez el actuar como capitán de una nave interestelar implica el sondeo de las mentes de la tripulación, para ser capaz de sofocar una rebelión antes de que cualquier imbécil llegue al vehemente extremo del mpff glip habbabub, o como quiera que lo dijese un Monje; tiene algo que ver con filtrar el aire respirable.

Mis impulsos a hacer acrobacias tal vez fueran producto de la misma píldora: entrenamiento para la caída libre. Había mucha información en aquella píldora. Esa era la profesión que yo había ocultado; no la de verdugo de palacio ―que no era de utilidad para un gobierno demasiado sutil para necesitar de tales técnicas―, sino la de capitán de una nave interestelar: un premio demasiado valioso para quien no había alcanzado siquiera la Luna.

Y yo había sido el último en saberlo. Demasiado tarde, Frazer.

—Capitán —anuncié—. No un simple tripulante.

—Es una pena. Un tripulante sabría mucho más sobre cómo reparar una nave. Frazer, ¿cuántos tripulantes ha de gobernar?

—Ocho y cinco.

—¿Trece?

—Sí.

—¿Por qué ha dicho usted ocho y cinco?

La pregunta me cogió desprevenido. ¿No tenía…? Ah.

—Es el sistema numérico de los Monjes, en base ocho. Realmente la base es dos, pero agrupan los dígitos en tercetos para formar la base de ocho.

—Base dos. El sistema de las computadoras.

—¿De veras?

—Sí. Frazer, han de haber utilizado computadoras por mucho tiempo. ¡Eones!

—Entiendo.

Observé entonces que Louise había recogido los vasos y preparaba otros tragos; me pareció bien, necesitaba uno. Ella había dejado el suyo, que estaba a medio llenar. Pensando que no le importaría, bebí un trago de él.

Tenía la misma apariencia que un gin-tonic, pero sólo era agua gasificada con una rodaja de limón. Louise debía haber vuelto a su dieta, aunque lo raro era que cuando lo hacía solía anunciarlo con bombos y platillos.

Morris volvió nuevamente al asunto.

―De modo que tenemos una tripulación de trece individuos. ¿Son Monjes, humanos o alguna otra cosa?

—Monjes —respondí, sin hesitar.

—Mala suerte. ¿Hay seres humanos en el espacio?

—No. Muchas especies son bípedas, pero ninguna es como las demás y tampoco como nosotros.

Louise trajo las bebidas, las puso ante nosotros y se sentó sin decir nada.

—Usted dijo antes que las especies que no pueden realizar vuelos espaciales no son mejores que los animales.

—Así piensan los Monjes —le recordé.

—De acuerdo. A mí me parece un tanto exagerado, pero vamos a dejarlo ahí. ¿Puede ser que una raza consiguiera el vuelo espacial y luego lo perdiera?

—Eso sucede. Hay muchas formas en que una especie puede retrotraerse al estado animal. Sufriendo una guerra atómica, por ejemplo. También si sus mentes no soportan la complejidad necesaria. O pueden quedarse sin alimentos, y la hambruna mundial destruirlo todo. O los desperdicios generados por los nuevos procesos y máquinas pueden arruinar su ecología.

—Volver al estado animal. Perfecto. Pero… ¿qué pasa con las naciones? Supongamos que hay dos naciones vecinas de la misma especie, pero sólo una posee el vuelo espacial…

—Entiendo. Es un buen punto. Morris, sólo existen dos estados sobre la Tierra que pueden negociar con los Monjes sin pasar por las Naciones Unidas: nosotros y Rusia. Si Rhodesia, Brasil o Francia lo intentaran serían humillados públicamente.

—Eso podría ocasionar un incidente internacional —Morris apretó las mandíbulas, adoptando pose de héroe—. Tenemos medios para evitarnos problemas, así que tal cosa no sucedería.

—Hay algunas naciones a las que no me importaría ver que les sucediera tal cosa —dijo Louise.

Morris adoptó un aire pensativo… y me pregunté si todos habrían comprendido la advertencia que hice.

Llegó el equipo de limpieza. Habíamos usado antes los servicios de la empresa Tip-Top, pero aquellas cuatro muchachas de piel oscura no eran el equipo usual. Tuvimos que explicarles con detalle lo que queríamos que hicieran. No era su culpa; normalmente limpian domicilios privados, no bares.

Morris pasó algún tiempo comunicándose con Nueva York. Debía estar usando una tarjeta de crédito; no creía que pudiera llevar encima tantas monedas.

—Esto puede haber evitado una pequeña guerra —manifestó al regresar.

Volvimos al reservado, pero Louise se quedó para dirigir al equipo de limpieza.

Las cuatro muchachas trigueñas se movían a nuestro alrededor con sus cubos, botellas de spray y trapos, charlando en español, y dejando las superficies brillantes por donde pasaban. Y Morris reanudó su inquisición conmigo.

—¿Qué tipo de motor impulsa a la naveta trasbordadora?

—Una bomba de hidrógeno lenta, emergiendo de un confinamiento magnético.

—¿Fusión nuclear?

—Sí. Los motores de posición de la nave principal también usan fusión. Todos ellos parten de la misma botella magnética. Ignoro cómo funciona. El combustible se obtiene del agua o del hielo.

—Fusión. Pero… ¿no hay que separar el deuterio y el tritio?

—¿Para qué? Se derrite el hielo, se hace pasar una corriente por el agua y así se consigue hidrógeno.

—Vaya cosa —dijo Morris, suavemente.

—El láser de lanzamiento actúa en idéntica forma —recordé. ¿Qué más necesitaba recordar sobre los láseres de lanzamiento? Algo tremendamente importante…

—¡Mierda! Frazer, si pudiéramos construir los láseres que quieren los Monjes podríamos utilizar la misma técnica para construir plantas energéticas de fusión, ¿no es así?

—Seguro. —Me sentía espantado. Tenía la boca seca, me latía el corazón. Casi adivinaba la causa—. Un momento. ¿Qué intenta decir con «si pudiéramos»?

—¡Y nos pagarían por construirlo! Es una condenada vergüenza. ¡No tenemos las herramientas!

—¿Qué quiere decir con eso? ¡Tenemos que construir el láser de lanzamiento!

—¿Qué le ocurre, Frazer? —preguntó Morris, sorprendido.

El terror tenía ahora nombre.

—¡Santo Dios! ¿Qué les habéis dicho a los Monjes? Escúcheme, Morris… Tiene que lograr que el Consejo de Seguridad prometa construir el láser de lanzamiento…

—¿Quién cree que soy yo, el Secretario General? No hay manera de construirlo, y no sólo por las limitaciones en la configuración de lanzamiento de nuestros cohetes Saturno… ―Morris pensó que, finalmente, yo había enloquecido. Parecía querer sumergirse en la pared del reservado.

—Lo harán cuando usted les explique lo que está en juego. Y podemos verdaderamente construir un láser de lanzamiento, siempre que el mundo entero se lo proponga. ¡Morris, piense en el bien que se puede conseguir! ¡Energía casi gratis, partiendo del agua del mar! Y los veleros de luz moviéndose dentro del sistema…

—Vea, Frazer…, estoy de acuerdo en que es un cuadro magnífico. Podríamos navegar hasta las lunas de Júpiter y Saturno. Utilizando la potencia del láser podríamos fundir los asteroides para extraer sus metales… ―Por un momento, sus ojos habían adquirido una mirada vaga y soñadora, pero ahora regresaban hacia lo que aceptaban como realidad—. Es el tipo de cosas que uno imagina desde que era un niño. Algún día lo conseguiremos, pero por ahora… no estamos preparados.

—Hay dos caras en una moneda —dije—. Ahora bien, sé que lo que diré a continuación le va a parecer extraño…, pero recuerde que existen motivos para ello. Excelentes motivos.

—¿Motivos? ¿Para qué?

—Cuando una nave comercial viaja —expliqué—, lo hace solamente de un sistema civilizado a otro. Hay formas de confirmar si un determinado sistema posee el grado de civilización adecuado para construir un láser de lanzamiento. La radio, por ejemplo. La Tierra emite tanto flujo radial como una pequeña estrella.

»Cuando los Monjes detectan tales emisiones procedentes de una estrella próxima, envían entonces una nave comercial. Por el tiempo que la nave llega, el planeta emisor está civilizado, por lo general, aunque no tanto como para que los Monjes no puedan aprovechar los conocimientos que están buscando.

»¿No entiende que ellos necesitan el láser de lanzamiento? La nave que nos visita partió desde una colonia de los Monjes. En nuestra zona de la galaxia, tan lejos del centro, las estrellas están muy apartadas entre sí. Su nave partió usando el láser y la luz de aquella estrella, aunque para frenar utilizó sólo la luz de nuestro sol, porque no podían contar con que nuestro sistema poseyera un láser. Si tuvieran que lanzar una nave contando sólo con la luz de la estrella, probablemente no lo harían. El detalle es que sólo un ciclo cerrado tan reducido como el subyacente en una nave estelar de los Monjes puede soportar tan largo período de viaje.

—Usted dijo que los Monjes no siempre pueden asegurar que la estrella de destino esté civilizada.

—Por supuesto que no. A veces una civilización alcanza el nivel que permite la construcción de un láser de lanzamiento, y permanece el tiempo suficiente para emitir una masa de ondas radiales detectable, pero revierte luego al estado animal. Éste es el quid de la cuestión, y si les decimos a los Monjes que no podemos construir el láser… nos considerarán sencillamente como animales.

—Suponga que nos negamos a ello… No que no podemos, sino que no queremos hacerlo.

—Eso sería estúpido. Hay demasiadas ventajas implícitas. Por ejemplo, la fusión controlada…

—Frazer, ¡piense en el coste! —dijo Morris, con voz sombría. Quería el láser, pero sinceramente no creía que se pudiera construir―. Piense lo que los políticos dirán acerca del coste… y además, ¿cómo explicarán a los contribuyentes el motivo de semejante inversión?

―Sería estúpido —repetí—, y también poco hospitalario. La hospitalidad es de gran consideración entre los Monjes. Ya puede ver que si no lo hacemos, estamos cocinados. O por ser considerados animales estúpidos, o culpables de quebrantar la hospitalidad. Y la nave de los Monjes necesita más luz para su vela que la que nuestro sol puede proporcionar. No pueden partir, ¿entiende?

—¿Entonces?

—Entonces es cuando el capitán utiliza un dispositivo que hace explotar el sol.

—¿Explotar… el sol? —dijo Morris.

El agente parecía no saber qué hacer. Entonces, de súbito, rompió a reír a grandes carcajadas… y las muchachas que estaban limpiando el Long Spoon se volvieron y mostraron sus sonrisas.

Había decidido no creerme.

Me acerqué a él y delicadamente empujé su vaso, que se vació en su regazo. Estaba medio vacío, pero la mojadura fue suficiente para cortar en un instante aquella risa suya. Antes de que empezara a insultarme, le dije con voz fría:

—No estoy jugando. Los Monjes harán explotar nuestro sol si no les construimos un láser de lanzamiento. Ahora llame a su jefe y explíquele el asunto.

Las mujeres nos miraron, temerosas ahora. Louise comenzó a acercársenos, pero se detuvo, indecisa.

Morris sonó casi tranquilo.

—¿Por qué me ha arrojado el vaso?

—Ha sido un tratamiento de shock. Quería que me prestara toda su atención. ¿Va a telefonear a Nueva York?

—Todavía no —dijo Morris. Miró la mancha que se iba extendiendo sobre sus pantalones, pero luego la dejó de lado—. Recuerde, tendría que convencerles…, y ni yo mismo me lo creo. ¡A nadie se le ocurriría detonar un sol por que no se cumplió con las reglas de la hospitalidad!

—No, no, Morris. Tienen que hacer explotar el sol para pasar al sistema siguiente. Negarse a construir un láser es cosa seria. Y además, la explosión del sol podría destruir la nave…

—¡Destruir la nave, dice! Y ¿qué hay del planeta, maldita sea?

—Usted no lo está mirando en la forma correcta…

—Espere un momento. Su nave es comercial, ¿no? ¿Qué clase de idiotas serían los Monjes si exterminaran un mercado tan sólo para poder llegar al siguiente?

—Si no podemos construir un láser, no representamos un mercado para ellos.

—Pero podríamos serlo para su siguiente visita…

—¿Cuál siguiente visita? Parece que no se da cuenta del tamaño del mercado de los Monjes. La demora de las comunicaciones entre Centro y su colonia más cercana a nosotros es de alrededor de… ―Me detuve para convertir las unidades― …sesenta y cuatro mil años. Para cuando una nave termina su viaje, la mayoría de los mundos que ha visitado ya la han olvidado.

»Y cuando al fin arriba al punto de partida, ¿con qué se encontrará? El mundo que la construyó pudo haber fracasado como colonia, o rediseñado el puerto espacial para ponerlo al servicio de una clase diferente de naves, o retrocedido al estado animal; incluso a los Monjes les podría suceder. La nave tendría que pasar al sistema siguiente para reajustarse.

»Cuando se comercia con las estrellas, no hay una nueva visita.

—Caramba —exclamó Morris.

Louise había puesto de nuevo a las mujeres a trabajar. En un rincón de mi mente oí sus risueños comentarios: si Morris lucharía, si sería capaz de vencerme, etc.

—¿Cómo funciona? ―preguntó el agente―. Es decir, ¿cómo le hacen para que un sol pase a nova?

—Hay un artefacto del tamaño de una locomotora, fijado a… a la estructura principal, supongo que ése sería el nombre. Apunta directamente a popa, y puede rotar unos dieciséis grados o algo así en cualquier dirección. Se lo pone en marcha cuando se alcanza la órbita del planeta de partida; el matemático de la tripulación calcula la intensidad necesaria. Se irradia el sol durante el primer año o algo así, y cuando éste al fin explota, la nave se encuentra ya lo suficientemente alejada como para aprovechar el empuje sin quemarse.

—Pero… ¿cómo funciona?

—Sólo hay que encenderlo. La potencia proviene del mismo tubo de fusión que alimenta el sistema de chorros de actitud… ¡Oh! Lo que quiere saber es cómo hace explotar un sol. Eso no lo sé. ¿Por qué debería saberlo?

—Del tamaño de una locomotora… y hace explotar soles…

Morris sonaba un poco histérico. El pobre bastardo empezaba a creerme. Yo no me había inmutado, porque lo sabía ya desde la noche anterior.

—Cuando Finney descubrió la vela de luz de los Monjes… ―dijo― …apareció justamente en dirección de una nova reciente en Sagitario. Por alguna rara casualidad, ¿fue un mercado que no les resultó útil?

—No tengo la más remota idea.

Eso terminó de convencerle. Si acaso me lo hubiese estado inventando, le habría dicho que sí.

Morris se levantó y salió del reservado sin pronunciar palabra. Se detuvo un instante para coger una servilleta del bar, en su camino a la cabina telefónica.

Tras del mostrador, me preparé una bebida fuerte: «Cutty» sobre hielo picado, y un chorro de soda. Quería probar su potencia.

A través de la puerta de cristal vi que Louise se apeaba del coche, cargada de paquetes. Eché soda sobre un poco de hielo, agregué unas gotas de limón y ya tenía listo el símilgin-tonic cuando ella entró.

Soltó su carga sobre el mostrador.

—Para el café irlandés… —dijo. Le ofrecí el vaso y repuso—: No, Ed, gracias. Con uno basta.

—Pruébalo.

Me miró con extrañeza, pero probó lo que le ofrecía.

—Soda… Bueno, me has cogido.

—¿De nuevo a dieta?

—Sí.

—Nunca has respondido sí a esa pregunta en tu vida. ¿Quieres contarme los detalles?

Sorbió su bebida.

—Comentar de la propia dieta a otra persona es aburrido; hace tiempo que debí darme cuenta de eso. ¡A trabajar! Te darás cuenta de que sólo disponemos de veinte minutos.

Abrí una de las bolsas de papel que había traído y empecé a llenar la nevera con cajitas de crema batida. Otra de las bolsas contenía café. La caja cuadrada y plana tenía que ser una pizza.

—¡Pizza! ¡Vaya dieta! —dije.

Ella estaba preparando las cafeteras de vidrio.

—Es para ti y Bill.

Abrí el paquete y mordí una porción. Era de lujo, cubierta con todo, desde anchoas a salami. Caliente y crocante, y yo muerto de hambre.

Comí a bocados mientras trabajaba.

Ya no quedan muchos bares que hagan un buen café irlandés; da demasiado trabajo. Se necesitan grandes cantidades de crema batida y café molido, una nevera, un mezclador, cierta cantidad de esas figuras de vidrio en forma de ocho para hacer el café, muchos platos calientes y, lo más caro de todo, sitio suficiente detrás de la barra para disponer todo eso. Se aprende a mantener una cantidad de vasos listos, lo que representa poner el azúcar en ellos cuando se tiene un momento libre, para ahorrar tiempo al momento de servir. Claro que esos momentos son los que uno aprovecharía para fumar un pitillo, lo que significa que tienes que olvidarte de ello. También se aprende a no mover mucho los brazos, porque hay muchas cosas calientes a tu alrededor y puedes quemarte. Aprendes a montar la crema a medias, sólo un toque al mezclador, porque hay que hacerlo constantemente y si te pasas… la crema se convierte en mantequilla.

No hay muchos bares que quieran tomarse las molestias, y por eso resulta un buen negocio. El adicto promedio al irlandés prolongará su viaje más de veinte minutos para llegar al Long Spoon. Y se tragará su café en cinco minutos, porque de lo contrario se enfriaría. Para un whisky con soda, en cambio, se emplea una media hora.

Mientras estábamos preparando el café, hallé tiempo para preguntar:

—¿Has recordado alguna cosa?

—Sí —dijo ella.

—Cuéntame.

—No me refiero a saber qué había en la píldora. Yo sólo… puedo hacer cosas que antes no podía. Creo que ha cambiado mi manera de pensar. Ed, estoy preocupada…

—¿Preocupada?

Las palabras le salieron rápidamente.

—Siento como si estuviera enamorada de ti desde hace tiempo. Pero no es así… ¿Por qué de repente lo siento?

Me pareció que el estómago se me hundía. También yo tuve esos pensamientos… y había procurado quitármelos de la cabeza, una y otra vez. No podía darme el lujo de enamorarme. Me costaría muy caro… y me haría demasiado daño.

—Ha sido así todo el día. Me asusta, Ed. Supongamos que sintiera lo mismo con todos los hombres, ¿qué pasaría? ¿Qué pasaría si el Monje creía que yo podría ser una buena prostituta?

Me reí mucho más fuerte de lo que debía. Y Louise se empezó a enfadar de veras antes de que pudiera dejar de reírme.

—Vamos a ver… ¿También estás enamorada de Bill Morris? —le dije.

—¡No! Claro que no…

—Entonces, olvida esa idea. Él tiene más dinero que yo, y cualquier mujerzuela le querría más por ello…, si es que quieren a alguien, lo que no creo, porque esas zorras generalmente son frígidas.

—¿Cómo lo sabes? —me preguntó.

—Lo leí en una revista.

Louise pareció tranquilizarse. Comencé a darme cuenta de lo tensa que en realidad había estado.

—De acuerdo —dijo ella—. Pero… eso quiere decir que realmente estoy enamorada de ti.

Traté de salir de la crisis.

—¿Por qué nunca te has casado? —le pregunté.

—¡Oh! —Pareció que iba a dejar de lado el tema, pero cambió de opinión—. Todos los hombres con quienes salía querían acostarse conmigo. Eso no estaba bien, así que… —Parecía un poco perpleja—. ¿Por qué pensaba que no estaba bien?

—Por la forma en que te educaron.

—Sí, pero… —se detuvo.

—¿Y ahora qué opinas?

—Bueno, no iría a dormir con cualquiera…, pero si un hombre vale la pena para salir, valdría la pena para casarse, y si es así, pues… dormir con él será útil, ¿no es verdad? Sería una locura casarse con alguien con el que no se ha dormido antes, ¿no?

—Bueno… yo lo hice.

—Ah, y mira cómo resultó… ¡Oh, Ed, perdona, lo siento! Pero lo que has dicho…

—Sí —dije, con la respiración tensa.

—Mira, yo también pensaba de esa manera, pero… algo ha cambiado.

No habíamos hablado precipitadamente, sino entre pausas y silencios, y hubo que sortearlos. Tuve tiempo de comer tres porciones de pizza. Louise tuvo tiempo de luchar con su conciencia… pero perdió, y tomó una porción de la caja.

Sólo que no se la comió. Allí estaba la pizza, frente a ella, y ni la había mirado ni olido, lo que no era corriente en Louise.

Medio en broma le dije:

—Te diré mi teoría. Años atrás debes haber sublimado tu urgencia de sexo por la de la comida. La mayoría de nosotros sacrificamos el apetito ante el deseo de sexo…, pero tú hiciste al revés.

—Entonces, la píldora me ha… desublimado, ¿eh? —miró su porción, muy pensativa. Claramente había desaparecido su interés por ella—. Eso es lo que digo. No es común que la pizza no me tiente.

—«Esos ojos verde oliva»…

—«Hipnóticos, eso es lo que son».

—Una prostituta sabe mantenerse en forma… —Inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho. No era gracioso—. Discúlpame —dije.

—Está bien.

Cogió una bandeja con velas en vasos rojos, las que fue colocando sobre las mesas, pequeñas y cuadradas. Se movía con gracia, y estaba hermosa a la media luz del Long Spoon. Sus caderas se movían sólo lo suficiente para eludir las esquinas de las mesas.

La había herido. Pero me conoce hace tiempo; sabe que soy de los que inevitablemente meten la pata cuando hablan.

Conocía bien a Louise, y sabía que era una chica bonita. Pero nunca me había parecido tan hermosa como esa noche.

Regresó por el mismo camino, encendiendo las velas a su paso. Finalmente dejó la bandeja, se recostó en la barra y dijo:

—Lo siento, pero no puedo bromear sobre eso si no estoy segura.

—Deja de preocuparte, ¿de acuerdo? No sé lo que te habrá dado el Monje, pero lo hizo para ayudarte.

—Te amo.

—¿Qué?

—Te amo.

—De acuerdo. Yo también… te amo. —Uso esas palabras tan raramente, que se me atascan en la garganta, como si mintiera, aunque sean verdaderas—. Escucha… quiero casarme contigo. No menees la cabeza, quiero casarme contigo.

Le hablé en susurros, con tono atormentado. Ella dijo, en el mismo tono:

—No, hasta que sepa lo que contenía la píldora. Compréndelo, Ed: no puedo confiar en mí misma hasta saberlo.

—Yo tampoco —dije, con desgano—. Pero no podemos esperar, no disponemos de tiempo.

—¿Qué?

—Ah, tú no estabas cerca cuando lo decía a Morris. Dentro de poco, entre tres y diez años a partir de ahora, los Monjes pueden hacer que nuestro sol estalle.

Louise no contestó. Sólo frunció el ceño.

—Eso depende del tiempo que quieran perder comerciando con nosotros ―continué―. Si no podemos construirles un láser de lanzamiento, aun podemos engañarles, convencerles de que esperen un poco. Las expediciones de los Monjes han esperado tanto como…

—Oh, Dios mío… lo dices en serio. ¿Era por esto que peleabais tú y Bill?

—Sí.

Louise se estremeció. A pesar de la escasa luz me di cuenta de lo pálida que estaba. Luego dijo algo curioso:

—De acuerdo, me casaré contigo.

—Bien —dije yo.

Pero noté de pronto que estaba temblando. Casado. Otra vez. Yo. Louise vino hacia mí y colocó sus manos sobre mis hombros; y yo la besé.

Había estado esperando… ¿cinco años?…, para hacer esto. Ella se acomodaba maravillosamente en mis brazos. Sus manos se cerraron fuertemente sobre mis hombros, masajeándolos. La tensión huyó de mí, no sé hacia dónde. Casados. Nosotros. Al menos, tendríamos entre tres y diez años de vida en común.

—Ahí viene Morris —dije.

Louise retrocedió un poco.

—No pueden detenerte, tú no has hecho nada. ¡Oh, cómo deseo saber lo que contenía la píldora que tomé! Supón que soy una asesina entrenada…

—¿Y si yo lo soy? Tendremos que vigilarnos, el uno al otro.

—Oh, ya sabemos quién eres tú. Eres el comandante de una nave estelar, un extranjero preparado para el teletransporte y un traductor del habla de los Monjes.

—Y algo más. Tengo una cuarta profesión. Tomé cuatro píldoras, no tres.

—¿Eh? ¿Por qué no se lo dijiste a Bill?

—¿Bromeas? Mareado como estaba anoche, a lo mejor tomé un curso de revolucionario… Que Dios me ayude si Morris lo descubre.

—¿Crees que se trata de eso? —sonrió.

—No, claro que no.

—¿Por qué lo hicimos? ¿Por qué nos tragamos aquellas píldoras? Debimos haberlo pensado mejor, ¿no te parece?

—Tal vez el Monje también tomó la suya…, una píldora que enseña a un Monje a parecer alguien de confianza a los extranjeros en general.

—Yo confié en él —dijo Louise—. Le recuerdo, parecía muy simpático. ¿De veras harían estallar el sol?

—Sí que lo harían.

—Esa cuarta píldora… Tal vez te enseñó la manera de evitarlo.

—Vamos a ver… Sabemos que tomé un curso de idioma Monje, un curso de teletransporte para marcianos y un curso para dirigir una nave impulsada por vela de luz. Sobre esta base…, bien, es probable que cambiara de opinión, e hiciera un curso de karate para gusanos.

—Bueno, al menos eso no te perjudicaría. Tranquilízate… Ed, si recuerdas haber tragado las píldoras, ¿cómo es que no recuerdas lo que contenían?

—Bien, no lo sé. Pero no recuerdo nada.

—¿Cómo sabes que tragaste cuatro, entonces?

—Por esto.

Metí las manos en el bolsillo y saqué el trocito del celofán de los Monjes… e inmediatamente me di cuenta de que contenía algo. Algo duro y redondo.

Lo estábamos mirando cuando se asomó Morris.

—Debí metérmela astutamente en el bolsillo —les dije a ambos—. En algún momento durante la noche, cuando me sentía lo suficientemente ruin para robarle algo a un Monje.

Morris dio vuelta la píldora entre sus dedos como si fuese una preciosa joya. Era de color azul pálido, marcada a un lado con un triángulo color naranja.

—No sé si mandar a que la analicen, o tomármela aquí mismo. Necesitamos un milagro. Tal vez esto nos diría…

—Olvídelo. No fui lo bastante listo para recordar que esas píldoras se deterioran rápido. El envoltorio está roto. Hace por lo menos doce horas que esta píldora no sirve.

Morris soltó un taco.

—Haga que la analicen —sugerí—. Encontraréis ARN, y tal vez aún se pueda descubrir qué es lo que emplean los Monjes como matriz. Muchos de los recuerdos han de estar intactos todavía, probablemente… pero no se trague la maldita cosa, le haría trizas el seso. Todo lo que se necesita son unos pocos cambios al azar en un pequeño porcentaje del ARN.

—No tenemos tiempo para mandarla a Douglass esta noche. ¿Podemos guardarla en la nevera?

—Sí, démela.

Introduje la píldora en una bolsita de plástico, hice salir el aire por la boca, luego le hice un nudo y la metí en la nevera. El leve vacío y el frío ayudarían a conservar la cosa. Era algo que tendría que haber hecho la noche anterior.

—Bien, se acabaron los milagros —dijo Morris, con amargura—. Volvamos al asunto. Esta noche tendremos algunos hombres en el exterior y unos pocos aquí dentro. Usted no sabrá quiénes son, pero puede intentar descubrirlos, si se le antoja. Hemos de sacarnos de encima a muchos de vuestros clientes; se les dirá que lean los periódicos si quieren saber el porqué. Espero que no perjudicará demasiado al negocio…

—Puede ser nuestra fortuna. Tal vez seamos famosos en breve. ¿Habéis hecho lo mismo anoche?

—Sí. No queríamos tener el local demasiado lleno. A los Monjes no les gustarían los cazadores de autógrafos.

—Ah. Era por eso que el lugar estaba casi vacío.

Morris consultó su reloj.

—Ya es hora de abrir. ¿Estamos todos listos?

―Siéntese a la barra ―invité―. Y mantenga un aire indiferente, maldita sea.

Louise fue a encender las luces.

Morris se sentó casi al centro de la barra. Su mano recia y cuadrada se aferraba al borde del mostrador.

—Déme otro gin tonic, pero flojo; después de éste, suprima la ginebra.

—De acuerdo.

—Indiferente. ¿Por qué he de estar indiferente? Frazer, tuve que decirle al presidente de los Estados Unidos de América que se aproximaba el fin del mundo, a menos que él hiciera algo. ¡Tuve que decírselo en persona!

—¿Se hizo a la idea?

—Espero que sí. Me exasperaba su tranquilidad, me dieron deseos de gritarle. ¡Dios mío, Frazer! ¿Qué ocurrirá si no podemos construir el láser de lanzamiento? ¿O si lo intentamos, y fracasamos?

Le di una respuesta antigua y clásica:

—La estupidez es siempre un crimen capital.

—¡Maldito sea usted, y su arrogante actitud, y sus monstruos asesinos también! —me gritó en plena cara…, pero al segundo siguiente se había calmado—. No importa, Frazer. Después de todo, usted piensa como el capitán de una nave estelar.

—¿Cómo? No le comprendo…

—El capitán de una nave estelar ha de hacer que un sol se convierta en nova para salvar su navío. No lo puede evitar, está en la píldora.

¡Maldita sea! Tenía razón, me daba cuenta de ello. La píldora había afectado mi raciocinio. Hacer estallar un sol que proporcionaba vida a otra raza tenía que ser una inmoralidad. ¿No era así?

¡No podía confiar en mi sentido de lo bueno y lo malo!

Entraron cuatro hombres, y eligieron una de las mesas grandes. ¿Agentes de Morris? No. Agentes inmobiliarios, hablando de negocios.

—Hay algo que sigue preocupándome —dijo Morris, haciendo una mueca—. Entre las cosas que me han dejado hecho un guiñapo, como por ejemplo impedir el fin del mundo, hay otra que sigue en pie.

Puse ante él un vaso de gin-tonic flaco. Lo probó y dijo:

—Está bueno. Verás, mientras esperaba que una serie de caracoles humanos me comunicaran con el presidente, finalmente me di cuenta de qué se trataba. Frazer, ¿eres universitario?

—No. Me eduqué en el colegio Webster High.

—Bueno, no hablas como un barman… Empleas bien las palabras.

—¿Lo hago?

—A veces. Has dicho que harían «explotar el sol», pero luego sabías de lo que yo hablaba cuando dije «nova». Has hablado de que extraen la potencia de una bomba H, pero resulta que sabes lo que es la fusión.

—Seguro.

—Posiblemente sea una tontería por mi parte, pero he tenido la impresión de que aprendías las palabras en cuanto yo las pronunciaba. Parlez-vous français?

—No. No hablo ningún idioma extranjero.

—¿De veras?

—No. ¿Qué piensa que nos enseñan en Webster High?

Je parle la langue un peu, Frazer. Et vous?

Merde de cochón! Morris, je vous dit… Caramba.

No me dio tiempo para pensar. Preguntó:

—¿Qué quiere decir «fanac»?

Sentía mi mente de nuevo algo torpe.

—Puede ser cualquier cosa —dije—. Sacar un fanzine, escribir a la columna de lectores, ayudar a engañar a alguien… Morris, ¿qué es lo que sucede?

—Pues que ese curso de idiomas que has tomado es más extenso de lo que creíamos.

—¡Claro, eso es! Ahora me acuerdo… Esas mujeres de la limpieza hablaban español, y yo entendí lo que decían…

—El español, el francés, el idioma de los Monjes, los lenguajes técnicos, incluso el esperanto. Lo que recibiste fue un curso generalizado para entender cualquier idioma al momento de oírlo. No me imagino cómo puede eso funcionar sin el uso de la telepatía.

—¿Leer el pensamiento? Pues… no sé.

Ese día ya había sentido varias veces que adivinaba con demasiada certeza los pensamientos de alguien.

—¿Puedes leerme la mente?

—No… no es así, exactamente. Siento el… modo en que piensa, no lo que está pensando. Escúcheme, Morris, no me gusta la idea de ser un prisionero político…

—Bueno, de eso podremos hablar más tarde. ―Cuando mi situación para comerciar sea mejor, eso es lo que Morris pensaba. Cuando no necesite tu ayuda para timar al Monje—. Lo importante es que podrías leer lo que está pensando un extraterrestre. Eso podría ser crucial.

—Tal vez él pueda leer en mi mente, entonces. Y en la de usted.

Dejé que Morris sudara con eso mientras preparaba unas bebidas para que Louise las sirviera. Ya había clientes en cuatro mesas. El Long Spoon se llenaba rápidamente, y sólo había detectado a dos tipos del Servicio Secreto.

—¿Tienes alguna idea de lo que tomó ayer noche Louise Schu? Las profesiones que aprendiste ya las tenemos bien determinadas, pero la de ella…

—Tengo una vaga idea. —Miré a mi alrededor. Louise tomaba órdenes de una mesa alejada—. Sólo estoy atando cabos, en realidad. ¿Lo guardará en secreto? Al menos por ahora…

—¿Te refieres a ella? De acuerdo…, por ahora.

Preparé cuatro bebidas y Louise se las llevó. Entonces dije a Morris:

—Tengo en mente una profesión. No tiene un nombre definido, como teletransportista, capitán de nave estelar o traductor. No hay motivo para ello, ¿verdad? Estamos tratando con alienígenas.

Morris bebió un sorbo de su trago, aguardando.

—Tratándose de una mujer —dije yo—, puede ser una profesión que un hombre no desempeñaría. Sería ama de casa…, pero en realidad eso no lo cubre todo, apenas una parte.

—¿Ama de casa? Me estás tomando el pelo.

—No, no lo hago. Usted no se daría cuenta del cambio operado en Louise, porque nunca la había conocido antes de anoche.

—Vamos a ver, ¿en qué cambio estás pensando? Aparte del hecho de que es bonita, de lo que me he dado cuenta.

—Sí, lo es, Morris. Pero anoche tenía veinte kilos de más. ¿Crees que los ha perdido todos durante la mañana?

—Bien. Es bonita, aunque un poco regordeta… —Morris la miró por encima de su hombro, volviendo la cabeza—. ¡Ya lo creo que está gordita! ¿Porqué no me fijé en ello antes?

—Hay otra cosa… A propósito, aquí tiene pizza.

—Gracias. —Mordió una porción—. Hum, todavía está caliente. ¿Y bien?

—Ella misma la compró. Ha estado mirándola por largo rato, pero no la ha probado. Ayer no hubiese podido actuar así.

—Tal vez ha desayunado bien.

—Oh, seguro.

Yo sabía que no. Ha comido cosas dietéticas. Durante años había ido acumulando una verdadera colección de alimentos de dieta pero, en realidad, nunca trató de vivir de ellos. Pero ¿cómo podía hacerle creer eso a Morris, si jamás he estado en el apartamento de Louise?

—¿Algo más?

—Pues… ha adquirido una excelente comunicación no verbal. Esa es una habilidad muy femenina. Uno se entera de cosas sólo por el tono de su voz, o por la forma en que apoya los codos, o…

—Pero… si una de tus nuevas habilidades es leer la mente, pues…

—Oh, diablos… Bueno, Louise se ponía muy nerviosa si alguien la tocaba. Y ella jamás tocaba a nadie. —Sentí que me sofocaba un poco, pues no me gusta hablar de temas personales.

Morris radiaba escepticismo.

—Todo eso me parece muy subjetivo. En realidad, suena como que tratas de creértelo, Frazer. ¿Por qué iba Louise a tomar ese curso que dices? Porque no me has descrito a un ama de casa. Has descrito más bien a una chica que busca persuadir a alguien que se case con ella… —captó que mi semblante se alteraba—. ¿Dije algo malo?

—Hace diez minutos hemos decidido casarnos.

—Oh, felicidades —dijo Morris, y esperó.

—Está bien, usted gana. Hasta hace diez minutos ni siquiera nos habíamos besado. Jamás lo intenté, ni ella tampoco. ¡No, maldito sea, no me lo creo! ¡Sé que me ama, lo sé!

—No lo estoy negando —dijo Morris, con calma—. Será por eso que tomó la píldora. Debe haber sido algo fuerte, Frazer. Hemos sabido algo de tu vida; hoy eres reacio al matrimonio.

Aquello era bien cierto.

—Si me amaba desde antes —dije—, si es que realmente me amaba, yo nunca lo supe. Y no me imagino cómo pudo enterarse de ello un Monje.

—¿Cómo podía siquiera saber algo de tal «profesión»? ¿Por qué iba a traer consigo una píldora con ese efecto? Vamos, Frazer, tú eres el experto en Monjes, explícamelo.

—Pues… tienen que aprender de los seres humanos. Tal vez por medio de entrevistas, tal vez por… Bueno, los Monjes pueden cargar una memoria alienígena en un espacio de computadora, e interrogarla luego. Tal vez han hecho eso con algunos de vuestros diplomáticos.

—¡Oh, grandioso!

Apareció Louise con un pedido; preparé las bebidas y las coloqué en la bandeja. Me guiñó el ojo y se marchó con ellas, contoneándose deliciosamente, seguida por muchos ojos.

—Morris… La mayoría de los diplomáticos… los que tratan hoy con los Monjes, son hombres, ¿verdad?

—Casi todos. ¿Por qué?

—Sólo algo que se me ocurrió…

Era una idea difícil de comprender. Desde el punto de vista de un hombre, todos los cambios ocurridos en Louise habían sido para mejorar. Los Monjes debían haber entrevistado a muchos humanos de sexo masculino. Bien, ¿por qué no? Eso la haría más apetecible para el hombre que quisiera conquistar.

―Creo que lo tengo.

Morris alzó la vista rápidamente.

—¿Y bien?

—Que se enamore de mí forma parte de la instrucción que le otorgó la píldora. Es una prueba: Louise ha servido de conejillo de Indias.

—No sé lo que pudo ver en ti —dijo Morris, pero perdió la sonrisa—. Hablas en serio, Frazer. Pero eso no me da la respuesta…

—Es un curso de adoctrinación para la esclavitud. Hace que una mujer se enamore del primer hombre que ve, en forma permanente, y le enseña a serle útil. Los Monjes han de estar analizando producirlas en cantidad y venderlas a los hombres.

Él lo pensó un poco, y luego dijo:

—¡Eso es atroz! ¿Qué podemos hacer?

—Bueno, no podemos decirle a Louise que la han convertido en una esclava doméstica, Morris. Intentaré conseguir una píldora que borre su memoria. Si no la consigo… me casaré con ella, supongo. Oh, no me mire de esta manera —dije en voz baja, pero furioso—. Yo no le hice eso. Y no puedo abandonarla ahora.

—Lo sé. Es sólo que… Oh, pónme ginebra en el próximo trago.

—No mire ahora —dije.

A través del vidrio de la puerta, había oscuridad y movimiento. Una forma encapuchada, sombra sobre sombra, sobrenatural, una silueta semihumana y retorcida…

Entró deslizándose, con el borde de su túnica rozando el suelo. No se veía de él nada más que la gris túnica flotante, la oscuridad de la capucha y la sombra allí donde se abrían sus ropajes. Los vendedores de bienes raíces interrumpieron su conversación y lo contemplaron pasmados. Uno de ellos echó mano a sus pastillas para el corazón.

El Monje se dirigió hacia mí como un espíritu vengador. Se sentó en el taburete que le habíamos reservado, al extremo de la barra.

No era el mismo.

Era muy parecido en todos los aspectos al extraterrestre que había estado allí las dos últimas noches. De hecho, Louise y Morris no se habían percatado…, pero no era el mismo Monje.

—Buenas noches —le dije.

Correspondió en voz baja con un saludo equivalente, en idioma Monje. Su traductor estaba dispuesto sólo en un sentido, traduciendo mis palabras en sus susurros, pero prescindiendo de convertir lo que el extraño decía.

—Creo que toca empezar con el whisky de cebada —dijo.

Me di la vuelta y comencé a servir la bebida. Sentía el peligro en mi cuello. Cuando me volví con el trago en la mano, él sujetaba una herramienta del tamaño de un puño, que debió traer oculta en la túnica. Parecía una pelota aplastada, con profundas ranuras para sus cinco dedos con garras y dos tubos paralelos que apuntaban en mi dirección. Unas lentes brillaban en el extremo de los tubos.

—¿Conoce usted esta herramienta? Es un… —y la nombró.

Yo conocía el nombre. Era una herramienta radiante, un láser multifrecuencia. Uno de los tubos era el sistema de puntería; adquiría un blanco, y luego conservaba centrada su posición por medio de unos pequeños engranes en el cuerpo del artefacto.

Morris lo había visto. No lo reconoció, y no sabía qué hacer con ello, y yo no tenía forma de hacerle una seña.

—Sí, la conozco —confirmé.

—Debe tomar estas dos píldoras —el Monje las tenía preparadas en la otra mano; eran pequeñas, triangulares y de color rosa—. He de estar seguro de que se las ha tragado, o de lo contrario tendrá que tomar más. Lo malo es que una sobredosis podría afectar su memoria natural. Acérquese.

Me acerqué. Todos los presentes en el Long Spoon nos contemplaban, sin osar moverse. Cualquier seña habría descargado cuatro pistolas sobre el Monje…, pero yo caería frito por un delgado haz de rayos X.

El Monje adelantó una tercera garra y cerró los dedos en torno de mi cuello. No con suficiente fuerza para estrangularme, pero lo bastante duro.

Morris lanzaba juramentos en voz baja, sin nada que hacer. Podía sentir la agonía en su mente.

El Monje susurró:

—Conoce el mecanismo del gatillo. Si aflojo ahora la presión, se dispararía. Usted es el blanco. Si puede evitar que me ataquen cuatro agentes del gobierno, será mejor que lo haga.

Hice un gesto hacia Morris: No hagáis nada. Lo captó, y asintió ligeramente sin mirarme.

—Usted puede leer el pensamiento —dije al Monje.

—Sí —repuso, y me di cuenta al instante de lo que estaba ocultando. Podía leer el pensamiento de todo el mundo, excepto el mío.

Eso era demasiado para los engaños intentados por Morris. Pero el Monje no podía leerme la mente, y yo sí podía penetrar en la de él.

Y leyendo en su alma alienígena, comprendí que moriría si no tomaba las píldoras.

Las coloqué sobre mi lengua, una a una, tragándolas en seco. Bajaron con dificultad. Morris observaba lo que ocurría sin poder hacer nada. El Monje vigiló cómo bajaban por mi garganta, unos bultitos moviéndose bajo sus dedos.

Y cuando ambas píldoras habían superado el dedo del Monje, hice un milagro.

—Los recuerdos y enseñanzas que ha adquirido desaparecerán dentro de dos horas —dijo el alienígena.

Cogió el vaso y lo ocultó en su capuchón. Cuando reapareció estaba a medias vacío.

—¿Por qué me ha robado esos conocimientos? —le pregunté.

—No pagó usted por ellos.

—Me habían sido cedidos gratuitamente.

—Se los cedió quien no tenía derecho a hacerlo —replicó el Monje.

Estaba planeando marcharse. Yo tenía que hacer algo. Sabía, porque lo había razonado con mucho cuidado, que este Monje estaba envuelto en una empresa maligna. Tenía que lograr que se quedara un poco más y me escuchara; de lo contrario, no podría convencerle.

De todas maneras, la cosa no iba a ser sencilla. Era un tripulante; su actitud ética le había sido proporcionada por medio de una píldora ARN, junto con su habilidad profesional.

—Ha hablado usted de derechos —le dije, en su propio idioma—. Vamos a discutir esos derechos.

Las exóticas palabras resbalaron extrañamente por mi garganta; me hicieron cosquillas, pero mis oídos me aseguraban que estaban bien dichas. El Monje se sorprendió.

—Sabía que comprendía nuestro lenguaje, pero no que lo hablara.

—¿Sabe usted qué clase de píldora he tomado?

—Una de idiomas. No sabía que llevara eso en su estuche.

—Él no acabó de probar todos los tragos de la Tierra. ¿Le sirvo alguna otra cosa?

Lo sentí adivinar mis motivos, y equivocarse. Pensó que intentaba aprovecharme de su curiosidad para venderle mi mercancía. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que temer de mí? Todos los poderes mentales que me habían proporcionado las píldoras, desaparecerían dentro de un par de horas. Puse un vaso delante suyo.

—¿Qué opina de los láseres de lanzamiento? ―comencé.

Al poco rato, la discusión se hizo bastante técnica.

—Tomemos un caso particular —recuerdo haber dicho—. Imaginemos una cultura que hubiese hecho uso del vuelo estelar durante varias hexacuartenas de años… o incluso ocho veces ese tiempo. Entonces, un asteroide golpea en un océano del planeta, precipitando una edad de hielo… —eso había ocurrido una vez, y él lo sabía—. Un desastre natural no permite distinguir entre una especie consciente y una sin conciencia, ¿verdad? A no ser que lo sucedido afecte directamente al tejido cerebral…

Al principio, lo retuvo la curiosidad. Luego fui yo quien le intrigaba. No podía soltarse de mi conversación: jamás había conversado sobre los temas que le exponía. Era un tripulante de un velero estelar, estaba sobrio y discutía con el frenesí de un evangelista.

—Entonces, volvamos al caso general —comenté—. Una especie que no puede construir un láser de lanzamiento, es un mundo de simples animales, claro… y ambos sabemos que aun los Monjes podrían degenerar en animales.

Sí, ya sabía eso.

—Entonces, construid vosotros mismos vuestro láser de lanzamiento. Si acaso no podéis…, es que vuestro barco está capitaneado y tripulado por animales.

A las postres, era yo el único que hablaba. Todo en la susurrante lengua de los Monjes, cuyos sonidos se distinguen tan fácilmente que incluso yo, que debía retorcer mi garganta, sólo requería susurrar. Me parecía que hubiera tragado hojas de afeitar usadas.

Morris lo había entendido bien: no se inmiscuyó. Yo no podía decirle nada, usando palabras, gestos o siquiera un contacto mental… porque el Monje podía leer sus pensamientos. Pero se quedó sentado ahí, bebiendo tonics y más tonics, esperando que algo sucediera. Entretanto, yo discutía en susurros con el Monje.

—Pero… ¡la nave! —susurraba él—. ¿Qué hay de la nave? —sufría tanto como yo, pues la nave debía ser protegida…

A la una y cuarto de la madrugada, el Monje ya había probado la mitad de las botellas de la estantería baja. Se deslizó del taburete, pagó el importe de sus bebidas con billetes de un dólar, se dirigió hacia la puerta y salió.

Sólo le faltan la guadaña y el reloj de arena, pensé al verle salir. Y yo necesitaba un buen descanso…, pero no iba a conseguirlo.

—Que nadie le detenga —dije a Morris.

—Nadie lo hará, pero le seguirán.

—No tiene objeto. La túnica que usan para moverse entre alienígenas es bastante más que una vestidura. Es una estructura que les ayuda a soportar esta gravedad, y les confiere una forma similar a la humana. También es una coraza y un filtro de aire, y les procura invisibilidad.

—¿Qué?

—Ya se lo contaré cuando tenga tiempo. Así es como pudo llegar hasta aquí, probablemente. Uno de los tripulantes se dividió en dos; una parte se quedó allí y la otra vino a visitarnos. Disponía de dos semanas.

Morris se levantó y se quitó la chaqueta deportiva. Tenía la camisa empapada de sudor.

—¿Valdrá la pena hacerte un lavaje de estómago? —me preguntó.

—No lo creo. La mayor parte de la enzima destructora del ARN ya debe estar en mi sangre. Será mejor emplear el tiempo anotando todo lo que aún pueda recordar sobre los Monjes, si es que algo queda. Pasarán nueve o diez horas antes de que desaparezca todo —dije.

Lo cual era una gran mentira, naturalmente.

—Está bien. Déjame poner el dictáfono en marcha otra vez.

—Os costará dinero.

Morris me miró, muy serio de pronto.

—Oh. ¿Cuánto?

Lo había pensado ya muy detenidamente.

—Cien mil dólares. Y si está pensando en discutir, recuerde de quién es el tiempo que estamos desperdiciando.

—No pensaba hacerlo.

Sí que iba a hacerlo, pero cambió de opinión.

—Mejor ―dije―. Haremos ahora la transferencia del dinero, mientras aún pueda leer sus pensamientos.

—De acuerdo.

Me hizo sitio en la cabina telefónica, pero no acepté. El cristal no me privaría de leer en la mente de Morris.

Salió en silencio; daba la impresión de que debía preguntar algo que temía saber.

—Bien, ¿qué hay de los Monjes? ¿Y de nuestro sol?

—A éste que vino lo convencí; es por eso que os pedí que no le molestaran. Él convencerá a otros.

—¿Cómo lo has logrado?

—No ha sido sencillo. —Me sentía al punto de entregar mi alma por un poco de sueño—. Él debe proteger la nave; la píldora de su profesión lo puso en sus genes. Yo también lo siento así, debido a mi adoctrinamiento como capitán… y sé qué tan fuerte es el mandato.

—Entonces…

—No sea imbécil, Morris. La nave se encuentra perfectamente a salvo en órbita alrededor de la luna. Un velero de luz sólo está en peligro cuando viaja entre las estrellas, lejos de toda ayuda.

—Hum.

—No fue eso lo que lo convenció. Sólo lo obligué a que considerara racionalmente la ética de la situación.

—¿De veras? Supongamos que alguien le quita esa convicción…

—Tal cosa podría ocurrir. Por eso será mejor si construimos el láser de lanzamiento.

Morris asintió, aunque no muy feliz.

Las doce horas que siguieron fueron muy duras.

Durante las primeras cuatro, hablé de todo lo que pude recordar sobre el sistema de teletransporte, tecnología, vida familiar y ética de los Monjes, sus relaciones con los otros alienígenas, detalles sobre ellos, las direcciones en que se hallaban varios mundos habitados y sin habitar… todo. Morris y sus hombres del Servicio Secreto ―los que habían pretendido ser clientes― se sentaron a mi alrededor escuchando el relato, igual que niños exploradores alrededor del fuego de un campamento. Louise nos preparó café y se retiró a dormir en uno de los reservados.

Luego me permití olvidarlo todo, poco a poco.

A las nueve de la mañana estaba tendido mirando al techo, mientras dictaba trozos inconexos de información cada treinta segundos o así. A eso de las once mi estómago era una laguna negra de café tibio, me dolían los ojos más que todo el resto del cuerpo y ya no producía nada.

Había sido convincente, y lo sabía.

Pero para Morris no era suficiente. Me creía; sentí que de veras creía en mí. Sin embargo siguió la rutina acostumbrada, porque al fin y al cabo no podía perjudicarle eso. Si ya no le resultaba útil, si no tenía más para entregar, no tenía por qué jugar al amigo. ¿Qué podía perder?

Por ello me acusó de inventarlo todo. Incluso de trucar las píldoras que me había obligado a tomar el segundo Monje. Me obligó a mantenerme despierto, y por poco me descubrió, en base al cansancio. Empleó palabras raras, matemática y frases en latín, y toda una sarta de oscuras jergas.

Pero no llegó a ninguna parte. No hubo forma de atraparme.

A las dos de la tarde, hizo que alguien me llevara a casa.

Sentía todos los músculos doloridos, pero tuve que luchar para mantenerme consciente. De lo contrario, mi cerebelo me hubiese hecho rotar sobre los dedos de los pies, para orientarme automáticamente contra un posible cambio en la gravedad artificial. El esfuerzo fue doble, por eso me dolía todo. Sentí el dolor durante horas, sentado con los hombros hundidos y la cabeza colgando. Pero si Morris me hubiera cogido andando como un especialista en saltos ornamentales…

El hombre del Servicio Secreto me acompañó hasta mi habitación y me dejó ahí.

Desperté en plena oscuridad, y sentí que había alguien en mi habitación. Alguien que no me quería mal. Louise, de hecho. Volví a dormirme.

Desperté de nuevo a la madrugada. Louise estaba sentada en mi sillón de lecturas, con los pies apoyados en la esquina de la cama. Sus ojos me miraban.

—¿Quieres el desayuno? —me preguntó.

—Sí. No hay gran cosa en la nevera… —dije.

—Yo traje algo.

—Excelente —dije, y de nuevo cerré los ojos.

Cinco minutos más tarde decidí que ya había dormido bastante. Me levanté y fui a ver lo que ella hacía.

Estaba friendo tocino, había pan untado con mantequilla listo para tostarse en el hornillo, y los huevos ya rotos y en un cazo esperaban que la sartén se calentara. Louise estaba llenando el colador de café.

—Un momento. Dame eso —dije. Sujeté la cafetera, que sólo contenía agua. Cerré los ojos e intenté recordar.

Ah.

Sabía que lo había hecho bien aún antes de que el calor llegara a mis manos. La cafetera contenía ahora un cálido y aromático café.

—Estábamos equivocados respecto a la primera píldora —dije a Louise. Ella me miraba, muy sorprendida—. Lo que ocurrió la segunda noche fue esto: el Monje llevaba un traductor, pero no le gustaba lo más mínimo. El inglés que escupía el artefacto le chillaba en su única oreja. Podía apagarlo y evitar la traducción en ese sentido, dejando abierto el canal en Monje que le explicaba lo que yo decía, pero primero tenía que enseñarme su idioma, y carecía de la píldora para ello. Tampoco poseía un curso general de idiomas, si tal píldora existiera, cosa que dudo.

»Estaba ya un poco bebido, pero encontró algo que podía servir. La profesión que me otorgó la primera píldora es similar a la que te enseñó aquella que tú has tomado. Me refiero a que es muy antigua, y no tiene un nombre sencillo de definir, pero sería algo así como profeta.

—¿Profeta? —dijo Louise.

Estaba haciendo algo extraordinario: escuchaba completamente concentrada lo que yo decía, y al mismo tiempo freía los huevos.

—O discípulo; tal vez apóstol resulte más acertada. Sea como fuere, incluye el don de lenguas, que es lo que el Monje buscaba. Sin embargo, también incluye otros talentos.

—¿Cómo transformar el agua fría en café caliente?

—Hacer milagros, exacto. Empleé el mismo talento para hacer desaparecer las pildoritas rosadas de amnesia antes de que llegaran a mi estómago. Pero el talento más importante del apóstol es la persuasión.

»Anoche convencí al tripulante Monje de que hacer estallar un sol es algo intrínsecamente malo. Morris teme que alguien de su nave pueda quitarle ese convencimiento, pero yo no creo que tal cosa sea ya posible. El talento de leer la mente que entrega la píldora de profeta va más allá de eso: yo leo almas.

»El Monje de anoche es ahora mi apóstol. Tal vez convenza a toda la tripulación de que estoy en lo cierto. O incluso maldiga al hachiroph shisp, el artefacto hacedor de novas. Que es lo que yo intentaré hacer.

—¿Maldecirlo?

—¿Te imaginas que estoy bromeando, o algo así?

—Oh, no… —sirvió el café—. ¿Dejaría de funcionar?

—Sí.

—Perfecto —dijo Louise.

Yo sentía la fuerza de su propia fe, su fe en mí. Le otorgaba la serenidad de la monja ideal.

Cuando se volvió hacia la mesa para servir los huevos, dejé caer una píldora triangular en su taza de café.

Terminó de hacer el desayuno y nos sentamos.

—Entonces… todo ha terminado —dijo Louise.

—Todo ha terminado —dije, y tomé un poco de zumo de naranja. Es maravilloso lo que catorce horas de sueño pueden hacer por el apetito—. Ahora ya puedo volver a mi cuarta profesión, la única que realmente me importa.

Ella me miró sorprendida.

—La de cantinero. La primera, la última y la más importante. Soy un cantinero, y vas a casarte con un cantinero.

—De acuerdo —contestó, relajándose.

En cosa de dos horas, el adoctrinamiento esclavo desaparecería de su mente. Volvería a ser la de antes: libre, independiente, incapaz de seguir una dieta y algo tímida.

Pero la píldora rosada no destruiría sus recuerdos verdaderos. Dentro de dos horas, Louise aun sabría que yo la amaba…, y después de todo, tal vez se casara conmigo.

—Tendremos que contratar un ayudante —dije—. Y aumentar los precios. Se matarán por entrar al Long Spoon cuando la historia se haga conocida.

Louise estaba absorta en sus pensamientos.

—Bill Morris tenía muy mala cara cuando me fui del bar. Deberías decirle que ya puede dejar de preocuparse.

—Oh, no, nada de eso. Quiero que siga asustado. Morris tiene que convencer al resto del mundo de que hay que construir el láser de lanzamiento, en lugar de arrojar bombas a la nave de los Monjes. Necesitamos ese cañón láser.

—Mmm… Qué buen café. ¿Para qué necesitamos un láser de lanzamiento?

—Para llegar a las estrellas.

—Eso es asunto de Morris. Tú eres un cantinero, ¿recuerdas? Tu cuarta profesión.

Negué con la cabeza.

—Ni tú ni Morris os dais cuenta de lo enorme que es el mercado de los Monjes, ni de cómo está de desperdigado. ¿Cuántas novas has visto en tu vida? Muy pocas, ¿verdad? Eso significa que existen pocas de sus naves mercantes en el inmenso firmamento.

»Además, hay otros seres allí además de los Monjes. Seres a los que los Monjes temen, y probablemente otros que aún desconocen. Algunos tan peligrosos, que la única protección contra ellos sería que nos encontremos muy lejos de aquí, alrededor de alguna otra estrella, cuando el desastre ocurra en la Tierra.

»El sistema de vuelo espacial de los Monjes es nuestro futuro y nuestra inmortalidad. Resultaría barato a cualquier precio…

—Te brillan los ojos —suspiró ella.

Parecía a medias hipnotizada, y completamente convencida. Y en ese momento supe que por el resto de mi vida tendría que mantener bajo dominio mi tendencia a predicar.

FIN