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sábado, 9 de agosto de 2008

ZOTHIQUE, EL ULTIMO CONTINENTE -- CLARK ASHTON SMITH

_ZOTHIQUE, EL ULTIMO CONTINENTE
CLARK ASHTON SMITH

Zothique
Xeethra
Nigromancia en Naat
El imperio de los nigromantes
El amo de los cangrejos
La muerte de Ilalotha
El tejedor de la tumba
La magia de Ulúa
El dios de los muertos
El ídolo oscuro
Morthylla
El abad negro de Puthuum
El fruto de la tumba
El último jeroglífico
La isla de los torturadores
El jardín de Adompha
El viaje del rey Euvorán
Epílogo: La secuencia de los cuentos de Zothique





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ZOTHIQUE
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Aquel que haya hollado las sombras de Zothique y contemplado el oblicuo sol del color de la brasa, no volverá de aquí a un país anterior, sino que rondará una última cosa donde las ciudades se deshacen en la negra arena y muertos dioses beben el salitre.
Aquel que haya conocido los jardines de Zothique, donde sangran los frutos desgarrados por el pico del simorgh, no saboreará la fruta de hemisferios más verdes; bajo las postreras enramadas, en la sucesión de ocasos de los años sombríos, sorberá un vino de aramanta.
Aquel que haya amado a las salvajes muchachas de Zothique no volverá a buscar un amor más tierno, ni distinguirá el beso de una amante del vampiro; el espíritu escarlata de Lilith se levanta para él, amoroso y maligno, de la última necrópolis en el tiempo.
Aquel que haya navegado en las galeras de Zothique y haya visto el espejismo de extrañas torres y cumbres, tendrá que enfrentarse de nuevo al tifón enviado por un brujo y ocupar el puesto del timonel sobre océanos alborotados por la cambiante luna o por la señal remodelada.

Clark ASHTON SMITH
De El castillo oscuro y otros poemas, 1951.

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XEETHRA
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"Múltiples y sutiles son las redes del Demonio que sigue a sus elegidos desde el nacimiento hasta la muerte y desde la muerte al nacimiento, a través de muchas vidas."
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Los testamentos de Carnamaros.
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Durante largo tiempo el devastador verano había apacentado sus soles, semejantes a fieros sementales rojos, sobre las sombrías colinas que se agazapaban entre las montañas Mykrasias, en el salvaje extremo occidental de Cincor. Los torrentes, alimentados por las cumbres, se habían convertido en tenues hilillos o en hundidas charcas, muy separadas unas de otras; los bloques de granito estaban apizarrados a causa del calor; el suelo desnudo se había agrietado y resquebrajado, y las hierbas, bajas y mezquinas, se habían chamuscado casi hasta las raíces.
Así fue como sucedió que Xeethra, el muchacho que cuidaba las negras y abigarradas cabras de su tío Pornos, se viese obligado a seguirlas cada día más lejos por crestas y colinas. Una tarde, al final del verano, llegó a un profundo y escabroso valle que no había visitado nunca. Allí un frío y sombreado lago estaba alimentado por manantiales ocultos a la vista, y las pendientes, en saledizo sobre el lago, se hallaban recubiertas por un manto de hierba y arbustos que no había perdido por completo el verdor de la primavera. Sorprendido y encantado, el joven cabrero siguió a su saltarín rebaño al interior de aquel resguardado paraíso. No había muchas probabilidades de que las cabras de Porno se alejasen demasiado de unos pastos tan buenos; de forma que Xeethra no se molestó en vigilarlas. Extasiado por lo que le rodeaba, comenzó a explorar el valle, después de aplacar su sed con las claras aguas que centelleaban como un vino dorado.
El lugar le parecía un verdadero jardín del placer. Olvidando la distancia que ya había recorrido y la ira de Pornos si el rebaño no regresase a tiempo para ordeñarlo, se adentró profundamente por los tortuosos desfiladeros que protegían el valle. A cada lado las rocas se hacían más sombrías y salvajes, el valle se estrechaba y, pronto, encontró el final: una escarpada pared que impedía continuar adelante.
Sintiendo una vaga desilusión, estaba a punto de dar media vuelta y desandar sus vagabundeos. Entonces, en la base de la enhiesta pared, percibió el misterioso bostezo de una caverna. Daba la impresión de que la roca tenía que haberse abierto poco tiempo antes de su llegada, pues los bordes de la hendidura se marcaban nítidamente y las grietas formadas en la superficie a su alrededor estaban libres del musgo, que crecía en abundancia por todas partes. Sobre el borde de la caverna crecía un árbol enano con las raíces, que habían sido rotas recientemente, colgando en el aire, y la resistente raíz principal en una roca a los pies de Xeethra, el lugar donde, era claro, se había erguido anteriormente el árbol.
Maravilloso y curioso, el muchacho escudriñó la incitante penumbra de la caverna e, inexplicablemente, un suave y embalsamado aire comenzó a soplar desde su interior. En el aire había olores extraños que sugerían la acrimonia del incienso de los templos, la languidez y molicie de los capullos de opio. Estos olores turbaban los sentidos de Xeethra y, al mismo tiempo, le seducían con la promesa de cosas maravillosas e intangibles. Vacilante, intentó recordar algunas leyendas que le había contado Pornos; leyendas que se referían a cavernas escondidas, como aquella con la que él se había encontrado. Pero parecía que aquellas historias hubiesen desaparecido ahora de su mente, dejando únicamente una sensación incierta de cosas peligrosas, prohibidas y mágicas. Pensó que la caverna era la entrada de algún mundo desconocido..., y la entrada se había abierto expresamente para permitirle el paso. Como era por naturaleza atrevido y soñador, no fue detenido por los temores que, en su lugar, otros hubieran sentido. Dominado por una gran curiosidad, entró prontamente en la cueva, utilizando como antorcha una rama seca y resinosa que se había desprendido del árbol sobre el acantilado.
Detrás de la boca fue engullido por un pasadizo toscamente abovedado que se deslizaba hacia abajo como la garganta de algún monstruo dragón. La llama de la antorcha voló hacia atrás, despidiendo humo y llamaradas en el tibio aire aromático que venía de profundidades desconocidas y se hacía cada vez más fuerte. La caverna se inclinaba peligrosamente; pero Xeethra continuó con su exploración, descendiendo por los ángulos y salientes de piedra que hacían las veces de escalones.
Como un durmiente en un sueño, estaba por completo absorto en el misterio con el que se había encontrado, y en ningún momento recordó su abandonado deber. Perdió toda noción del tiempo, que consumía en el descenso. Entonces, repentinamente, la antorcha fue extinguida por una bocanada caliente que sopló sobre él como el aliento expelido por un demonio travieso.
Se tambaleó en la oscuridad, asaltado por un negro temor, y trató de asegurar su posición sobre la peligrosa pendiente. Pero antes de que pudiera volver a encender la antorcha extinguida, vio que la noche que le rodeaba no era completa, sino que estaba mitigada por un resplandor dorado y pálido proveniente de las profundidades. Olvidándose de su alarma y de nuevo maravillado, descendió hacia la misteriosa luz.
Al final de la larga pendiente, Xeethra pasó por un orificio bajo y emergió al resplandor de la luz del sol. Aturdido y confuso, pensó durante un momento que sus vagabundeos subterráneos le habían llevado otra vez al exterior en algún país insospechado que se extendía entre las colinas Mykrasias. Sin embargo, era seguro que la región ante sus ojos no formaba parte de Cincor, agostado por el verano, porque no se veían ni colinas, ni montañas, ni el cielo color zafiro oscuro desde donde el envejecido, pero despótico sol, brillaba con implacable sequía sobre los reinos de Zothique.
Estaba en el umbral de una fértil llanura que se extendía ilimitadamente en la dorada distancia bajo el inconmensurable arco de una bóveda amarillenta. Muy a lo lejos, entre el neblinoso resplandor, se percibía una vaga prominencia de masas indentificables que hubiesen podido ser torres, cúpulas y murallas. A sus pies se extendía una pradera llana cubierta por un césped espeso y enroscado que tenía el verdor del cardenillo; este césped estaba salpicado, a intervalos, por extraños capullos que parecían girar y moverse como ojos vivientes. Muy cerca, detrás de la pradera, había un bosquecillo ordenadamente dispuesto de árboles altos y de amplia copa, entre cuyo abundante follaje pudo discernir el fulgor de innumerables frutos de color rojo oscuro. Aparentemente, por lo menos, no había señales de vida humana en la llanura, como tampoco ningún pájaro volaba el ardiente aire ni se posaba sobre las cargadas ramas. No se oía más sonido que el suspiro de las hojas: un sonido parecido al silbido de multitud de pequeñas serpientes ocultas.
Para el muchacho, que venía de la requemada región de las colinas, este paraje era un Edén de delicias desconocidas. Pero, durante un rato, la rareza de todo aquello lo detuvo, así como la sensación de vitalidad extraña y sobrenatural que emanaba de todo el paisaje. Copos de fuego parecían descender y derretirse en el ondulante aire, las hierbas se enroscaban como si fuesen gusanos, los ojos de las flores le sostenían fijamente la mirada, los árboles palpitaban como si por su interior fluyese un licor sanguíneo en lugar de savia, y las bajas notas de unos silbidos entre el follaje, que hacían pensar en las víboras, se hicieron más altas y más agudas.
Sin embargo, lo único que detenía a Xeethra era el presentimiento de que una región tan hermosa y fértil debía pertenecer a algún propietario celoso que podría oponerse a su intrusión. Escudriñó con gran circunspección la solitaria llanura. Después, seguro de no ser observado, cedió al anhelo que había despertado en él el apetitoso fruto rojo.
Cuando corrió hacia los árboles más cercanos, el césped bajo sus pies era elástico, como una sustancia viviente. Cargadas con aquellos brillantes globos, las ramas se inclinaban a su alrededor. Arrancó varios frutos de gran tamaño y los almacenó frugalmente en la pechera de su raída túnica. Después, incapaz de resistir más su apetito, comenzó a devorar uno de los frutos. La piel se rompió con facilidad bajo sus dientes y le pareció como si un vino real, dulce y poderoso, fuese derramado en su boca por una copa rebosante. Sintió un repentino calor en su garganta y en el pecho que casi le ahogó, y una extraña fiebre hizo cantar sus oídos y desorientó sus sentidos. Aquello pasó rápidamente, y el sonido de unas voces que parecían despeñarse desde una gran altura le sacó de su aturdimiento.
Instantáneamente supo que aquellas voces no eran de hombres. Llenaban sus oídos con un estruendo semejante al de unos tristes tambores cargados de ecos siniestros; sin embargo, parecían hablar con palabras articuladas, aunque en un lenguaje extraño. Levantando la vista por entre las espesas ramas, vio algo que le llenó de terror. Dos seres de una estatura colosal, tan altos como las torres de vigilancia del pueblo de la montaña, sobresalían desde la cintura por encima de las copas de los árboles más cercanos. Era como si hubiesen aparecido por arte de magia del verde suelo o de los cielos de oro, puesto que las masas arbóreas, que la comparación con su tamaño hacían parecer como arbustos, nunca hubiesen podido ocultarles de la vista de Xeethra.
Las figuras iban cubiertas por armaduras negras, opacas y siniestras, tales como las que llevan los demonios al servicio de Thasaidón, señor de los mundos subterráneos sin fondo. Xeethra se sintió seguro de que había sido visto y, quizá, su ininteligible conversación se refería a su presencia. Se echó a temblar, pensando ahora que había penetrado sin permiso en los jardines de los genios. Atisbando temerosamente desde su escondite, no pudo discernir ningún rasgo bajo las viseras de los oscuros cascos que se inclinaban hacia él, solamente unas placas de fuego rojo amarillento, en lugar de ojos, que, inquietas como las luces que servían de señales en los pantanos, iban de un lado para otro en la vacía sombra donde debieran haber estado los rostros.
A Xeethra le pareció que la rica vegetación no podía proporcionarle asilo contra el escrutinio de aquellos seres, los guardianes del país donde había entrado tan temerariamente. Se sintió sobrecogido por la conciencia de ser culpable; las sibilantes hojas, las voces de los gigantes, tan parecidas a unos tambores, las flores en forma de ojos..., todo parecía acusarle de intruso y ladrón. Al mismo tiempo, estaba confundido por una extraña y desacostumbrada ambigüedad en lo que se refería a su propia identidad; en cierta forma no era Xeethra el cabrero..., sino otro..., el que había encontrado el brillante jardín y había comido la fruta del color oscuro de la sangre. Esta identidad extraña no tenía nombre ni memoria formulable, pero por las agitadas sombras de su mente corría un parpadeo de luces confusas, un murmullo de voces indistinguibles. Volvió a sentir el extraño calor, la fiebre que ascendía rápidamente, que le había sobrevenido después de devorar la fruta.
Fue despertado de todo esto por un lívido resplandor de luz que rastreó hacia abajo, acercándose a él entre las ramas. Después nunca llegó a estar completamente seguro de si una descarga de relámpagos había caído desde la clara bóveda, o de si uno de los seres cubiertos de armadura había llegado a blandir una enorme espada. La luz le dejó sin visión, retrocedió, presa de un pánico incontrolable, y se encontró corriendo, medio ciego, sobre el espacio abierto cubierto por el césped. Entre remolineantes sacudidas de color ante sí, en un acantilado cortado a pico y sin cima, la boca de la caverna por la que había entrado. A sus espaldas oyó un largo estruendo, como el de algún trueno... o la risa de los colosos.
Sin detenerse a recoger la rama, todavía ardiente, que había dejado junto a la entrada, Xeethra se zambulló sin pensarlo en la oscura cueva. Rodeado de una oscuridad estigia, se las arregló para encontrar a tientas el camino hacia arriba por la peligrosa pendiente. Tambaleándose, dando trompicones, hiriéndose en cada esquina, llegó al final a la abertura exterior, en el oculto valle detrás de las colinas de Cincor.
Para su consternación, la oscuridad había caído durante su ausencia sobre el mundo al otro lado de la caverna. Las estrellas se arracimaban sobre los formidables acantilados que amurallaban el valle, y los cielos, de un púrpura incendiado, estaban traspasados por el agudo cuerno de una luna marfileña. Todavía temeroso de la persecución de los guardianes gigantes, y temiendo también la ira de su tío Pornos, Xeethra regresó a toda prisa junto al pequeño lago, recogió su rebaño y lo condujo hacia el redil, a lo largo de lúgubres y largas millas.
Durante el viaje le pareció que una fiebre quemaba y moría en su interior a intervalos, trayéndole extrañas fantasías. Olvidó su miedo de Pornos, olvidó, incluso, que él fuese Xeethra, el humilde y despreciado cabrero. Regresaba a otra morada distinta de la escuálida cabaña de Pornos, construida con arcilla y rastrojos. En una ciudad de altas cúpulas, las puertas de bruñido metal se le abrirían y los gallardetes de ardientes colores se balancearían en el perfumado aire, las trompetas de plata y las voces de odaliscas rubias y negros chamberlanes le saludarían como rey en un salón de mil columnas. La antigua pompa de la realeza, tan familiar como el aire y la luz, le rodearía, y él, el rey Amero, que había ascendido recientemente al trono, gobernaría como sus padres lo habían hecho sobre el reino de Calyz junto al mar Oriental. Los feroces nómadas del sur llevarían a su capital sobre velludos camellos su tributo de vino de dátiles y zafiros del desierto y las galeras de las islas más allá de la mañana cubrirían los muelles con el tributo semianual de especias y tejidos de colores raros...
La locura iba y venía, surgiendo y desvaneciéndose como las imágenes de un delirio, pero tan lúcidas como los recuerdos cotidianos; de nuevo volvía a ser el sobrino de Pornos que regresaba tarde con el rebaño.
Como la hoja de un arma lanzándose hacia abajo, la rojiza luna se había fijado sobre las sombrías colinas cuando Xeethra alcanzó el tosco corral de madera donde Pornos encerraba a las cabras. Como Xeethra había supuesto, el anciano le esperaba delante de la puerta, con una linterna de arcilla en una mano y en la otra un bastón de madera de espino. Comenzó a maldecir al muchacho con vehemencia semisenil, agitando el bastón y amenazando con darle una paliza por su tardanza.
Xeethra no tembló al ver el bastón. Otra vez en su imaginación, él era Amero, el joven rey de Calyz. Molesto y asombrado, veía ante sí, a la luz de la temblorosa linterna, un anciano loco y oliendo a rancio, a quien no podía recordar. Apenas podía entender lo que decía Pornos; el enfado de aquel hombre le dejaba perplejo, pero no le asustaba, y su nariz, como si sólo estuviese acostumbrada a perfumes delicados, se sintió ofendida por el hediondo olor de las cabras. Como si fuese la primera vez, escuchó los balidos del fatigado rebaño y contempló, con gran sorpresa, el entretejido corral y la cabaña detrás.
—¿Para esto —gritaba Pornos— he criado, con grandes gastos, al huérfano de mi hermana? ¡Maldito lunático! ¡Mozalbete desagradecido! Si has perdido una cabra de leche o un solo cabritillo, te azotaré desde los muslos a los hombros.
Estimando que el silencio del joven era debido a una simple obstinación, Pornos comenzó a golpearle con el bastón. Con el primer golpe, la brillante nube se alejó de la mente de Xeethra. Esquivando ágilmente el espino, intentó hablarle a Pornos de los nuevos pastos que había descubierto entre las colinas. Ante esto, el anciano suspendió los golpes y Xeethra continuó hablándole de la extraña caverna que le había conducido a un insospechado país jardín. Para apoyar su historia, buscó en el interior de su túnica las manzanas rojas como la sangre que había robado, pero, para su confusión, las frutas habían desaparecido y no supo si las habría perdido en la oscuridad, o si, quizá, se habrían desvanecido en virtud de alguna magia negra inherente a ellas.
Pornos le oía al principio con manifiesta incredulidad, interrumpiendo al joven con frecuentes reprensiones. Pero permaneció silencioso mientras el joven continuaba, y cuando la historia terminó, gritó con temblorosa voz:
—Desgraciado ha sido este día, puesto que te has perdido entre hechizos. En verdad, no existe ningún lago entre las colinas como el que has descrito, ni, en esta estación, ha encontrado unos pastos semejantes ningún pastor. Estas cosas eran una ilusión destinada
a conducirte a la perdición, y la caverna, estoy seguro, no era una verdadera caverna, sino una entrada al infierno. He oído a mis padres contar que los jardines de Thasaidón, rey de los siete mundos subterráneos, se encuentran en esta región cerca de la superficie de la tierra, y que cavernas como ésa se abren como un portal y los hijos de los hombres que inconscientemente penetran en los jardines han sido tentados por la fruta y han comido de ella. Pero entonces le sobreviene la locura y una gran pena y larga condenación, porque el Demonio, dijeron, no olvidará ni una sola manzana robada y exigirá su precio, tarde o temprano. ¡Ay! ¡Ay!, la cabra de leche estará seca durante toda una luna a causa de la hierba de esos pastos mágicos y después de toda la comida y el cuidado que me has costado, tendré que encontrar otro desgraciado que guarde mis rebaños.
Mientras le escuchaba, la ardiente nube volvió a posarse sobre Xeethra una vez más.
—Anciano, no te conozco—dijo, perplejo.
Después continuó, empleando las suaves palabras de un idioma cortesano que era medio ininteligible para Pornos:
—Me parece que me he extraviado. Te ruego me digas dónde yace el reino de Calyz. Allí soy el rey, he sido coronado recientemente en la noble ciudad de Shathair, donde mis padres han reinado durante mil años.
—¡Oh desgracia!—gimió Pornos—. El muchacho está loco. Estas ideas le han venido después de comer la manzana del Demonio. Termina con tu charla y ayúdame a ordeñar las cabras. Tú no eres nadie más que el hijo de mi hermana Askli, que te dio a luz hace diecinueve años, después de que su esposo Outhoth muriese de una disentería. Askli no vivió durante mucho tiempo y yo, Porno, te he criado como si fueses mi hijo y las cabras te han servido de madres.
—Debo encontrar mi reino —insistió Xeethra—. Estoy perdido en la oscuridad, rodeado de cosas agrestes, y no puedo recordar cómo he llegado hasta aquí. Anciano, dame alimento y posada por esta noche. Al amanecer emprenderé viaje hacia Shathair, junto al océano Oriental.
Tembloroso y musitando algo, Pornos levantó su linterna hasta la altura del rostro del muchacho. Era como si un extraño estuviese delante de él, un extraño en cuyos ojos dilatados y maravillados se reflejaba de alguna forma la llama de sus lámparas doradas. En el aspecto de Xeethra no había nada salvaje, simplemente una especie de orgullo cortés y de lejanía, y llevaba su raída túnica con una extraña gracia. Sin embargo, estaba claro que se había vuelto loco porque sus modales y forma de hablar estaban más allá de toda comprensión. Pornos, farfullando por lo bajo pero sin insistir en que el muchacho debía ayudarle, se dedicó a ordeñar las cabras...
Xeethra se despertó temprano con el blanco amanecer y contempló con asombro las paredes recubiertas de barro del cobertizo donde había vivido desde que nació. Todo le resultaba extraño y asombroso, le preocupaban especialmente sus toscas vestimentas y el bronceado que el sol había causado en su piel, puesto que eran cosas difícilmente apropiadas para el joven rey Amero que él creía ser. Sus circunstancias le resultaban completamente inexplicables y sintió la urgencia de partir rápidamente y emprender el viaje de vuelta a su hogar.
Se levantó sin hacer ruido del montón de hierbas secas que le habían servido de lecho. Pornos, tumbado en una esquina alejada, todavía dormía el sueño de la edad y la senectud y Xeethra tuvo cuidado de no despertarle. Se sentía perplejo y repelido a un tiempo por aquel desagradable anciano que, la noche anterior, le había alimentado con áspera borona y fuertes leche y queso de cabra, y le había dado la hospitalidad de una fétida cabaña. Había prestado poca atención a los murmullos e imprecaciones de Pornos, pero era evidente que el anciano dudaba de sus pretensiones al rango real y, además, estaba poseído por unas peculiares alucinaciones con respecto a su identidad.
Abandonando el cobertizo, Xeethra siguió un tortuoso sendero que se dirigía hacia el este, por entre las rocosas colinas. No sabía adónde le llevaría el sendero, pero razonó que Calyz, por ser el reino en el extremo oriental del continente Zothique, estaría situado en algún punto bajo el sol ascendiente. Ante él, como en una visión, revolotearon los verdeantes valles de su reino como un hermoso milagro, y las hinchadas
cúpulas de Shathair eran como cúmulos por la mañana amontonados sobre el oriente. Aquellas cosas, pensó, eran recuerdos del pasado. No pudo recordar las circunstancias de su partida y su ausencia, pero seguramente la tierra sobre la que gobernaba no estaba muy lejos.
El sendero giró entre elevaciones más suaves y Xeethra llegó al pequeño pueblecito de Cith, cuyos habitantes le conocían. El lugar ahora le resultaba nuevo, no le pareció nada más que un círculo de sucias cabañas que hedían y se emponzoñaban bajo el sol. La gente se reunió a su alrededor, llamándole por su nombre, mirándole y riéndose idiotamente cuando les preguntó dónde estaba el camino hacia Calyz. Parecía ser que nadie había oído hablar nunca ni de aquel reino ni de la ciudad de Shathair. Advirtiendo algo extraño en la conducta de Xeethra y pensando que sus preguntas eran propias de un loco, la gente comenzó a burlarse de él. Los niños le apedrearon con barro seco y piedrecillas, y de esta forma fue expulsado de Cith, siguiendo una carretera oriental que iba desde Cincor hasta las vecinas tierras bajas del país de Zhel.
Sostenido únicamente por la visión del reino perdido, el joven vagabundeó durante muchas lunas a través de Zothique. Cuando hablaba de su realeza y hacía preguntas sobre Calyz, la gente se burlaba de él, pero muchos, que consideraban la locura como algo sagrado, le ofrecieron cobijo y sustento. Entre los extensos viñedos de Zhel, cargados de fruta, por Istanam de las diez mil ciudades, sobre los altos puertos de Ymorth, donde la nieve se amontonaba a principios del otoño, a través del pálido desierto salino de Dhir, Xeethra persiguió aquel brillante sueño imperial que ahora se había convertido en su único recuerdo. Siguió su camino siempre hacia el este, viajando algunas veces con caravanas cuyos miembros esperaban que la compañía de un loco les atrajese la buena suerte, pero más a menudo como un caminante solitario.
A ratos, y durante un breve espacio de tiempo, su sueño le abandonaba y era simplemente un sencillo cabrero perdido en tierras extranjeras que añoraba las estériles colinas de Cincor. Después, recordaba su reino una vez más y los opulentos jardines de Shathair y los orgullosos palacios, los nombres y los rostros de aquellos que le habían servido a la muerte de su padre, el rey Eldamaque, y durante su propia sucesión al trono. Hacia mediados del invierno, en la lejana ciudad de Sha-Karag, Xeethra encontró unos vendedores de amuletos de Ustaim que sonrieron en forma extraña cuando les preguntó si podían indicarle el camino a Calyz. Haciéndose guiños unos a otros cuando les habló de su rango real, los mercaderes le dijeron que Calyz estaba situado a varios cientos de leguas detrás de Sha-Karag, bajo el sol oriental.
—Salve, oh rey—dijeron con ceremoniosa burla—. Largo y feliz reinado en Shathair.
Xeethra se sintió muy alegre al oír, por primera vez, mencionar su perdido reino y sabiendo por fin que era algo más que un sueño o un ataque de locura. Sin detenerse por más tiempo en Sha-Karag, siguió su viaje con toda la prisa posible...
Cuando la primera luna de la primavera era una frágil creciente, supo que había alcanzado su destino. Canopus brillaba alto en el cielo oriental, sobresaliendo gloriosamente sobre las estrellas más pequeñas en la forma en que la había visto una vez desde la terraza de su palacio en Shathair.
Su corazón saltó con la alegría de la vuelta al hogar, pero se sentía muy sorprendido de lo salvaje y estéril de la región que estaba atravesando. Parecía no haber viajeros entrando y saliendo de Calyz y sólo se encontró con unos pocos nómadas que huyeron ante su proximidad como las criaturas que viven de desechos. El camino estaba cubierto por hierbas y cactos y las únicas rodadas eran las huellas de las lluvias del invierno. Además de todo esto, llegó a un mojón de piedra esculpido en la forma de un león rampante que había servido para señalar el límite occidental de Calyz. Los rasgos del león habían desaparecido, las garras y el cuerpo estaban cubiertos por líquenes y parecía como si largas eras de desolación hubiesen pasado sobre él. Un frío desmayo nació en el corazón de Xeethra, porque hacía solamente un año, si su memoria le era fiel, que él había pasado cabalgando junto a aquel león, cazando hienas con su padre Eldamaque, y entonces había observado lo reciente de la escultura.
Después, desde el alto borde de la señal, contempló Calyz, que se había extendido como una larga voluta verde al lado del mar. Para asombro y consternación suyas, los amplios campos estaban secos como si fuese ya otoño, los ríos eran delgados hilillos que se perdían en la arena, las colinas estaban tan desnudas como las costillas de momias desenterradas, y no había mas verdor que el escaso que presenta un desierto en primavera. A lo lejos, junto al océano color púrpura, creyó ver el resplandor de las marmóreas cúpulas de Shathair y, temiendo que el conjuro de una magia hostil hubiese caído sobre su reino, apresuró el paso hacia la ciudad.
Mientras vagabundeaba, con el corazón enfermo, por todas partes en aquel día primaveral vio que el imperio del desierto estaba bien establecido. Los campos estaban vacíos, los pueblos desiertos. Las cabañas se habían desmoronado formando montones de escombros que parecían estercoleros y parecía como si mil estaciones de sequía hubiesen agostado las plantaciones de frutales, dejando únicamente unos cuantos tocones, negros y putrefactos.
A la caída de la tarde entró en Shathair, que había sido la blanca señora del mar Oriental. Las calles y el puerto estaban igualmente vacíos y el silencio se enseñoreaba de los destrozados tejados y las ruinosas murallas. Los grandes obeliscos de bronce verdeaban a causa de la antigüedad, los masivos templos de mármol dedicados a los dioses de Calyz se inclinaban y parecían a punto de caerse.
Sin prisas, como alguien que teme confirmar algo que espera, Xeethra llegó al palacio de los monarcas. El palacio lo esperaba no como él lo recordaba, una gloria de altanero mármol medio velado por almendros en flor, árboles de especias y fuentes de altos chorros, sino como una completa ruina entre unos jardines devastados, mientras el fugaz e ilusorio rosa del atardecer se desvanecía sobre sus cúpulas, dejándolas muertas como mausoleos.
Durante cuánto tiempo aquel lugar había yacido en desolación no podría decirlo. La confusión le invadió y fue dominado por la más completa desorientación y desesperación. Parecía que no quedaba nadie para saludarle entre las ruinas, pero acercándose a las puertas del ala oeste vio un revoloteo de sombras que parecían desprenderse de la penumbra bajo el pórtico, y varios seres ambiguos, vestidos con harapos podridos, se acercaron a él andando de costado y reptando sobre el hendido pavimento. Al moverse se desprendieron algunos fragmentos de sus vestiduras y sobre ellos flotaba un horror innombrable de suciedad, mugre y enfermedad. Cuando estuvieron más cerca, Xeethra vio que a la mayoría les faltaba algún miembro o rasgo y que todos estaban marcados por la carcoma de la lepra.
Su garganta se cerró y no podía hablar. Pero los leprosos le saludaron con gritos ásperos y agudos graznidos como si le considerasen otro apátrida que había llegado para reunirse con ellos en su morada entre las ruinas.
—¿Quiénes sois vosotros que vivís en mi palacio de Shathair?—preguntó al fin—. ¡Miradme! Soy el rey Amero, el hijo de Eldamaque, y acabo de volver de un país lejano para reocupar el trono de Calyz.
Cacareos y risitas horribles surgieron entre los leprosos al oír esto.
—Nosotros somos los únicos reyes de Calyz—dijo uno de ellos al joven—. El país ha estado desierto durante siglos y hace mucho que la ciudad de Shathair está despoblada, excepto por aquellos como nosotros que hemos sido expulsados de otros lugares. Joven, eres bienvenido a compartir el reino con nosotros, porque otro rey, más o menos, no tiene importancia.
De esta forma, con obscenas risotadas, los leprosos se rieron de Xeethra y se burlaron de él, que de pie entre los oscuros fragmentos de su sueño no encontraba palabras para contestarles. Sin embargo, uno de los leprosos más ancianos, casi sin piernas y sin rostro, no compartía el regocijo de sus amigos, sino que parecía meditar y reflexionar. Por fin le dijo a Xeethra con voz que surgía roncamente del negro agujero de su hueca boca:
—Yo he oído algo de la historia de Calyz y los nombres de Amero y Eldamaque me son familiares. En períodos ya pasados, algunos de los gobernantes tenían esos nombres, pero no sé cuál de ellos era el padre y cuál el hijo. Felizmente, ambos están ahora enterrados, junto al resto de su dinastía, en las profundas cámaras bajo el palacio.
Otros leprosos emergieron de la sombría ruina a la grisácea luz del atardecer y se reunieron alrededor de Xeethra. Al oír que reclamaba el trono del desolado reino, algunos se alejaron y volvieron al poco tiempo, portando vasijas llenas de agua podrida y víveres enmohecidos que ofrecieron a Xeethra, inclinándose profundamente como si representasen la pantomima de unos chambelanes sirviendo a un monarca.
Asqueado, Xeethra se apartó de ellos, aunque estaba hambriento y sediento. Huyó por los jardines cenicientos, entre los secos caños de las fuentes y los arriates cubiertos de polvo. A sus espaldas oía el odioso alboroto de los leprosos, pero el sonido se hizo más débil y le pareció que ya no le seguían. Rodeando el amplio palacio en su huida no encontró más criaturas como aquéllas. Los portales del ala sur y del ala este estaban oscuros y vacíos, pero no se molestó en entrar allí, sabiendo que la desolación y cosas peores eran los únicos ocupantes.
Totalmente aturdido y desesperado, llegó ante el ala oriental y ese detuvo en medio de la oscuridad. Confusamente y con un sentido de lejanía como si estuviese soñando, se dio cuenta de que se encontraba en la terraza sobre el mar que había recordado tantas veces durante su viaje. Los antiguos emplazamientos de las flores estaban desnudos, los árboles se habían podrido dentro de sus consumidos maceteros y las enormes losas del pavimento estaban hendidas y rotas. Pero los velos del atardecer eran más tiernos sobre la ruina, el mar suspiraba como antaño bajo un sudario purpúreo y la poderosa estrella de Canopus trepaba por el este, mientras las estrellas menores todavía se veían tenues a su alrededor.
El corazón de Xeethra estaba amargo, creyéndose a sí mismo un soñador perseguido por un sueño fútil. Quiso alejarse del enorme resplandor de Canopus como de una llama demasiado brillante para poder soportarla, pero antes de que pudiese dar media vuelta le pareció que una columna de sombra, más oscura que la noche y más espesa que ninguna nube, surgía de la terraza delante de él y se elevaba hasta bloquear las refulgente estrella. La sombra crecía de la piedra sólida, sobresaliendo alta y colosal y adquiriendo la silueta de un guerrero en su armadura; daba la impresión de que el guerrero contemplaba a Xeethra desde una gran altura con ojos que brillaban y giraban como bolas de fuego en la oscuridad de su rostro bajo el casco.
Confusamente, como alguien que recuerda un viejo sueño, Xeethra recordó un muchacho que había apacentado cabras en unas colinas agostadas por el verano y que, un día, había encontrado una caverna que se abría como si fuese un portal sobre una tierra extraña y maravillosa. Vagabundeando por allí, el muchacho había comido un fruto color sangre oscura y había huido aterrorizado ante los gigantes de negras armaduras que vigilaban el jardín. De nuevo fue aquel muchacho, pero al mismo tiempo era el rey Amero, que había buscado su reino perdido a través de muchos países y, hallándolo al fin, sólo había encontrado la abominación de la ruina.
Ahora, mientras el temblor del cabrero, culpable de robo y allanamiento, luchaba en su alma con el orgullo del rey, escuchó una voz que rodaba por los cielos, como el trueno de una alta nube en una noche primaveral.
—Soy el emisario de Thasaidón, quien me envía, a su debido tiempo, a todos los que han atravesado las entradas inferiores y han robado la fruta de su jardín. Ningún hombre que haya comido esta fruta quedará de allí en adelante igual que antes; pero la fruta trae el olvido a algunos y a otros la memoria. Sabe pues que, en otra vida, hace siglos, fuiste realmente el joven Amero. El recuerdo, al ser muy fuerte en ti, ha borrado la imagen de tu vida actual y te ha impulsado a buscar tu antiguo reino.
—Si esto es cierto, entonces soy dos veces desgraciado—dijo Xeethra, inclinándose desconsolado ante la sombra—. Ya que, siendo Amero, no tengo trono ni reino, y, como Xeethra, no puedo olvidar mi anterior realeza y recobrar la tranquilidad que conocí cuando era un simple cabrero.
—Escucha con atención, puesto que hay otro medio—dijo la sombra con voz que cambiaba como el murmullo de un distante océano—. Thasaidón es el amo de todas las hechicerías y regala dones mágicos a aquellos que le sirven y le reconocen como su señor. Ríndele homenaje, prométele tu alma y es seguro que el Demonio te recompensará a cambio. Si ése fuese tu deseo, puede resucitar de nuevo el pasado con su nigromancia. Podrás reinar otra vez sobre Calyz como el rey Amero y todas las cosas estarán como estaban en los años pasados; los rostros muertos y los campos, ahora desiertos, florecerán de nuevo.
—Acepto el trato—dijo Xeethra—. Juro lealtad a Thasaidón y le prometo mi alma, si él, a cambio, me devuelve mi reino.
—Queda algo que decir—siguió la sombra—. Tú no has recordado tu vida anterior completamente, sino únicamente los años correspondientes a tu juventud actual. Volviendo a vivir como Amero, quizá con el tiempo lamentes tu realeza; si esto te ocurriese y te llevase a olvidar las obligaciones de un monarca, entonces toda la nigromancia terminará y se desvanecerá como el humo.
—Que así sea—dijo Xeethra—. Acepto esto también como parte del trato.
Cuando estas palabras terminaron dejó de ver la sombra que sobresalía sobre Canopus. La estrella llameaba con un resplandor primigenio, como si ninguna nube la hubiese oscurecido nunca y, sin percepción alguna de cambio o transición, el que estaba contemplando la estrella no era otro que el rey Amero, y el cabrerizo Xeethra, el emisario y la promesa hecha a Thaisaidón fueron como rosas que nunca habían existido. La ruina que había caído sobre Shathair no era más que el sueño de algún profeta loco, porque en el olfato de Amero el perfume de lánguidas flores se mezclaba con los aromas
salidos del mar, y en sus oídos el grave murmullo del océano era taladrado por el amoroso llanto de las liras y las agudas risas de las esclavas provenientes de palacio a sus espaldas. Oyó la miríada de ruidos de la ciudad nocturna, donde su pueblo banqueteaba y se regocijaba y, apartándose de la estrella con un dolor místico y una oscura alegría en su corazón, Amero contempló los relucientes pórticos y ventanas de la casa de su padre y la luz de mil antorchas que llegaban hasta muy lejos y que hacían palidecer a las estrellas a su paso sobre Shathair.
En las viejas crónicas está escrito que el rey Amero reinó durante muchos años de prosperidad. La paz y la abundancia habían caído sobre el reino de Calyz, ni la sequía llegó del desierto, ni llegaron tempestades violentas del océano, y de las islas tributarias y de países lejanos enviaban tributo a Amero en las estaciones que él ordenaba. Y Amero estaba contento, habitando fastuosamente en salones cubiertos de ricos tapices, comiendo y bebiendo realmente y escuchando las alabanzas de sus flautistas, chambelanes y amantes.
Cuando su vida había sobrepasado un poco los años centrales, asaltaba a veces a Amero algo de esa saciedad que está al acecho de los favoritos de la fortuna. En esos momentos se apartaba de los empalagosos placeres de la corte y encontraba placer en las flores, las hojas y los versos de los viejos poetas. De esta forma mantenía a raya al aburrimiento, y puesto que los deberes de la realeza descansaban ligeramente sobre sus hombros, Amero continuaba pensando que reinar era una cosa agradable.
Entonces, a finales de un otoño, pareció como si las estrellas estuviesen desastrosamente dispuestas para Calyz. Fiebres malignas, plagas y epidemias se extendieron como si cabalgasen sobre las alas de algún dragón invisible. La costa del reino fue atacada y completamente saqueada por los piratas. Por el oeste, las caravanas que entraban y salían de Calyz fueron asaltadas por indomables bandas de ladrones y ciertas feroces gentes del desierto declararon la guerra a los pueblos que se encontraban cerca de la frontera meridional. El país se llenó de muerte y turbulencia, de lamentaciones y miseria.
Al escuchar las desoladas quejas que le eran presentadas diariamente, la preocupación de Amero fue profunda. Siendo muy poco versado en aquellos asuntos y completamente inexperimentado en los problemas del poder, buscó el consejo de sus favoritos, pero éstos le aconsejaron mal. Las calamidades del reino se multiplicaban sobre él; al no existir una autoridad que las sometiese, los pueblos salvajes de la frontera se hicieron más atrevidos y los piratas se reunían como buitres del mar. El hambre y la sequía se dividían el reino con la plaga y a Amero le pareció que cosas semejantes estaban más allá de todo remedio, tal era su dolorida perplejidad, y su corona se convirtió en una carga demasiado pesada.
Intentando olvidar su propia impotencia y la lastimera situación del reino, se dio a largas noches de orgía. Pero el vino le negaba su olvido y el amor ahora le había retirado sus éxtasis. Busco otras diversiones, llamando a su presencia a extrañas máscaras, comediantes y bufones y reuniendo cantantes de lejanas tierras y tañedores de instrumentos nunca vistos. Hizo pregonar diariamente una alta recompensa para aquel que fuese capaz de distraerle de sus zozobras .
Juglares inmortales le cantaron canciones salvajes y hechiceras baladas de otros tiempos; las negras muchachas del norte, con las extremidades salpicadas de ámbar, hicieron danzar ante él sus extrañas y lascivas medidas; los que soplaban los cuernos de las quimeras tocaron una loca y secreta melodía; unos salvajes tamborileros tocaron una música tumultuosa sobre tambores hechos de la piel de los caníbales, mientras hombres vestidos con las escamas y pellejos de monstruos semimíticos se arrastraban o reptaban grotescamente por los salones del palacio. Pero todos fallaron en distraer al rey de sus tristes meditaciones.
Una tarde, cuando estaba sentado pesadamente en el salón de audiencias, se acercó a él un flautista vestido con una desgarrada túnica tejida en el hogar. Los ojos del hombre brillaban como brasas recién removidas y su rostro tenía una negrura cenicienta, como si estuviese quemado por el ardor de unos soles extraños. Saludando a Amero sin demasiado servilismo, se anunció a sí mismo como un cabrero que había llegado a Shathair desde una región de valles y montañas que se escondía más allá del límite del atardecer.
—Oh rey, yo conozco las melodías del olvido —dijo—, y las tocaré para ti, aunque no deseo la recompensa que has ofrecido. Si, felizmente, consigo distraerte, tomaré yo mismo mi premio a su debido tiempo.
—Toca, pues—dijo Amero, sintiendo que un vago interés crecía en su interior ante las atrevidas palabras del flautista.
Así pues, con sus flautas de caña el negro cabrero comenzó a tocar una música que recordaba la caída y el ondular del agua en silenciosas cañadas y el paso del viento sobre las solitarias colinas. Las flautas hablaban sutilmente de libertad, paz y olvido que
podían encontrarse más allá de los siete pliegues purpúreos de los horizontes de lejanas tierras. Las flautas contaban dulcemente en lugar donde los años no llegaban con un estruendo de hierro, sino con pisadas tan suaves como un céfiro calzado con pétalos de flores. Allí el torbellino y las dificultades del mundo se perdían entre incontables leguas de silencio y las cargas del imperio volaban tan lejos como el milano. Allí, el cabrero que cuidaba de su rebaño en los solitarios páramos era dueño de una tranquilidad más dulce que el poder de los monarcas.
Mientras escuchaba al flautista, una hechicería se deslizó en la mente de Amero. El cansancio de la monarquía, sus problemas y perplejidades eran como burbujas de un sueño que se deslizasen en una marea lenta. Ante sus ojos aparecieron, rodeadas de verdor, tranquilidad y luz del sol, las encantadas cañadas evocadas por la música, y él mismo era el cabrero siguiendo los senderos cubiertos de hierba, o tumbado, ignorante de las rapaces horas, a la ribera de unas aguas sosegadas.
Apenas si advirtió que el bajo sonido de las flautas había terminado. Pero la visión se oscureció, y él, que había soñado con la paz de un cabrerizo, volvió a ser un rey preocupado.
—¡Sigue tocando! —le gritó al flautista negro—. Di lo que quieres como premio... y toca.
Los ojos del cabrerizo relucían como las brasas de noche en un lugar oscuro.
—No te pediré mi recompensa hasta que hayan pasado los siglos y los reinos hayan caído —dijo enigmáticamente—. Sin embargo, tocaré para ti una vez más.
De esta forma, durante toda la tarde, el rey Amero fue seducido por aquellas flautas mágicas que le hablaban de un lejano país donde reinaban el olvido y la tranquilidad. Con cada nueva melodía era como si el hechizo se hiciese más fuerte para él, y su realeza le parecía cada vez más una cosa odiosa; la misma grandeza de su palacio le oprimía y le ahogaba. No podía soportar por más tiempo el yugo de sus obligaciones, aunque estuviese cubierto de pesadas joyas, y envidió locamente el despreocupado destino de un pastor de cabras.
Al atardecer despidió a los servidores que le atendían y se quedó solo, charlando con el flautista.
—Condúceme a tu país —le dijo—, para que yo también pueda vivir como un sencillo pastor.
Envuelto en un muftí, para que su pueblo no pudiese reconocerle, el rey salió a escondidas del palacio por un portillo sin vigilancia, acompañado del flautista. La noche, como un monstruo informe que bajara a modo de cuerno el creciente de la luna, se agazapaba por detrás de la ciudad, pero en las calles las sombras eran derrotadas por el flamear de una miríada de fanales. Amero y su guía no tuvieron ningún problema al dirigirse a la oscuridad exterior. Y el rey no añoraba el trono que dejaba, aunque en la ciudad vio el continuo paso de los féretros cargados con las víctimas de la peste, y desde las sombras se elevaban rostros desvaídos por el hambre, como acusándole de cobardía. No les prestó atención; sus ojos sólo contemplaban el sueño de un verde y silencioso valle en un país perdido más allá del turbio fluir del tiempo con sus destrozos y su tumulto.
Ahora, mientras Amero seguía al negro flautista, descendió sobre él una repentina oscuridad y titubeó, presa de la duda y de una confusión extrañas. Las luces callejeras parpadearon y expiraron rápidamente en la penumbra. El fuerte murmullo de la ciudad desapareció en un vasto silencio y, como el trastocamiento de algún sueño desordenado, parecía que las altas casas se derrumbaban sin hacer ruido y desaparecían haciéndose una con las sombras, al tiempo que las estrellas brillaron sobre unas murallas derruidas. La confusión inundó los pensamientos y los sentidos de Amero, un negro estremecimiento de desolación recorrió su corazón y se vio a sí mismo como alguien que había conocido el lapso de largos años vacíos y la pérdida del mayor esplendor, alguien que ahora se encontraba rodeado por la más extrema antigüedad y decadencia. Su olfato percibía un seco olor a moho, como el que la noche arranca de las viejas ruinas, y
comprendió, como algo que había sabido antes y que ahora recordaba oscuramente, que el desierto era el dueño de la orgullosa capital de Shathair.
—¿Adónde me has traído?—gritó Amero al flautista.
Por toda réplica escuchó una risotada que parecía el estruendo de un trueno burlesco. La embozada forma del pastor de cabras se destacaba como una torre en la oscuridad, cambiando, creciendo, hasta que su silueta se transformó en la de un guerrero gigantesco cubierto con una armadura negra. Extraños recuerdos se amontonaron en la mente de Amero y, oscuramente, pareció recordar algo de una vida anterior... De alguna forma, en algún lugar, durante cierto tiempo, él había sido el cabrerizo de sus sueños, contento y despreocupado...; de alguna forma, en algún lugar, había entrado en un extraño jardín brillante y comido una fruta de color oscuro de la sangre...
Entonces, como envuelto en la llamarada de un relámpago infernal, lo recordó todo y conoció a la poderosa sombra que se elevaba ante él, supo que era un Terminus preparado en el infierno. Bajo sus pies estaba el pavimento agrietado de la terraza al lado del mar y las estrellas por encima de la cabeza del mensajero eran las que preceden a Canopus, aunque el propio Canopus estuviese bloqueado para sus ojos por el hombro del Demonio. En algún punto de la polvorienta oscuridad, un leproso reía y tosía roncamente, vagabundeando por el ruinoso palacio donde, en un tiempo, los reyes de Calyz habían tenido su morada. Todas las cosas estaban igual que habían estado antes de hacer el trato por el cual un reino desaparecido había sido conjurado por los poderes del infierno.
La angustia asfixiaba el corazón de Xeethra, como las cenizas de las piras funerarias ya consumidas y el polvo de los montones de ruinas. De forma sutil y múltiple le había tentado el Demonio para llevarle a la perdición. No sabía con certeza si aquellas cosas habían sido un sueño, magia negra o realidad, ni si habían sucedido una vez o a menudo. Al final sólo quedaban polvo y miseria, y él, el doblemente maldito, tendría que recordar y llorar siempre por todo lo que había perdido.
—He perdido el trato que había hecho con Thasaidón—le gritó al mensajero—. Coge ahora mi alma y llévala ante él, en el lugar donde, apartado de todos, se sienta sobre su trono de bronce perpetuamente ardiente, porque quiero cumplir mi promesa hasta el fin.
—No hay ninguna necesidad de coger tu alma —dijo el mensajero con un runruneo siniestro como el de una torrnenta alejándose en medio de la desolación de la noche—. Quédate aquí con los leprosos, o regresa con Pornos y sus cabras, como quieras. Eso importa poco. En cualquier momento y en cualquier lugar, tu alma formará parte del oscuro imperio de Thasaidón .

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NIGROMANCIA EN NAAT
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"..Añorando la muerte, cada vez más alejados del dolor; es dulce y suave el amor animado por las sombras, la felicidad que los amantes muertos prueban en Naat, al otro lado del oscuro océano."
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Canción de los esclavos de las galeras. Zothique.
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Uno a uno sus seguidores habían ido muriendo, bien a causa de extrañas fiebres o debido a la dureza del viaje. Después de mucho vagabundeo al azar siguiendo rumores falsos, había llegado, solo, a Oroth, un puerto occidental situado en el país de Xylac.
Allí oyó algo que quizá se refiriese a Dalili: la gente de Oroth todavía hablaba sobre la partida de una rica galera que llevaba a una encantadora muchacha procedente de lejanas tierras y que respondía a su descripción. La esclava había sido comprada por el rey de Xylac y enviada al emperador de Yoros, un reino situado lejos, hacia el sur, como un regalo que sellaba un pacto entre ambos países.
Yadar, con esperanzas ahora de encontrar a su bienamada, tomó pasaje en un barco que estaba a punto de emprender la navegación hacia Yoros. La nave era una pequeña galera mercante, cargada de trigo y vino, que navegaría costeando, siguiendo de cerca el sinuoso litoral occidental de Zothique, sin aventurarse nunca a perder de vista la tierra firme. En un claro día azul de verano, partió de Oroth con todos los augurios de un viaje seguro y tranquilo. Pero a la tercera mañana después de salir del puerto, un viento tremendo se levantó repentinamente, soplando desde la baja costa que estaban bordeando por entonces, acompañado de una oscuridad como la de una noche cubierta de nubes que no permitía ver ni el mar ni el cielo; la nave fue arrastrada muy lejos, navegando a ciegas con la ciega tempestad.
Después de dos días, la enloquecedora furia del viento cesó y pronto no fue más que un vago susurro, los cielos se aclararon y una brillante bóveda de azur se extendió de horizonte a horizonte. Pero en ningún lugar había tierra a la vista, sólo un desierto de agua que continuaba rugiendo y arremolinándose violentamente, aunque no había viento, dirigiéndose hacia el oeste formando una corriente demasiado rápida y fuerte para que la nave pudiese vencerla. Así la galera fue arrastrada hacia adelante de forma irresistible por aquella extraña corriente, como por un huracán.
Yadar, que era el único pasajero, estaba grandemente maravillado ante este hecho y le sobresaltó ver el lívido terror que había aparecido en los rostros del capitán y los tripulantes. Y mirando de nuevo hacia el mar, observó un extraño oscurecimiento de las aguas que, de momento a momento, adquirían un tono parecido al de sangre vieja, mezclado con más y más oscuridad, aunque el sol brillaba sin mácula por encima de sus cabezas. Por tanto, interrogó al capitán, un hombre de barba gris procedente de Yoros y llamado Agor, que había surcado el océano durante cuarenta veranos, y el capitán le contesto:
—Cuando la tormenta nos llevó hacia el oeste he comprendido que hemos sido atrapados por esa terrible corriente marina que los marineros llaman el río Negro. La corriente nos empuja y acelera su curso cada vez más, hasta llevarnos al lugar más alejado donde se pone el sol, donde se despeña desde el borde del mundo. Ahora entre nosotros y ese extremo final no hay tierra alguna, excepto la maldita isla de Naat, llamada también la isla de los Nigromantes. Yo no sé qué destino sería peor, si naufragar en esa isla infame o precipitarse en el espacio arrastrados por las aguas desde el límite de la tierra. Para hombres vivos como nosotros no hay retorno desde ninguno de esos dos lugares. Y nadie sale de la isla de Naat, excepto los malvados hechiceros que la habitan y los muertos que son resucitados y controlados por sus brujerías. Cuando quieren, los magos navegan hacia otras costas en naves mágicas que remontan el río Negro, y para cumplir con sus siniestros deseos, además de su magia emplean a los muertos, que nadan sin pausa durante días y noches hacia donde los amos les envíen. Yadar, que sabía poco de brujos y nigromancia, se sentía algo incrédulo en lo que se refería a aquellas cosas. Pero vio que las aguas, cada vez más negras, se dirigían salvaje y torrencialmente hacia la línea del horizonte y que, en verdad, había pocas esperanzas de que la galera pudiese volver a poner su rumbo hacia el sur. Lo que más le preocupaba era el pensamiento de que nunca alcanzaría el reino de Yoros, donde había soñado encontrar a Dalili.
Durante todo el día la nave fue arrastrada por los oscuros mares que corrían en forma extraña bajo un cielo inmaculado y como sin aire. El anaranjado atardecer fue seguido de una noche repleta de grandes estrellas inmóviles, que al final fue sucedida por el volátil ámbar de la mañana. Pero las aguas continuaban sin calmarse y en la inmensidad que rodeaba la galera no se discernía ni una tierra ni una nube.
Yadar no habló mucho con Agor y los tripulantes, después de preguntarles la razón de la negrura del océano, que era una cosa no comprendida por ningún hombre. La desesperación cayó sobre él, pero, de pie sobre el puente, observaba el cielo y las olas con una agudeza que había adquirido en su vida nómada. Hacia el atardecer, percibió a lo lejos una extraña nave con velas de un fúnebre púrpura, que avanzaba continuamente, siguiendo un rumbo hacia el este contra la poderosa corriente. Llamó la atención de Agor sobre el navío, y éste le dijo, musitando entre dientes juramentos de marino, que la nave pertenecía a los nigromantes de Naat.
Las velas pupúreas se perdieron pronto de vista, pero un poco más tarde Yadar percibió ciertos objetos semejantes a cabezas humanas que pasaban a sotavento de la galera entre las encrespadas aguas. Considerando que ningún hombre mortal podía nadar así, y recordando lo que Agor le había dicho referente a los nadadores muertos que salían de Naat, Yadar fue consciente de que temblaba en la forma en que un hombre valiente puede hacerlo en presencia de cosas sobrenaturales. No mencionó el asunto a nadie y, aparentemente, los objetos semejantes a cabezas no fueron advertidos por sus compañeros.
La galera continuaba su carrera, los remeros se sentaban ociosos en sus bancos y el capitán se erguía, indiferente, al lado del desatendido timón.
Al caer la noche, cuando el sol se ponía sobre aquel tumultuoso océano de ébano, pareció que un gran banco de nubes tormentosas se elevaba por el oeste, larga y chata al principio, pero elevándose rápidamente hacia el cielo con montañosas cumbres. Descollaba cada vez más alta, revelando la amenaza de una serie de acantilados v sombríos y terribles salientes, pero su forma no cambiada como lo hacen las nubes, y Yadar' se dio cuenta, al fin, de que era una isla que se destacaba en solitario a lo lejos a los bajos rayos del ocaso. Lanzaba a su alrededor una sombra de leguas de extensión que oscurecía todavía más las oscuras aguas, como si la noche hubiese caído allí precipitadamente y, en la sombra, las crestas espumosas que brillaban sobre los ocultos arrecifes eran tan blancas como los desnudos dientes de la muerte. Y Yadar no necesitó de los agudos y asustados gritos de sus compañeros para saber que aquélla era la terrible isla de Naat.
La corriente aumentó horriblemente, encrespándose, mientras se precipitaba a la batalla contra la costa defendida por rocas, y su clamor ahogó las voces de los marineros que oraban en voz alta a sus dioses. Yadar, de pie en la proa, dirigió solo una silenciosa plegaria a la lúgubre y fatal deidad de su tribu; sus ojos, escudriñando la masa de la isla como los de un halcón volando sobre el mar, vieron los desnudos y bajando hacia el mar entre los acantilados y la línea blanca de una monstruosa rompiente sobre una costa sombría.
El aspecto de la isla era lúgubre y ominoso y el corazón de Yadar se hundió como una sonda en un mar sin sol. Cuando la galera llegó más cerca de la costa, creyó ver gente moviéndose en la oscuridad visible entre golpe y golpe de mar sobre la baja playa y oculta de nuevo por la espuma y el rocío del mar. Antes de que pudiera verlos por segunda vez, la galera fue lanzada con estruendo y chasquido atronadores sobre un arrecife enterrado bajo las torrenciales aguas. La parte delantera de la proa y del fondo se rompieron, y al levantarla sobre el arrecife una segunda ola, se llenó instantáneamente de agua y se hundió. El único de todos los que habían salido de Oroth que saltó antes de que la nave se fuese al fondo fue Yadar, pero puesto que su habilidad como nadador no era demasiado grande, fue arrastrado rápidamente hacia abajo y estuvo a punto de ahogarse en los remolinos de aquel mar maldito.
Perdió el sentido, y en su cerebro, como un sol perdido que vuelve del pasado, contempló el rostro de Dilili y, junto a ella, en una brillante fantasmagoría, volvieron los días felices que habían vivido antes de la desgracia. Las visiones desaparecieron y se
despertó forcejeando, con el amargo sabor del mar en la boca, su rugido en los oídos y su rápida oscuridad a su alrededor. Y al aguzarse sus sentidos, se dio cuenta de que una forma nadaba a su lado y unos brazos le sostenían en el agua.
Levantó la cabeza y vio vagamente el pálido cuello y el rostro medio vuelto de su salvador y el largo cabello negro que flotaba de una ola a otra. Tocando el cuerpo a su lado, supo que era el de una mujer. Aunque estaba aturdido y mareado por el movimiento del mar, la sensación de algo familiar se movió en su interior y pensó que, en algún lugar, en algún momento anterior, había conocido a una mujer con un cabello semejante y un corte de cara parecido. Intentando recordar, tocó de nuevo a la mujer y sintió en sus dedos una extraña frialdad que venía de su cuerpo desnudo.
La fuerza y habilidad de la mujer eran milagrosas, pues se dejaba llevar con facilidad sobre el aterrador subir y bajar del oleaje. Yadar, flotando en sus brazos como en una cuna, divisó la costa que se aproximaba desde la cumbre de las olas y le pareció difícil que un nadador, por hábil que fuese, pudiese salir con vida de la fuerza de aquellas aguas. Al fin, y como en sueños, fueron lanzados hacia arriba, como si el oleaje fuese a golpearlos contra el acantilado mayor de todos, pero como controlada por algún hechizo, la ola se derrumbó lenta y perezosamente, y Yadar y su salvadora, liberados por su reflujo, yacieron sanos y salvos sobre un saliente arenoso.
Sin pronunciar palabra, ni volverse a mirar a Yadar, la mujer se puso en pie, y haciéndole seña de que le siguiera se alejó en el mortecino azul del atardecer que había caído sobre Naat. Yadar, levantándose y siguiendo a la mujer, escuchó un extraño y etéreo cántico que sobresalía por encima del tumulto del mar y vio, a cierta distancia ante él en la penumbra, una hoguera que brillaba de forma extraña. La mujer se encaminó directamente hacia el fuego y las voces. Y Yadar, cuyos ojos se habían acostumbrado a aquella dudosa oscuridad, vio que la hoguera se encontraba en la boca de un desfiladero profundo entre los acantilados que dominaban la playa, y detrás de ella, como sombras altas y demoniacas estaban las figuras, oscuramente vestidas, de los que cantaban.
En aquel momento le volvió a la memoria lo que le había dicho el capitán de la galera respecto a los nigromantes de Naat y sus prácticas. El mismo sonido de aquel cántico, pronunciado en un lenguaje desconocido, parecía suspender el flujo de sus venas dejando su corazón sin sangre y helaba sus entrañas con la frialdad de la tumba. Y aunque él sabía muy poco de aquellos asuntos, le asaltó el pensamiento de que las palabras que estaba oyendo eran de importancia y poder mágicos.
Adelantándose, la mujer se inclinó ante los cantores como una esclava. Los hombres, que eran tres, continuaron sin detenerse con su cántico. Eran de gran estatura, lívidos como garzas hambrientas, y muy parecidos entre sí; lo único visible de sus hundidos ojos eran las chispas rojas de la hoguera reflejadas en ellos. Mientras cantaban, sus ojos parecían mirar a lo lejos sobre el oscuro mar y sobre cosas ocultas por la oscuridad y la distancia. Y Yadar, acercándose a ellos, se dio cuenta de que el horror y la repugnancia atenazaban su garganta, como si hubiese encontrado, en un lugar entregado a la muerte, la poderosa y siniestra madurez de la corrupción.
Las llamas dieron un salto, con un torbellino de lenguas que semejaban serpientes azules y verdes enroscándose entre serpientes amarillas. Y la luz se reflejó sobre el rostro y los pechos de la mujer que había salvado a Yadar del río Negro... ¡Contemplándola de cerca, supo por qué había agitado vagos recuerdos en su interior, porque no era otra que su perdido amor, Dalili!
Olvidando la presencia de los oscuros cantores, se lanzó hacia adelante para abrazar a su bienamada, gritando su nombre en una agonía de éxtasis. Pero ella no le contestó y sólo respondió a su abrazo con un leve temblor. Yadar, profundamente perplejo y desmayado, se dio cuenta de la mortal frialdad que, procedente de su carne, se insinuaba por sus dedos y atravesaba incluso sus vestiduras. Los labios que besó estaban mortalmente pálidos y lánguidos y parecía que de ellos no salía ningún aliento; el lívido pecho apretado contra el suyo no se elevaba y descendía con la respiración. En los amplios y hermosos ojos que ella volvió hacia él sólo encontró un soñoliento vacío y el tipo de reconocimiento de un durmiente que sólo se ha despertado a medias y cae rápidamente en el sueño otra vez.
—¿Eres realmente Dalili?—dijo.
Ella contestó, como medio dormida, con voz monótona e indecisa:
—Soy Dalili.
Para Yadar, estupefacto por aquel misterio, desesperado y apenado, fue como si ella le hubiese hablado desde un país mucho más allá que todas las fatigosas leguas que había recorrido en su búsqueda. Temiendo comprender el cambio que había tenido lugar en ella, le dijo tiernamente:
—Tienes que acordarte de mí, porque soy tu amante, el príncipe Yadar, que te ha buscado por la mitad de los reinos de la tierra y, por tu causa, ha navegado hasta aquí, sobre el océano abierto.
Ella replicó como alguien que está bajo los efectos de alguna pesada droga, repitiendo sus palabras sin comprenderlas realmente.
—Claro que te conozco.
Esta respuesta no consoló a Yadar, y su preocupación no disminuyó ante las cortas respuestas con que ella contestó a todas sus cariñosas preguntas y frases.
No advirtió que los tres cantores habían terminado con su canto y, en realidad, se había olvidado de su presencia. Pero mientras seguía abrazado tiernamente a la muchacha, los hombres se le acercaron, y uno de ellos le sujetó por el brazo. El hombre le saludó por su nombre y se dirigió a él, aunque algo rudamente, en un lenguaje hablado en muchas regiones de Zothique, diciendo:
—Te damos la bienvenida a la isla de Naat.
Yadar, sintiendo una aterradora sospecha, interrogó fieramente al hombre.
—¿Qué clase de seres sois vosotros? ¿Por qué está aquí Dalili? ¿Qué le habéis hecho?
—Soy Vacharn, un nigromante—contestó el hombre—, y aquellos otros que están conmigo son mis hijos, Vokal y Uldulla, que también son nigromantes. Vivimos en una casa detrás del acantilado y nuestros sirvientes están formados por los ahogados que nuestra magia ha rescatado del mar. Entre ellos se encuentra esta muchacha, Dalili, junto con la tripulación del barco en el que había partido de Oroth. Al igual que la nave en la que tú llegaste después, la suya fue arrastrada mar adentro y cayó más tarde en el río Negro, destrozándose finalmente contra los acantilados de Naat. Mis hijos y yo, cantando esa poderosa fórmula que no requiere el uso del círculo o del pentágono, trajimos a tierra a todos los ahogados, de la misma forma que ahora acabamos de llamar a la tripulación de esta otra nave, de la que sólo tú has salido con vida, rescatado por la nadadora muerta cumpliendo nuestras órdenes.
Vacharn terminó y se quedó mirando fijamente la oscuridad. Detrás suyo, Yadar oyó el sonido de unas lentas pisadas subiendo sobre los guijarros desde la playa. Dando media vuelta, vio emerger de la lívida oscuridad al viejo capitán de aquella galera en la que había viajado hasta Naat; detrás del capitán venían los marineros y remeros. Se acercaron a la luz de la hoguera andando como sonámbulos, el agua del mar caía abundantemente de su cabello y vestiduras y babeaba de sus bocas. Algunos mostraban fuertes magulladuras, otros se tambaleaban o arrastraban a causa de alguna extremidad rota por las rocas sobre las que el mar los había arrojado, pero sus rostros tenían el aspecto que tienen los hombres que han muerto ahogados.
Rígidamente, como autómatas, rindieron homenaje a Vacharn y sus hijos, reconociendo así su servidumbre a aquellos que les habían llamado de la profunda muerte. Sus ojos vidriosos no dieron muestra de reconocer a Yadar ni de tener conciencia de las cosas exteriores, y sólo hablaron para reconocer, monótona y maquinalmente, ciertas palabras que les dirigieron en voz baja los nigromantes.
Yadar actuaba como si él también fuese un muerto en vida en un sueño oscuro, hueco y semiconsciente. Caminando al lado de Dalili y seguido de aquellos otros, los encantadores le condujeron a través de un oscuro cañón que serpenteaba secretamente hacia las alturas de Naat. En su corazón no había demasiada alegría por haber encontrado a Dalili y su amor estaba acompañado de una sombría desesperación.
Vacharn guiaba el camino con una rama cogida de la hoguera. En seguida surgió una voluminosa luna, roja como con sangre mezclada de sanies, que iluminó el mar, furioso y rugiente. Antes de que su globo hubiese adquirido la palidez de la muerte, salieron de la garganta y llegaron a una planicie rocosa donde se encontraba la casa de los tres nigromantes.
La casa era de granito oscuro, con largas alas bajas que se escondían entre el follaje de los cercanos cipreses. A sus espaldas se alzaba otro acantilado, y sobre éste, colinas y cordilleras sombrías se amontonaban a la luz de la luna, alejándose hacia el montañoso centro de Naat.
Parecía que la mansión era un lugar vaciado por la muerte, no había luces ni en las puertas ni en las ventanas y el silencio de su interior igualaba la tranquilidad de los lívidos cielos. Pero al acercarse los hechiceros al umbral, Vacharn pronunció una sola palabra que retumbó a lo lejos en los salones interiores, y como en respuesta, repentinamente brillaron lámparas por todas partes, llenando la casa con sus monstruosos ojos amarillos, e instantáneamente apareció gente en las puertas, sombras que se inclinaban. Pero los rostros de aquellos seres estaban blancos por la palidez de la tumba, algunos mostraban manchas verdes de putrefacción o estaban marcados por el sinuoso roer de los gusanos...
Yadar fue invitado a sentarse a la mesa, donde Vacharn, Vokal y Uldulla comían normalmente solos, en un gran salón de la casa. La mesa estaba dispuesta sobre una plataforma de enormes losas de piedra, y a un nivel más bajo los muertos se apiñaban alrededor de las otras mesas en número que casi llegaba a la cuarentena; entre ellos se sentaba Dalili, que nunca miraba hacia Yadar. El se hubiese reunido con ella, no queriendo separarse de su lado, pero estaba dominado por un profundo sopor, como si un hechizo innombrable le atase las piernas y no pudiese moverse ya por su propia voluntad.
Embotado, se sentó con sus taciturnos y lúgubres anfitriones, que al vivir siempre rodeados por los silenciosos muertos habían adquirido un aire y costumbres muy parecidos a ellos. Y vio, con más claridad que antes, la semejanza común entre los tres, porque daba la impresión de que todos fuesen hermanos con un mismo nacimiento, antes que padre e hijos. Parecían que no tuviesen edad, y no eran ni viejos ni jóvenes, como los hombres ordinarios. Cada vez era más consciente de aquella extraña maldad que emanaba de los tres, poderosa y aborrecible como una exhalación de muerte oculta.
Dominado por aquel embotamiento, apenas se maravilló ante el servicio de aquella extraña comida, aunque ésta no era traída por ningún agente palpable, y los vinos se servían desde el propio aire; el paso de los sirvientes de un lado para otro solamente era
traicionado por un rumor de vacilantes pisadas y una ligera frialdad que iba y venía.
En silencio, con gestos y movimientos rígidos, los muertos comenzaron a comer en sus mesas. Pero los nigromantes se abstuvieron de las vituallas ante ellos, en actitud de espera, y Vacharn dijo al nómada:
—Hay otros que cenarán esta noche con nosotros.
Yadar percibió entonces una silla vacía, colocada al lado de la silla de Vacharn.
Pronto entró, por una puerta que daba al interior de la casa, un hombre de gran corpulencia y estatura, desnudo y de un color tostado que casi llegaba a la negrura. Tenía un aspecto salvaje y sus ojos se dilataron a causa de la rabia o del terror, mientras que sus gruesos labios purpúreos estaban orlados de espuma. Detrás de él, levantando amenazadoramente sus pesadas y herrumbrosas cimitarras, entraron dos de los marineros muertos a manera de guardianes de un prisionero.
—Este hombre es un caníbal —dijo Vacharn—. Nuestros sirvientes le han capturado en el bosque al otro lado de las montañas, que es donde habita su salvaje pueblo. Sólo los más fuertes y bravos son llamados vivos a esta mansión... No en vano, oh príncipe Yadar, fuiste escogido para tal honor. Observa atentamente todo lo que pase.
El salvaje se había detenido en el umbral, como si temiese más a los ocupantes del salón que a las armas de sus guardianes. Uno de los espectros golpeó su hombro izquierdo con la herrumbrosa hoja y la sangre saltó de la profunda herida, mientras el caníbal se adelantaba después de aquel aviso. Temblaba tan convulsivamente como un animal asustado, mirando aterrorizado a ambos lados en busca de un medio de escape, y sólo después de un segundo golpe subió a la plataforma y se acercó a la mesa de los nigromantes. Pero tras ciertas palabras de hueco sonido pronunciadas por Vacharn, el hombre se sentó, todavía temblando, en la silla al lado de la del amo y enfrente de Yadar. Detrás de él se estacionaron sus espectrales guardianes con las armas en alto; sus
rasgos eran los de hombres que llevan muertos dos semanas.
—Todavía falta otro invitado —dijo Vacharn—. Vendrá más tarde y no hay necesidad de esperar por él.
Sin más ceremonia comenzó a comer, y Yadar le siguió, aunque con poco apetito. El príncipe apenas percibía el sabor de las viandas que llenaban su plato, ni podría haber jurado si los vinos que bebía eran dulces o amargos. Sus pensamientos estaban divididos entre Dalili y la extrañeza y el terror de todo lo que le rodeaba.
Mientras comía y bebía sus sentidos se aguzaron de forma extraña y se dio cuenta de las sombras horribles que se movían entre las lámparas y escuchó el frío silbido de unos susurros, que detuvieron hasta su sangre. Y desde el concurrido salón, todos los olores que la mortalidad puede exhalar entre la muerte reciente y el fin de la corrupción llegaron hasta él.
Vacharn y sus hijos se dedicaron a la comida con la despreocupación de los que hace mucho que están acostumbrados a semejantes ambientes. Pero el caníbal, cuyo terror era todavía palpable, se negó a tocar la comida que estaba ante él. La sangre corría incesantemente en dos pesados surcos por su pecho, desde sus hombros heridos, y goteaba de forma audible sobre las losas de piedra.
Finalmente, ante la insistencia de Vacharn, que hablaba en la propia lengua del caníbal, se persuadió a beber una copa de vino. Este vino no tenía el mismo color del que había sido servido al resto de la compañía, y era de un color violeta oscuro, como el capullo de la belladona, mientras el restante era de un rojo amapola. Apenas lo había probado cuando cayó hacia atrás en su silla con el aspecto de alguien indefenso por un ataque de parálisis. La copa todavía continuaba sujeta entre sus rígidos dedos y derramó el resto de su contenido; no se advertía ningún movimiento ni temblor en sus extremidades y sus ojos estaban completamente abiertos, mirando fijamente, como si quedase todavía conciencia en su interior.
Una horrible sospecha surgió en Yadar y ya no pudo continuar comiendo la comida y bebiendo el vino de los nigromantes. Se quedó sorprendido por las acciones de sus anfitriones, que, absteniéndose de igual forma, se dieron la vuelta en sus asientos y contemplaron fijamente una porción del suelo a espaldas de Vacharn, entre la mesa y el extremo interno del salón.
Yadar, elevándose un poco en el asiento, miró por encima de la mesa y percibió un pequeño agujero en una de las losas. El agujero era del tipo que podría servir de madriguera a un pequeño animal, pero no podía imaginarse Yadar la naturaleza de una bestia que habitase en el sólido granito.
Con voz alta y clara, Vacharn pronunció una sola palabra "Esrit", como pronunciando el nombre de alguien a quien desease llamar. No mucho tiempo después aparecieron dos pequeñas chispas en la oscuridad del agujero, y de allí saltó una criatura que tenía algo del tamaño y forma de una comadreja, pero todavía más largo y delgado. La piel de la criatura era de un negro herrumbroso, sus garras eran como diminutas manos desprovistas de pelo, y las cuentas de sus ojos, de un amarillo flameante, parecían contener la maligna sabiduría y malevolencia de un demonio. Velozmente, con movimientos sinuosos que le hacían parecer una serpiente cubierta de piel, corrió hasta estar debajo de la silla ocupada por el caníbal y comenzó a beber ávidamente en el charco de sangre que había goteado de sus heridas hasta el suelo.
Después, mientras el horror hacía presa en el corazón de Yadar, saltó a las rodillas del caníbal y de allí a su hombro izquierdo, donde había sido infligidala herida más profunda. Allí la cosa se pegó al corte que todavía sangraba, del que chupó al estilo de una comadreja, y la sangre cesó de manar sobre el cuerpo del hombre. Este no se movió de su silla, pero sus ojos se dilataron todavía más con fijeza horrible, hasta que el iris estuvo aislado en el lívido blanco y sus labios colgaron separados, mostrando unos dientes fuertes y puntiagudos como los de un tiburón.
Los nigromantes habían reanudado su comida con los ojos atentos sobre aquel pequeño monstruo sediento de sangre, y Yadar comprendió que éste era el otro huésped esperado por Vacharn. No sabía si la cosa era realmente una comadreja o algún sirviente
del hechicero, pero el horror fue seguido por la ira ante el suplicio del caníbal, y sacando una espada que había llevado consigo durante todos sus viajes, se puso en pie con ánimo de matar al monstruo. Pero Vacharn describió un signo peculiar en el aire con su dedo índice y el brazo del príncipe fue suspendido a mitad del golpe, mientras sus dedos quedaban tan débiles como los de un bebé y la espada le caía de la mano, resonando con estrépido sobre la plataforma. Después, como siguiendo la muda voluntad de Vacharn, se vio obligado a sentarse de nuevo a la mesa.
La sed de aquella criatura parecida a una comadreja parecía ser insaciable, porque después de que pasasen muchos minutos, continuaba sorbiendo la sangre del salvaje. Los poderosos músculos del hombre se hundían de minuto en minuto y los huesos y las rígidas articulaciones se veían tensos bajo arrugados pliegues de piel. Su rostro era el informe de la muerte, sus miembros estaban escuálidos como los de una antigua momia, aunque la cosa que se había abatido sobre él había aumentado de tamaño solamente lo mismo que un armiño que hubiese chupado la sangre de algún ave de corral.
Por esta señal Yadar supo que sin duda la cosa era un demonio, y que estaba al servicio de Vacharn. Paralizado por el terror, estuvo mirando, desde su asiento, hasta que la criatura se soltó de los secos huesos y piel del caníbal y corrió, retorciéndose y arrastrándose siniestramente, hasta su agujero en la losa de piedra.
Extraña era la vida que ahora comenzó Yadar en la casa de los nigromantes. Sobre él pesaba siempre la maligna esclavitud que se había apoderado de su persona durante aquella primera comida y se movía como alguien que no puede despertar por completo de un sueño. Parecía como si su voluntad estuviese controlada de alguna forma por aquellos amos de los muertos vivientes. Pero aún más que por eso le retenía el viejo encanto de su amor por Dalili, aunque ahora este amor se hubiese convertido en un desesperado arrobamiento.
Algo aprendió sobre los nigromantes y su forma de existencia, aunque Vacharn hablaba raras veces, excepto con lúgubres ironías, y sus hijos eran tan taciturnos como los mismos muertos. Supo que el sirviente, parecido a una comadreja, cuyo nombre era Esrit, se había comprometido a servir a Vacharn durante un tiempo fijado, recibiendo en pago, cada luna llena, la sangre de un hombre vivo escogido por su fuerza y valor indomables. Y para Yadar era evidente que, a menos que surgiera algún milagro o magia más poderosa que la de los nigromantes, los días de su vida estaban limitados por el período de la luna. Porque, además de sí mismo y los amos, no había ninguna otra persona en toda aquella mansión que no hubiese traspasado ya las amargas puertas de la muerte...
La casa era solitaria, estando situada a bastante distancia de sus vecinos. En las costas de Naat vivían otros nigromantes, pero entre ellos y los anfitriones de Yadar había poca relación. Y detrás de las salvajes montañas que dividían la isla vivían solamente algunas tribus de antropófagos que guerreaban unas con otras en los oscuros bosques de pinos y cipreses.
Los muertos se alojaban en profundas cuevas, parecidas a catacumbas, detrás de la casa, yaciendo toda la noche en sepulcros de piedra y saliendo en una resurrección diaria para cumplir las tareas que sus dueños les ordenaban. Algunos araban los jardines rocosos que se encontraban en una pendiente abrigada de los vientos marinos, otros cuidaban de las negras cabras u otro ganado, y otros eran enviados buceando a las profundidades del mar en busca de perlas que crecían prodigiosamente, en lugares inaccesibles para un nadador vivo, sobre los trágicos atolones y arrecifes orlados de cuernos de granito. A través de los años, Vacharn amasó gran cantidad de tales perlas, puesto que había vivido más tiempo de lo que dura una vida normal. A veces, en una nave que remontaba la corriente del río Negro, él o alguno de sus hijos viajaba hasta Zothique con algunos de los muertos como tripulantes, y cambiaban las perlas por las cosas que su magia era incapaz de conseguir en Naat.
Era extraño para Yadar ver a sus compañeros de viaje yendo de un sitio a otro junto a los otros espectros, saludándole únicamente los vacíos ecos de sus propios saludos. Y era amargo, aunque nunca sin una vaga dulzura llena de pena, ver a Dalili y hablar con ella, intentando vanamente reavivar el perdido ardor del amor en un corazón que se había sumergido profundamente en el olvido y no había vuelto de allí. Era siempre como intentar alcanzarla a través de un golfo más terrible que la irresistible corriente que continuamente chocaba contra la isla de los Nigromantes.
Dalili, que desde su infancia había nadado en los hundidos lagos de Zyra, se encontraba entre los que se veían forzados a sumergirse en busca de perlas. Muchas veces, Yadar la acompañaba hasta la costa y esperaba su vuelta de las alocadas rompientes; a ratos, se sintió tentado de lanzarse tras ella y encontrar, si es que era posible, la paz de una muerte verdadera. Seguramente hubiese hecho esto, a no ser que entre el fantasmagórico arrobamiento de su situación y las grises redes de la brujería que le rodeaba, parecía que su fuerza y resolución antiguas le hubieran abandonado por completo.
Un día, hacia el atardecer, cuando el mes estaba terminando, Vokal y Uldulla se acercaron al príncipe, que estaba esperando en una playa rodeada de rocas mientras Dalili buceaba lejos entre las torrenciales aguas. Sin decir palabra, le hicieron gestos furtivos de que les siguiera, y Yadar, sintiéndose vagamente curioso de su intención, les permitió que lo alejasen de la playa y le guiasen por peligrosos senderos que serpenteaban de un acantilado a otro sobre la sinuosa costa. Antes de la caída de la oscuridad, llegaron a un pequeño puertecillo, que se adentraba en la tierra, cuya existencia había sido hasta aquel momento insospechada por el nómada. En aquella plácida bahía, bajo la oscura sombra de la isla, se balanceaba una galera con sombrías velas color púrpura que recordaba la nave que Yadar había descubierto moviéndose rápidamente hacia Zothique contra la enorme corriente del río Negro.
Yadar se sintió muy asombrado y no pudo adivinar por qué le habían llevado a aquel puerto escondido, ni el significado de sus gestos cuando señalaron el extraño navío. Después, en un susurro apresurado y oculto, como si temiesen ser oídos en aquel remoto
lugar, Vokal le dijo:
—Si nos ayudas a mi hermano y a mí en la ejecución de cierto plan, podrás utilizar esa galera para abandonar Naat. Y contigo, si tal es tu deseo, podrás llevarte a Dalili, junto con algunos marineros como tripulantes. Favorecido por las poderosas galernas que nuestros conjuros llamarán para ti, podrás navegar contra el río Negro y volver a Zothique... Pero si no nos ayudas, entonces la comadreja Esrit te chupará la sangre hasta que la última extremidad de tu cuerpo haya sido vaciada y Dalili continuará siendo la esclava de Vacharn, trabajando durante el día, para servir su avaricia, en las oscuras aguas... y quizá sirviendo su lujuria por la noche.
Ante la promesa de Vokal, Yadar sintió que algo de esperanza y hombría revivían en su interior, y le pareció que la siniestra magia de Vacharn abandonaba su mente; además las insinuaciones de Vokal despertaron su indignación contra Vacharn. Y dijo rápidamente:
—Te ayudaré en tus planes, sean los que sean, si está en mi poder hacerlo.
Entonces, lanzando muchas y temerosas miradas a su alrededor y a sus espaldas, Uldulla habló con un furtivo susurro.
—Nosotros pensamos que Vacharn ya ha vivido más del tiempo que le corresponde y que nos ha impuesto su autoridad durante mucho tiempo. Nosotros, sus hijos, nos hacemos viejos y creemos que es simplemente justo que heredemos las riquezas atesoradas por nuestro padre y su supremacía mágica antes de que la edad nos impida disfrutar de ellas. Por tanto, buscamos tu ayuda para matar a Vacharn.
Después de una breve reflexión, Yadar decidió que el asesinato del nigromante era un hecho justo desde cualquier punto de vista y algo a lo que podía prestarse sin deterioro de su valor o de su virilidad. Por tanto, dijo sin demora:
—Os ayudaré a hacerlo.
Muy envalentonados, en apariencia, por el consentimiento de Yadar, Vokal le habló a su vez, diciendo:
—Esto tiene que hacerse antes de mañana por la noche, pues ésta traerá una luna llena del río Negro sobre Naat y llamará al demonio-comadreja Esrit de su agujero. Y mañana por la mañana es el único momento en que podemos encontrar a Vacharn desprevenido en su cámara. Durante esas horas, pues tal es su voluntad, contemplará en trance un espejo mágico que contiene visiones del mar exterior y de las naves navegando sobre el mar y de los países que están al otro lado. Y debemos matarle ante el espejo, golpeándole veloz y fuertemente antes de que despierte de su trance.
A la hora fijada para la hazaña, Vokal y Uldulla se acercaron a Yadar, que les estaba esperando en el salón de fuera. Cada uno de los hermanos portaba una larga y reluciente cimitarra y Vokal también llevaba en la mano izquierda un arma semejante que ofreció al príncipe, explicando que aquellas cimitarras habían sido templadas con un conjuro de canciones fatales y grabadas después con innombrables invocaciones de muerte. Yadar declinó el arma del mago, prefiriendo su propia espada, y sin retrasarse más los tres se dirigieron apresuradamente, con todo el sigilo posible, hacia la cámara de Vacharn.
La casa estaba vacía, porque todos los muertos habían ido a cumplir con sus asignaciones, y no se oía ningún susurro ni se veía ninguna sombra de aquellos seres invisibles, ya fuesen espíritus del aire o simples fantasmas, que servían a Vacharn de diversas maneras. Los tres se acercaron en silencio a la entrada de la cámara, que sólo estaba cubierta por un tapiz negro tejido en plata con los signos de la noche y bordado en hilo escarlata con la repetición de los cinco nombres del archidemonio Thasaidón. Los hermanos se detuvieron, como si temiesen levantar el tapiz, pero Yadar, sin dudarlo un momento, lo echó a un lado y entró en la cámara, siguiéndole los gemelos rápidamente, como avergonzados de su pusilanimidad.
La habitación era grande, con una alta cúpula, e iluminada por una pequeña ventana que, por encima de los salvajes cipreses, daba hacia el negro mar.Ninguna llama se elevaba de la miríada de lámparas para ayudar a la camuflada luz diurna y las sombras se apretaban en el lugar como un fluido espectral en el que los recipientes mágicos, los grandes incensarios y alambiques, los braseros, parecían temblar como cosas animadas. Un poco más allá del centro de la habitación, de espaldas a la puerta, Vacharn se sentaba sobre un taburete de ébano ante el espejo de la clarividencia, que había sido forjado de electrum en la forma de una gigantesca letra delta y era sostenido oblicuamente en alto por un serpenteante brazo de cobre. El espejo relucía brillantemente en la sombra, como si estuviese iluminado por algún resplandor de fuente desconocida, y los intrusos fueron ofuscados por reflejos de su brillo al avanzar hacia delante.
Realmente, parecía que Vacharn estaba inmerso en el trance inducido, porque miraba hacia el espejo rígidamente, inmóvil como una momia sentada. Los hermanos retrocedieron mientras Yadar, pensando que estaban cerca a sus espaldas, avanzó hacia el mago con el arma levantada. Al acercarse, vio que Vacharn tenía sobre sus rodillas una gran cimitarra, y temiendo que el hechicero quizá estuviese sobre aviso, Yadar corrió con rapidez hacia él y dirigió un poderoso golpe contra su cuello. Pero al calcular la dirección, sus ojos fueron cegados por el extraño brillo del espejo, como si un sol se hubiese levantado ante ellos por encima del hombro de Vacharn, y la hoja se torció y cayó oblicuamente sobre el hueso de la clavícula, de forma que el nigromante, aunque severamente herido, se salvó de la decapitación.
Parecía probable ahora que Vacharn hubiese conocido de antemano el intento de asesinarle y había decidido presentar batalla a sus enemigos cuando éstos se presentasen. Pero al sentarse para fingir el trance, sin duda había sido dominado, contra su voluntad, por el extraño resplandor y había caído en el sueño adivinatorio.
Veloz y fiero como un tigre herido, saltó del taburete, blandiendo su cimitarra en alto al volverse hacia Yadar. El príncipe, todavía ciego, no pudo ni repetir el golpe ni evitar el de Vacharn, y la cimitarra se hundió profundamente en su hombro derecho. Cayó mortalmente herido y quedó con la cabeza un poco en alto, apoyada contra la base del brazo de cobre en forma de serpiente que soportaba el espejo.
Yaciendo allí, mientras la vida se le escapaba lentamente, vio cómo Vokal, con la desesperación del que ve la muerte inminente, saltaba hacia delante y cortaba de un golpe el cuello de Vacharn. La cabeza, casi separada del cuerpo, cayó y colgó a un lado por un trozo de carne y piel, pero Vacharn, trastabillando, no cayó o murió de golpe, como hubiese hecho cualquier hombre mortal, sino que, animado todavía por el poder mágico que llevaba dentro, corrió por la cámara, dirigiendo poderosos golpes a los parricidas. Mientras corría, la sangre saltaba de su cuello como de una fuente y su cabeza se balanceaba de un lado para otro sobre su pecho como un monstruoso péndulo. Todos sus golpes iban a ciegas porque ya no podía ver para dirigirlos y sus hijos le evitaban con agilidad, hiriéndole algunas veces de paso. A veces tropezaba con el caído Yadar, o golpeaba el espejo de electrum con su espada, produciendo un sonido como el de una profunda campana. Y a veces la batalla salía fuera del campo visual del moribundo príncipe, hacia la ventana que daba al mar, y escuchaba extraños crujidos, como si parte de los mágicos muebles hubiesen sido destrozados por los golpes del mago; también se oían las agitadas respiraciones de los hijos de Vacharn y el amortiguado sonido de los golpes que daban en el blanco, pues continuaban hiriendo a su padre. Pronto la lucha regresó delante de Yadar, que la observaba con ojos que se iban apagando.
El combate era horrible, más allá de toda descripción, y Vokal y Uldulla jadeaban como los corredores agotados cerca del final. Pero después de un cierto tiempo, el poder pareció faltarle a Vacharn junto con la sangre del cuerpo. Se tambaleaba de un lado a otro, sus pasos se detuvieron y sus golpes se hicieron más débiles. Su vestimenta colgaba en harapos empapados de sangre a causa de las cuchilladas de sus hijos, y algunos de sus miembros estaban medio cortados y todo su cuerpo cortado y arañado como el tajo del verdugo. Al fin, con un golpe certero, Vokal cortó la delgada cinta de la que todavía pendía la cabeza, y ésta cayo y rodó por el suelo, rebotando muchas veces.
Entonces, con una salvaje agitación, como si todavía quisiese mantenerse en pie, se derrumbó el cuerpo de Vacharn y yació agitándose, recordando un ave enorme y descabezada. intentando incesantemente levantarse y dejándose caer de nuevo. Nunca volvió a ponerse el cuerpo de pie por completo, a pesar de todos sus esfuerzos, pero la cimitarra continuaba firmemente sujeta en la mano derecha y el cadáver golpeaba ciegamente, atacando desde el suelo con golpes laterales, o hacia abajo cuando se elevaba a una postura semisentada. La cabeza, incansable, continuaba rodando por la cámara y las maldiciones salían de su boca en una voz aflautada, no más alta que la de un niño.
Ante esto, Yadar vio que Vokal y Uldulla se echaban hacia atrás como si estuviesen algo preocupados, y después se volvieron hacia la puerta, con la clara intención de abandonar la habitación. Pero antes de que Vokal, que era el primero, hubiese levantado el tapiz de la entrada, de entre sus pliegues se desprendió el largo, negro, serpentino cuerpo de la comadreja-sirviente Esrit. La criatura se lanzó al aire, alcanzando de un solo salto la garganta de Vokal, y se colgó allí con los dientes pegados a su carne y chupándole la sangre sin detenerse un minuto, mientras éste se tambaleaba por la habitación e intentaba en vano arrancársela de allí con dedos enloquecidos.
Posiblemente Uldulla hubiese hecho algún intento para matar la criatura, porque gritó conjurando a Vokal a que se estuviese quieto, y elevó su espada como esperando una oportunidad para golpear a Esrit. Pero Vokal parecía no oírle, o estar demasiado aterrorizado para obedecerle. En aquel instante, la cabeza de Vacharn, que seguía rodando, chocó contra los pies de Uldulla, y con un furioso rugido alcanzó con los dientes el borde de su túnica y se colgó de allí, mientras él retrocedía, completamente aterrorizado. Aunque golpeó la cabeza salvajemente con su cimitarra, los dientes se negaron a soltar su presa. Así que dejando caer sus vestimentas y abandonándolas allí con la cabeza de su padre todavía colgando, huyó desnudo de la habitación. Mientras Uldulla huía, la vida partió de Yadar y ya no vio ni oyó nada más...
Confusamente, desde las profundidades del olvido, Yadar distinguió el flamear de luces remotas y escuchó el canto de una voz lejana. Se sintió nadar hacia arriba desde los negros mares, hacia la voz y las luces, y vio cómo a través de una película fina y acuosa la cara de Uldulla inclinada sobre él y el humear de unos extraños recipientes en la cámara de Vacharn. Y le pareció que Uldulla le decía:
—Levántate de entre los muertos y obedéceme en todas las cosas a mí, tu amo.
Así, en respuesta a los nefandos ritos y encantos de la nigromancia, Yadar se despertó a la vida, tal como era ésta posible para un espectro resucitado. Y volvió a andar, con el negro cuajarón de su herida en un gran coágulo sobre su hombro y su pecho, y contestó a Uldulla al estilo de los muertos vivientes. Recordó vagamente, y como asuntos de poca importancia, algo sobre su muerte y las circunstancias que la habían precedido, y buscó en vano con ojos borrosos por la destrozada cámara el cuerpo y la cortada cabeza de Vacharn, y a Vokal y al demonio-comadreja.
Entonces pareció que Uldulla le decía: "Sígueme", y salió con el nigromante a la luz de la roja y plena luna que había llegado desde el río Negro hasta Naat. Allí, en la planicie delante de la casa, había un gran montón de cenizas donde las brasas brillaban y relucían como si fuesen ojos con vida. Uldulla permaneció en contemplación delante de la pira y Yadar se mantuvo a su lado, sin saber que lo que contemplaba era la consumida pira de Vacharn y Vokal, construida y encendida por los esclavos muertos, bajo las órdenes de Uldulla.
Entonces un viento se levantó repentinamente desde el mar, con agudos y fantasmagóricos gemidos, y levantando todas las cenizas y tizones formando una nube grande y en remolino la lanzó sobre Yadar y el nigromante. Ambos pudieron apenas resistir el viento, y su cabello, sus barbas y vestiduras se llenaron de los restos de la pira, quedando los dos como cegados. Después el viento se elevó, lanzando la nube de cenizas sobre la casa, y por sus puertas y ventanas, entrando en todas las habitaciones. Y durante muchos días después, pequeñas volutas de ceniza se levantaban bajo los pies de los que recorrían los salones, y aunque por orden de Uldulla, las escobas se utilizaban diariamente, parecía que el lugar nunca quedaba completamente libre de aquellas cenizas...
Queda poco que decir con respecto a Uldulla, porque su señorío sobre los muertos fue breve. Viviendo siempre solo, excepto por la compañía de los espectros que le atendían, cayó en poder de una extrañísima melancolía que se convirtió rápidamente en locura. Ya no podía concebir cuál era el fin y el objeto de la vida, y el sopor de la muerte se le presentaba como un mar negro y tranquilo lleno de suaves murmullos y de brazos como sombras que le empujaban hacia abajo. Pronto llegó a envidiar a los muertos y a considerar su suerte más deseable que ninguna otra. Así pues, llevando la cimitarra que había empleado para matar a Vacharn, se dirigió a la cámara de su padre, donde no había entrado desde la resurrección del príncipe Yadar. Allí, junto al espejo de las adivinanzas, que brillaba como el sol, se abrió a sí mismo el vientre y cayó entre el polvo y las telarañas que recubrían todo en abundancia. Y puesto que no había ningún otro mago que le devolviera incluso a una semblanza de vida, permaneció pudriéndose y sin ser molestado por siempre jamás.
Pero en los jardines de Vacharn los muertos continuaban trabajando, sin prestar atención a la muerte de Uldulla, y seguían cuidando de las cabras y del ganado y buceando en busca de perlas en aquel oscuro y tormentoso océano.
Y Yadar, que junto con Dalili compartía ahora su mismo estado, se sentía atraído por ella con un fantasmal anhelo y sentía un vago consuelo en su presencia. La profunda desesperación que le había traspasado en un tiempo y los largos tormentos del deseo y la separación eran cosas olvidadas y desaparecidas y compartió con Dalili un sombrío amor y una vaga felicidad.


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EL IMPERIO DE LOS NIGROMANTES
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La leyenda de Mmatmuor y Sodosma surgirá únicamente en los últimos ciclos de la Tierra, cuando las felices leyendas de los orígenes hayan caído en el olvido. Antes de la era en que sea contada tendrán que pasar muchas épocas y los mares habrán decrecido en sus cuencas y nuevos continentes habrán hecho su aparición. Quizá, en ese día, servirá para aliviar un poco el negro cansancio de una raza moribunda, desesperada de todo, excepto del olvido. Yo relato la historia como los hombres la contarán en Zothique, el último continente, bajo un cielo moribundo y unos cielos tristes, donde las estrellas salen con terrible brillantez antes de la caída de la noche.
Mmatmuor y Sodosma eran nigromantes que llegaron desde la oscura isla de Naat para practicar sus siniestras artes en Tinarath, al otro lado de los menguantes océanos. Pero en Tinarath no prosperaron, porque la muerte era considerada sagrada por la gente de aquel grisáceo país y la nada de la tumba no debía ser profanada ligeramente; la resurrección de los muertos por medio de la magia negra era, entre ellos, mirada con abominación.
Por tanto, después de un corto intervalo de tiempo, Mmatmour y Sodosma fueron expulsados por la ira de los habitantes y obligados a huir hacia Cincor, un desierto del sur, habitado sólo por los huesos y las momias de una raza que la pestilencia había exterminado hacía tiempo.
El país al que se dirigieron se extendía tétrico leproso y ceniciento bajo el gigantesco sol, color de brasa. Sus rocas desmoronadas y mortecinas soledades de arena hubiesen causado terror en los corazones de los hombres normales, y puesto que habían sido arrojados a aquel lugar estéril sin comida ni sustento, la situación de los hechiceros bien podría haber parecido desesperada. Pero sonriendo para sí, Sodosma y Mmatmuor se adentraron resueltamente en Cincor, con el aire de unos conquistadores que se acercasen a un reino esperado por largo tiempo.
Ante ellos, intacta, a través de campos desprovistos de árboles y hierba y sobre los cauces de los ríos secos, corría la gran carretera por la que antiguamente habían viajado los que iban de Cincor a Tinarath. Aquí no se encontraron con nada viviente, pero pronto llegaron ante el esqueleto de un caballo y su jinete yaciendo en el centro de la carretera y con el suntuoso arnés y arreos que habían llevado sobre la carne. Y Mmatmour y Sodosma se detuvieron ante los lastimeros huesos, sobre los que no quedaba ni una brizna de corrupción, y se sonrieron siniestramente el uno al otro.
—El caballo será tuyo—dijo Mmatmuor—, puesto que eres algo mayor que yo, y tienes, por tanto derecho de precedencia; el jinete nos servirá y será el primero en prestarnos homenaje aquí en Cincor.
Entonces, en la cenicienta arena, a un lado del camino, dibujaron tres círculos concéntricos, y colocándose juntos en el centro, realizaron los ritos abominables que obligaban a los muertos a levantarse de su tranquila nada y a obedecer, de allí en adelante, la oscura voluntad del nigromante en todas las cosas. Después esparcieron una pizca de polvo mágico sobre las fosas nasales del hombre y del caballo, y los blancos huesos, rechinando lastimeramente, se levantaron del lugar donde estaban, dispuestos a servir a sus amos.
Así, según habían decidido de común acuerdo, Sodosma se montó sobre el esqueleto del caballo, tomó las enjoyadas riendas y cabalgó en una lúgubre imitación de la Muerte sobre su pálido caballo, mientras Mmatmuor le seguía apoyándose ligeramente sobre un bastón de ébano, y el esqueleto del hombre, con sus ricas vestiduras pendiendo flojamente, caminaba detrás de los dos como un servidor.
Después de un rato encontraron en la gris soledad los restos de otro caballo y su jinete, que habían sido perdonados por los chacales y que el sol había secado de forma que parecían viejas momias. A éstos también los levantaron de la muerte; Mmatmuor cabalgó sobre el consumido percherón, y los dos magos avanzaron majestuosamente, como emperadores errantes, con un espectro y un esqueleto como servidores. En forma parecida, resucitaron otros huesos y restos de hombres y bestias que encontraron, de forma que fueron reuniendo una escolta cada vez más numerosa en su avance hacia Cincor.
A lo largo del camino, cuando se aproximaban a Yethlyreom, que había sido la capital, encontraron numerosas tumbas y necrópolis, intactas todavía después de tantos siglos y conteniendo enfajadas momias que apenas se habían consumido. Resucitaron a todos y los llamaron de la noche del sepulcro para que hiciesen su voluntad. A algunos les mandaron sembrar y arar los campos desiertos y subir agua de los hundidos pozos, a otros los emplearon en diferentes tareas, semejantes a las que habían desempeñado durante su vida. El silencio de siglos se vio roto por el ruido y el tumulto de una miríada de actividades, y los flacos cadáveres de los tejedores utilizaron las lanzaderas, y los de los labradores seguían los surcos detrás de las carroñas de los bueyes.
Cansados por aquel extraño viaje y de tanto repetir los conjuros, Mmatmuor y Sodosma vieron por fin ante ellos, desde una colina en el desierto, las orgullosas torres y las hermosas y bien conservadas cúpulas de Tethlyreom, sobre el fondo del ominoso atardecer del color de la sangre estancada.
—Es un buen país—dijo Mmatmuor—, y nos lo repartiremos entre tú y yo; nos convertiremos en amos de todos sus muertos y mañana seremos coronados emperadores en Yethlyreom.
—Sea—replicó Sodosma—, porque no hay nadie aquí vivo para pelearse con nosotros, y aquellos que hemos llamado de la tumba únicamente se moverán y respirarán según nuestra voluntad, sin poder rebelarse contra nosotros.
Así, en el atardecer de un rojo sangriento que se espesaba derivando al púrpura, entraron en Yethlyreom y cabalgaron entre las orgullosas mansiones sin luz, instalándose con su tétrica comitiva en el majestuoso y abandonado palacio donde la dinastía de los emperadores de Nimboth había reinado durante dos mil años y dominado sobre Cincor.
En los dorados salones cubiertos por el polvo encendieron las vacías lámparas de ónice por medio de su artera magia y cenaron viandas reales, provenientes de años pasados, que evocaron de igual forma. Vinos antiguos e imperiales les eran servidos por las descarnadas manos de sus servidores en copas de adularia, y comieron, bebieron y descansaron en medio de una fantasmagórica pompa, dejando hasta el día siguiente la resurrección de aquellos que estaban muertos en Yethlyreom.
Se levantaron pronto, en la oscura aurora carmesí, de los opulentos lechos palaciegos donde habían dormido; mucho quedaba por hacer. Por todas partes, en la olvidada ciudad, iban atareadamente de un lado para otro, lanzando sus conjuros sobre la gente que había muerto durante el último año de la peste y que quedara sin enterrar. Habiendo hecho esto, salieron de Yethlyreom hacia otra ciudad de altas tumbas y poderosos mausoleos, donde yacían los emperadores y emperatrices de Nimboth y los más consecuentes ciudadanos y nobles de Cincor.
Aquí pidieron a sus esclavos-esqueletos que rompiesen con martillos las selladas puertas, y después, con sus malvados y tiránicos encantamientos, llamaron a las momias imperiales, incluso a las más viejas de la dinastía, todas las cuales llegaron caminando con rigidez, con ojos sin luz, envueltas en ricos vendajes cosidos con flameantes joyas. Y también, más tarde, devolvieron aquella semejanza de vida a muchas generaciones de cortesanos y dignatarios.
Formando una solemne comitiva, con rostros oscuros, orgullosos y vacíos, los emperadores y emperatrices muertos de Cincor juraron obediencia a Mmatmuor y Sodosma y les siguieron como una recua de cautivos por las calles de Yethlyreom. Después, en el inmenso salón del trono del palacio, los nigromantes se sentaron en el alto trono doble, donde se habían sentado con sus consortes, los verdaderos gobernantes. Entre los emperadores reunidos, con atuendos funerales y magníficos, fueron investidos con la soberanía por las resecas manos de la momia de Hestaiyón, el primero en la línea de Mimboth, que había gobernado en épocas semimíticas. Después, todos los descendientes de Hestaiyón, que se apiñaban en la habitación en una gran multitud, aclamaron con voces monótonas, semejantes a ecos, el dominio de Mmatmuor y Sodosma.
De esta forma, los odiados nigromantes encontraron su imperio y un pueblo que les estaba sujeto en el país desolado y estéril donde la gente de Tinarath los había arrojado para que perecieran. Reinando supremos sobre todos los muertos de Cincor, en virtud de su maligna magia, ejercían un desvergonzado despotismo. De las partes más alejadas del reino les era traído tributo por descarnados correos, y cadáveres comidos por la peste y altas momias que olían a bálsamos mortuorios iban de un lado para otro cumpliendo sus mandatos en Yethlyreom, o amontonaban ante sus ojos avariciosos las gemas de los tiempos antiguos, procedentes de camaras inagotables y ennegrecidas por las telarañas.
Los jardineros muertos hicieron que los jardines del palacio estallasen de nuevo en floraciones hacía tiempo olvidadas; cadáveres y esqueletos trabajaban para ellos en las minas, o elevaban torres fantásticas y soberbias hacia el sol moribundo. Mayordomos y príncipes de otro tiempo les servían de coperos y los instrumentos de cuerda eran tañidos para su deleite por las macilentas manos de emperatrices de dorado cabello que habían salido sin mácula de la noche de las tumbas. A las más hermosas, a las que la peste y los gusanos no habían estropeado demasiado, las tomaron como amantes y las obligaron a complacerles en su necrofílica lujuria.
El pueblo de Cincor representaba las acciones de la vida según la voluntad de Sodosma y Mmatmuor en todas las cosas. Hablaban, se movían, comían y bebían como si estuvieran vivos. Oían, veían y sentían con similitud a los sentidos que habían sido suyos antes de la muerte, pero sus cerebros estaban reducidos a la esclavitud por una magia poderosa. Sólo recordaban vagamente su primera existencia, y el estado al que habían sido llamados era vacío, problemático y etéreo. Su sangre discurría helada y perezosa, mezclada con agua de Letea, y los vapores de Letea nublaban sus ojos.
Obedecían embotados los mandatos de sus tiránicos señores, sin rebelarse ni protestar, pero sintiendo un vago e infinito cansancio tal como el que conocen los muertos que, habiendo bebido el sueño eterno, son una vez más llamados a la amargura del ser mortal. No conocían pasiones, deseos ni placeres, únicamente el negro sopor de su despertar de Letea y un gris e incesante anhelo por volver a aquel sueño interrumpido.
El último y más joven de los emperadores de Nimboth era Illeiro, que murió durante el primer mes de la plaga y había descansado en su gigantesco mausoleo durante doscientos años antes de la llegada de los nigromantes.
Obligado con su gente y con sus padres a servir a los tiranos, Illeiro reanudó el vacío de la existencia sin hacerse preguntas y no había sentido sorpresa. Aceptó su propia resurrección y la de sus antepasados como se aceptan las indignidades y maravillas de un sueño. Sabía que había vuelto a un sol descolorido, a un mundo hueco y espectral, a un orden de cosas en los que su lugar era simplemente el de una sombra obediente. Pero al principio sólo le preocupaba, como a los demás, un vago cansancio y una indefinida necesidad del olvido perdido.
Drogado por la magia de sus dueños y débil por la larga nulidad de la muerte, vio, como un sonámbulo, las enormidades a las que sus padres se veían sujetos.
Sin embargo, en cierta forma, después de muchos días, una débil chispa saltó en su mente, empapada por las sombras.
Como algo perdido e irrecuperable, detrás de golfos prodigiosos, recordó la pompa de su reino en Yethlyreom, y el dorado orgullo y alegría que le habían caracterizado en su juventud. Al recordar esto, sintió un vago estremecimiento de protesta, un fantasmal resentimiento contra los magos que le habían traído a esta calamitosa parodia de vida. Confusamente, comenzó a llorar su posición perdida y la lastimera situación de sus antepasados y su pueblo.
Día tras día, como copero en los salones donde anteriormente había gobernado, Illeiro veía las hazañas de Mmatmuor y Sodosma. Vio sus caprichos crueles y lujuriosos, su creciente ebriedad y glotonería. Los vio revolcarse en su lujuria necrofílica y volverse toscos y rudos con la indolencia y la indulgencia. Descuidaron el estudio de su arte y se olvidaron de muchos de los conjuros; pero todavía gobernaban, poderosos y formidables, y recostados sobre cojines púrpura y rosas planeaban llevar un ejército de los muertos contra Tinarath.
Soñando con la conquista y con mayores hechicerías, se volvieron gordos y repugnantes como gusanos que se han instalado sobre unos restos ricos en corrupción. Y paso a paso, con su relajación y tiranía, el fuego de la rebelión aumentaba en el sombrío corazón de Illeiro, como una llama que combate con los pantanos leteos. Y lentamente, al irse acumulando su rabia, le volvió algo de la fuerza y la firmeza que había tenido mientras vivía. Yiendo los vicios de los opresores y sabiendo el mal que habían hecho a los indefensos muertos, escuchó en su cerebro el clamor de voces ahogadas que pedían venganza.
Illeiro se movía silencioso por los salones palaciegos de Yethlyreom, entre sus antepasados, o permanecía esperando órdenes. Llenaba sus copas de ónice con los vinos ambarinos que la magia traía de las colinas expuestas a un sol más joven; se sometía a sus calumnias e insultos. Y noche tras noche los veía cabecear ebrios, hasta que caían dormidos, sonrojados y repletos, entre los restos de su esplendor.
Los muertos vivientes no se hablaban mucho entre sí; padre e hijo, madre e hija, amante y amado, iban de un sitio a otro sin dar señales de reconocerse y sin hacer ningún comentario sobre su fatal destino. Pero, por último, una medianoche, cuando los tiranos yacían amodorrados y las llamas temblaban en las lámparas mágicas, Illeiro pidió consejo a Hestaiyón, su antepasado más antiguo, que en fábulas había tenido fama como un gran mago y se decía que había conocido la sabiduría perdida de la antiguedad.
Hestaiyón permanecía separado de los demás, en una esquina del sombrío salón. Estaba pardo y reseco en sus crujientes vestiduras de momia y sus muertos ojos de obsidiana parecían contemplar la nada. Parecía que no había oído la pregunta de Illeiro, pero al fin respondió con un susurro seco y quejumbroso.
—Soy viejo y la noche del sepulcro fue larga y me he olvidado de mucho. Sin embargo, retrocediendo sobre el vacío de la muerte quizá recupere algo de mi anterior sabiduría y, entre nosotros, encontremos alguna forma de liberación.
Y Hestaiyón buscó entre los fragmentos de memoria, como uno que busca en un lugar donde han estado los gusanos y los ocultos archivos de los viejos tiempos se han podrido dentro de sus fundas, hasta que, por fin, recordó y dijo:
—Recuerdo que una vez he sido un mago poderoso y, entre otras cosas, conozco los conjuros de la magia negra, pero no los empleé, considerando su uso y la resurrección de los muertos como un acto aborrecible. Poseía además otros conocimientos, y quizá entre los restos de aquella antigua sabiduría haya algo que pueda servir ahora para guiarnos. Porque recuerdo una oscura y dudosa profecía, hecha en los años primeros, en la fundación de Yethlyreom y del imperio de Cincor. La profecía era que un destino peor que la muerte caería sobre los emperadores y la gente de Cincor en el tiempo futuro, y que el primero y el último de la dinastía de Nimboth, conferenciando entre ellos, encontrarían una forma de liberarse y de suprimir la desgracia. El mal no era nombrado en la profecía, pero se decía que los dos emperadores conocerían la solución a su problema rompiendo una antigua imagen de arcilla que guarda la cámara más profunda bajo el palacio imperial de Yethlyreom.
Habiendo oído esta profecía de los descoloridos labios de su antepasado, llleiro se lo pensó un rato, y luego dijo:
—Recuerdo ahora una tarde en mi juventud cuando buscando ociosamente por las cámaras no utilizadas de nuestro palacio, como hacen los muchachos, llegué a la última y encontré allí una polvorienta y extraña imagen de barro, cuya forma y posición me parecieron extrañas. Y sin conocer la profecía, me marché desilusionado y me volví tan perezosamente como había entrado, buscando la luz del sol.
Entonces, apartándose sin ser advertidos de sus compañeros y llevando ricas lámparas que habían cogido del salón, Hestaiyón e llleiro bajaron por unas escaleras subterráneas hasta encontrarse debajo del palacio y, recorriendo como implacables y furtivas sombras el laberinto de oscuros corredores, llegaron al fin a la cripta inferior.
Aquí, entre el negro polvo y los montones de telarañas de un pasado inmemorial, encontraron, como había sido decretado, la imagen de arcilla, cuyos rudos rasgos eran los de un dios de la tierra olvidado. Illeiro rompió la imagen con un trozo de piedra y él y Hestaiyón sacaron de su hueco interior una gran espada de acero que no se había oxidado y una pesada llave de bronce brillante y tabletas de cobre reluciente sobre las que estaban inscritas las diversas cosas que había que hacer para que Cincor se librase del oscuro reinado de los nigromantes y la gente pudiese volver de nuevo al olvido de la muerte.
Así, con la llave de bronce, llleiro abrió, según las tabletas enseñaban a hacer, una puerta baja y estrecha al final de la cámara, detrás de la rota imagen, y él y Hestaiyón vieron, según estaba profetizado, los enroscados escalones de sombría piedra que conducían a un abismo no descubierto, donde continuaban ardiendo los escondidos fuegos de la tierra. Y dejando a Illeiro de guardia ante la puerta abierta, Hestaiyón cogió la espada de acero inoxidado y volvió al salón donde dormían los magos, yaciendo extendidos sobre los lechos rosa y púrpura, con los pálidos muertos sin sangre a su alrededor en pacientes hileras.
Sostenido por la antigua profecía y por la autoridad de las relucientes tablas, Hestaiyón levantó la espada y cortó la cabeza de Mmatmuor y la de Sodosma de un solo golpe. Después, según le había sido ordenado, cuarteó los restos con poderosos golpes. Y los nigromantes rindieron sus sucias vidas y yacieron sin un solo movimiento, añadiendo un rojo más brillante al rosa y un tono más brillante al triste púrpura de sus lechos.
Después, la venerable momia de Hestaiyón habló a los suyos que permanecían silenciosos e indiferentes, sin ser conscientes de su liberación, en un suave murmullo, pero con autoridad, como un rey que da órdenes a sus hijos. Los emperadores y emperatrices muertos se estremecieron, como hojas de otoño ante una repentina ráfaga de viento, y un susurro pasó entre ellos y salió del palacio, para ser comunicado al fin, de muchas formas, a todos los muertos de Cincor.
Toda aquella noche, y durante el día, oscuro como la sangre, que siguió a la luz de las temblorosas antorchas o del pálido sol, un interminable ejército de esqueletos comidos por la peste, de cadáveres destrozados, pasó en un torrente fantasmal por las calles de Yethlyreom a lo largo del salón del palacio donde montaba guardia junto a los cuerpos de los magos. Sin detenerse, con ojos fijos y vagos, siguieron adelante como sombras, buscando las cámaras subterráneas debajo del palacio, atravesando la puerta abierta en la última cámara donde Illeiro montaba guardia y descendiendo después un millón de peldaños hasta llegar al borde de aquel precipicio donde hervían los interminables fuegos de la tierra. Allí, desde el borde, se lanzaron a una segunda muerte y a la limpia destrucción de las llamas sin fondo.
Pero después de que todos hubiesen encontrado su liberación, Hestaiyón permaneció todavía, solo en el descolorido atardecer, al lado de los destrozados cadáveres de Mmatmuor y Sodosma. Allí, según las tablillas le habían enseñado, probó aquellos conjuros mágicos que había conocido en su antigua sabiduría y maldijo a los desmembrados cuerpos con aquella perpetua vida-en-muerte que Mmatmuor y Sodosma habían intentado infligir en la gente de Cincor. Y las maldiciones salieron de los pálidos labios, las cabezas rodaron horriblemente con ojos vidriosos y los torsos y las extremidades se retorcieron en los imperiales lechos entre la sangre coagulada. Después, sin mirar hacia atrás, sabiendo que todo se había hecho como estaba dispuesto y ordenado desde el principio, la momia de Hestaiyón abandonó a los magos a su destino y recorrió fatigadamente el oscuro laberinto de cámaras para reunirse con Illeiro.
Así, en un tranquilo silencio y sin decirse ni una palabra más, Illeiro y Hestaiyón entraron por la puerta abierta en la cámara, e Illeiro la cerró con la llave de bronce. Y de allí, por las sinuosas escaleras recorrieron el camino hasta el borde de las profunda llamas y se unieron con su pueblo y sus antepasado en la última y profunda nada.
Pero de Mmatmuor y Sodosma se dice que su cuerpos destrozados reptan de un lado a otro hasta ahora en Yethlyreom, sin encontrar paz o respiro de su destino de vida-en-la-muerte, y buscan en vano entre el negro laberinto de cámaras interiores la puerta que fue cerrada por Illeiro.

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EL AMO DE LOS CANGREJOS
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Recuerdo que gruñí un poco cuando Mior Lumivix me despertó. La tarde anterior había sido tediosa, con la desagradable vigilia habitual, durante la cual había cabeceado más de una vez. Desde la caída del sol hasta que Escorpio se hubo fijado, lo que en esta estación ocurría bastante después de la medianoche, mi obligación había consistido en cuidar la gradual condensación de un cocimiento de escarabajos, muy apreciada por Mior Lumivix para componer sus pociones amorosas, que gozaban de gran fama. Muchas veces me había avisado de que este licor no debía espesarse ni demasiado despacio ni demasiado deprisa, manteniendo en el hornillo un fuego igual, y me había maldecido más de una vez por estropearla. Por tanto, no cedí a mi somnolencia hasta que la cocción estuvo a salvo, escurrida y pasada tres veces por el tamiz de piel de tiburón agujereada.
Taciturno en grado sumo, el Maestro se había retirado temprano a su cámara. Sabía que algo le preocupaba, pero estaba muy cansado para hacer demasiadas conjeturas y no me atreví a preguntarle.
Parecía que no había hecho más que dormir durante el período de unas cuantas pulsaciones..., y aquí estaba el Maestro, lanzándome al rostro el amarillento ojo de su fanal y arrastrándome lejos del catre. Supe que no iba a dormir más aquella noche, porque el Maestro llevaba puesto su puntiagudo gorro y su túnica estaba ceñida estrechamente a la cintura; la antigua arthame pendía del cinturón enfundada en su vaina chagrén, ennegrecida por el tiempo y las manos de muchos magos.
—¡Aborto engendrado por un gandul! —gritó—. ¡Cachorro de una cerda que ha comido mandrágora! ¿Dormirás hasta el día final? Tenemos que darnos prisa; me he enterado que Sarcand se ha procurado el mapa de Omvor y ha salido solo hacia los muelles. Sin duda piensa embarcarse en busca del tesoro del templo. Debemos seguirle rápidamente, porque ya hemos perdido mucho tiempo.
Me levanté sin demorarme más y me vestí rápidamente, conociendo bien la urgencia del asunto. Sarcand, que había llegado no hacía mucho tiempo a la ciudad de Mirouane, ya se había convertido en el más formidable de los competidores de mi amo. Se decía que había nacido en Naat, en medio del sombrío océano occidental, habiendo sido engendra-
do por un hechicero de aquella isla en una mujer del pueblo de caníbales negros que habitaban las montañas centrales. Combinaba la salvaje naturaleza de su madre con la oscura ciencia mágica de su padre, y además había adquirido gran cantidad de conocimientos y dudosa reputación durante sus viajes por los reinos orientales antes de establecerse en Mirouane.
El fabuloso mapa de Omvor, que databa de eras remotas, era algo que muchas generaciones de hechiceros habían soñado con encontrar. Omvor, un antiguo pirata todavía famoso, había realizado con éxito un acto de impío atrevimiento. Navegando de noche por un estuario fuertemente guardado, con su pequeña tripulación disfrazada de sacerdotes en unas barcazas robadas pertenecientes al templo, había saqueado el santuario de la diosa Luna, en Faraad, y se había llevado a muchas de sus vírgenes, junto con piedras preciosas, oro, vasos sagrados, talismanes, filacterias y libros de una horrible magia antigua. Estos libros constituían la peor pérdida de todo, puesto que ni siquiera los sacerdotes se habían atrevido a copiarlos. Eran únicos e irremplazables y contenían la sabiduría de los eones enterrados.
La hazaña de Omvor había dado lugar a muchas leyendas. El, su tripulación y las vírgenes secuestradas, en dos pequeños bergantines, se habían desvanecido para siempre en los mares occidentales. Se creía que habían sido arrastrados por el río Negro, esa terrible corriente oceánica que lleva con irresistible fuerza al fin del mundo, detrás de Naat. Pero antes de ese viaje final, Omvor descargó de sus naves el tesoro robado y había hecho un mapa donde estaba indicada la localización de su escondite. Le dio el mapa a un viejo camarada que se había vuelto demasiado viejo para viajar.
Nadie pudo encontrar nunca el tesoro. Pero se decía que el mapa todavía existía después de los siglos, oculto en algún lugar no menos seguro que el botín del templo de la diosa Luna. Ultimamente se rumoreaba que algún marinero, heredándolo de su padre, había llevado el mapa a Mirouane. Mior Lumivix, por medio de agentes tanto humanos como sobrenaturales, había intentado en vano descubrir al marinero, sabiendo que Sarcand y los otros magos de la ciudad le estaban buscando también.
Todo esto era conocido por mí, y el Maestro me contó más, mientras, siguiendo sus órdenes, yo recogía apresuradamente las provisiones que necesitaríamos para un viaje de varios días.
—He vigilado a Sarcand como un águila blanca su nido —dijo—. Mis servidores me dijeron que había averiguado quién era el poseedor del mapa y que alquiló a un ladrón para que se lo robara, pero poco más pudieron decirme. Hasta los ojos de mi gato-demonio, mirando por sus ventanas, fueron engañados por la oscuridad, como tinta de calamar, con la que sus poderes le rodean cuando él quiere.
"Esta noche he hecho una cosa peligrosa, puesto que no había otra forma. Bebiendo el jugo del dedaim púrpura, que induce un trance profundo, proyecté mi ka en su cámara guardada por los elementos. Estos advirtieron mi presencia, se reunieron a mi alrededor en formas de fuego y sombra y me amenazaron de manera que no se puede explicar. Se opusieron a mí, me expulsaron de allí..., pero yo había visto bastante.
El Maestro se detuvo, pidiéndome que me ciñera una espada mágica consagrada, similar a la suya pero menos antigua, que nunca me había permitido llevar anteriormente. Para entonces, yo había reunido la provisión requerida de comida y bebida, poniéndola en una resistente red que podía llevar con facilidad sobre las espaldas. La red se empleaba fundamentalmente para capturar ciertos reptiles marinos, de los que Mior Lumivix extraía un veneno poseedor de virtudes únicas.
El Maestro no reanudó su relato hasta que no hubimos cerrado todas las puertas y nos habíamos lanzado a las oscuras calles que serpenteaban hacia el mar.
—En el momento de mi entrada, un hombre abandonaba la cámara de Sarcand. Le vi brevemente, antes de que el tapiz negro se separase y se cerrase, pero lo reconoceré. Era.joven y regordete, con anchos pómulos bajo la gordura, ojos oblicuos en un rostro femenino y la tostada piel amarillenta de un hombre de las islas del sur. Llevaba los cortos calzones y botas por encima del tobillo que usan los marineros; por lo demás iba desnudo.
"Sarcand estaba sentado dándome a medias la espalda, sujetando una hoja de papiro desenrollada, tan amarillenta como el rostro del marinero, a la luz de esa siniestra lámpara de cuatro brazos que alimenta con aceite de cobras. La lámpara brillaba como el ojo de un vampiro. Pero yo miré por encima de su hombro... durante el tiempo suficiente... antes de que sus demonios consiguiesen echarme de la habitación. El papiro era, indudablemente, el mapa de Omvor. Estaba rígido por la antiguedad y manchado de sangre y agua del mar. Pero su título, propósito y explicaciones eran todavía legibles, aunque grabadas con una escritura arcaica que pocos pueden leer en nuestros días.
"Mostraba la costa occidental del continente Zothique y los mares detrás. Una isla que yacía al oeste de Mirouane estaba indicada como el lugar del enterramiento del tesoro. En el mapa se le denominaba la isla de los Cangrejos, pero está claro que no es otra que la que ahora es llamada Iribos, que aunque pocas veces es visitada, se encuentra sólo a la distancia de dos días de viaje. En un centenar de leguas no hay otra isla, ni al norte ni al sur. si exceptuamos unas cuantas rocas desoladas y atolones desiertos.
Urgiéndome para que me apresurara más, Mior Lumivix continuó:
—Me desperté demasiado tarde del sueño producido por el dedaim. Un adepto menos versado nunca hubiese despertado.
"Mis sirvientes me avisaron de que Sarcand había abandonado la casa hacía una hora. Iba preparado para un viaje y se dirigía hacia el puerto. Pero le venceremos. Creo que irá a Iribos sin compañía, deseoso de ocultar el tesoro por completo. Indudablemente es fuerte y terrible. pero sus demonios pertenecen a una especie que no puede cruzar el agua, estando completamente ligados a la tierra. Los ha dejado detrás con la mitad de su magia. No temas el resultado de este viaje. Los muelles estaban tranquilos y casi desiertos, excepto unos cuantos marineros dormidos que habían sucumbido al rancio vino y aguardiente de las tabernas. Bajo la luna menguante, que se cunaba y afilaba en una fina cimitarra, desamarramos el bote y nos alejamos, manejando el Maestro el timón, mientras yo me inclinaba sobre los remos de pala ancha. De esta forma. pasamos por el enmarañado laberinto de naves de lejanos países, de jabeques y galeras, de barcazas de río, lanchones y faluchos que se apiñaban en aquel puerto inmemorial. El perezoso aire, que apenas agitaba nuestra alta vela latina, estaba cargado de aromas marinos, con el olor de los botes de pesca cargados y las especias de los mercantes exóticos. Nadie nos saludó; sólo oíamos la llamada de los vigilantes sobre las sombrías cubiertas, anunciando las horas en lenguas extrañas.
Nuestro bote, aunque pequeño y abierto, estaba construido sólidamente de maderas orientales. Con una aguda proa y una profunda quilla, dotado de altos antepechos, había demostrado ser marinero incluso en tempestades que no eran de esperar en aquella estación.
Al salir del puerto, un viento refrescó a nuestra espalda soplando sobre Mirouane, desde campos, huertos y reinos desiertos. Arreció, hasta que la vela se hinchó como el ala de un dragón. Los surcos de espuma se curvaban altos a los lados de nuestra aguda proa, mientras seguíamos a Capricornio hacia el oeste.
A lo lejos, sobre las aguas delante nuestro, algo parecía moverse en la vaga claridad lunar, danzando y agitándose como un fantasma. Quizá fuese el bote de Sarcand... o de algún otro. Sin duda el Maestro también lo vio, pero únicamente dijo:
—Ahora puedes dormir.
Así yo, Manthar, el aprendiz, me preparé a dormir, mientras Mior Lumivix atendía el timón, y los estrellados cuernos y cascos de la Cabra se hundían en el mar.
Cuando desperté, el sol brillaba alto sobre la popa. El viento continuaba soplando, fuerte y favorable, empujándonos hacia el oeste con una velocidad que no disminuía. Habíamos perdido de vista la línea de la costa de Zothique. En el cielo no se veía una nube, ni en el mar una vela, y se extendía ante nosotros como un vasto pergamino de azul oscuro, adornado únicamente por las crestas de espuma que se formaban y desaparecían para reaparecer en otro lugar.
El día pasó, extendiéndose más allá del horizonte que continuaba vacío, y la noche cayó sobre nosotros como la vela color púrpura de algún dios que nos ocultase el cielo, sembrado con los signos y los planetas. La noche también pasó y llegó una segunda aurora.
Durante todo este tiempo, el Maestro había dirigido el bote sin dormir, con ojos que escudriñaban implacablemente el oeste como los de un halcón marinero; yo estaba muy maravillado ante esta resistencia. Ahora durmió un rato, sentado muy erguido al timón. Pero sus ojos continuaban vigilando por debajo de sus párpados y su mano todavía mantenía derecha la barra sin aflojarse.
Después de unas cuantas horas, el Maestro abrió los ojos, pero apenas se movió de la postura que había mantenido durante todo el tiempo.
Había hablado poco durante nuestro viaje. Yo no le pregunté, sabiendo que, a su debido tiempo, me diría lo que fuese necesario. Pero estaba lleno de curiosidad y no sin miedo y dudas en lo referente a Sarcand, cuyas rumoreadas hechicerías podían aterrorizar no sólo a un simple aprendiz. No podía adivinar ninguno de los pensamientos del Maestro, excepto que se referían a asuntos oscuros y secretos.
Habiendo dormido por tercera vez desde nuestro embarque, me despertó la voz del Maestro. En la penumbra de la tercera aurora, una isla se elevaba ante nosotros, cerrando el mar durante varias leguas al norte y al sur, y amenazadora con desgarrados y salientes acantilados. Tenía una forma vagamente parecida a la de un monstruo que mirase al norte. Su cabeza era un promontorio de altas cimas que sumergía en el océano un gran pico parecido al de un buitre.
—Esto es Iribos—me dijo el Maestro—. El mar a su alrededor es fuerte, con extrañas corrientes y peligrosas mareas. En este lado no hay ningún lugar donde podamos desembarcar y no debemos acercarnos demasiado. Tenemos que rodear la punta norte. Entre los acantilados occidentales hay una pequeña cala, a la que únicamente se entra por una caverna abierta al mar. Allí está el tesoro.
Nos dirigimos hacia el norte, lentamente y con dificultad a causa del viento contrario, a una distancia de tres o cuatro tiros de arco de la isla. Se necesitó de todos nuestros conocimientos de navegación para avanzar, porque el viento arreciaba salvajemente, como si estuviera formado por el aliento de un demonio. Sobre su ulular oíamos el clamor del oleaje sobre aquellas rocas monstruosas que se elevaban desnudas y tétricas de la espuma.
—La isla está deshabitada—dijo Mior Lumivix—. Los marineros la evitan y también las aves marinas. Los hombres dicen que los dioses del mar lanzaron hace tiempo una maldición sobre ella, prohibiéndola para todos excepto para las criaturas de las profundidades submarinas. Sus calas y cavernas son frecuentadas por los cangrejos y los pulpos... y quizá por cosas más extrañas.
Navegábamos en un tedioso curso serpenteante, empujados hacia atrás algunas veces y otras arrastrados peligrosamente cerca de la costa por los cambiantes remolinos que se nos cruzaban como demonios. El sol trepaba por el oriente, brillando con fuerza sobre la desolación de acantilados y escarpaduras que era Iribos. Virábamos y virábamos y me pareció sentir el principio de una extraña intranquilidad en el Maestro. Pero si esto era así, no daba ninguna muestra.
Cuando, al fin, rodeamos el largo pico del promontorio septentrional, era casi mediodía. Allí, cuando viramos al sur, el viento se convirtió en una extrañísima calma y el mar se calmó milagrosamente como si un brujo hubiese echado aceite sobre él. Nuestra vela colgaba, lacia e inútil, sobre aguas como espejos en las que parecía que la imagen del bote y nuestra, reflejadas, podrían flotar por siempre entre el constante reflejo de la isla en forma de monstruo. Comenzamos a manejar los remos, pero incluso así el bote se arrastraba con una singular lentitud.
Miré fijamente la isla mientras la bordeábamos, observando varias ensenadas, donde, por todas las apariencias, una nave podría haber desembarcado fácilmente.
—Hay mucho peligro por aquí—dijo Mior Lumivix, sin explicar esta afirmación.
Al continuar, los acantilados volvieron a ser una muralla, rota únicamente por arrecifes y grietas. En algunos lugares estaban coronados por una vegetación escasa y de un color fúnebre que apenas servía para suavizar su formidable aspecto. En alto sobre las hendidas rocas, donde parecía que ninguna corriente o tempestad naturales pudiera haberlos lanzado, observé los esparcidos maderos y mástiles de antiguas naves.
—Rememos más cerca —apremió el Maestro—. Nos estamos acercando a la cueva que conduce a la ensenada escondida.
Al virar hacia tierra entre la cristalina calma, hubo un repentino hervor y agitación a nuestro alrededor, como si algún monstruo se hubiese levantado debajo nuestro. El bote salió disparado a gran velocidad hacia los acantilados, el mar a nuestro alrededor espumaba y formaba una corriente como si algún kraken nos estuviese arrastrando a su cavernosa guarida. Arrastrados como una hoja en una catarata, nos opusimos en vano con nuestros remos a la ineluctable corriente.
Viéndose más altos por momentos, los acantilados parecieron esconder el cielo sobre nosotros, inexpugnables, sin salientes ni lugares donde apoyar el pie. Entonces, en la enhiesta muralla, apareció el ancho y bajo arco de la boca de una cueva que no habíamos distinguido hasta aquel momento, y hacia allí era arrastrado el bote con una rapidez terrorífica.
—¡Es la entrada!—gritó el Maestro—. Pero algún mago la ha inundado.
Retiramos nuestros inútiles remos y nos acurrucamos bajo los bancos al acercarnos a la hendidura; parecía que lo bajo del arco no permitiría el paso de mástil, que se rompió instantáneamente como una caña cuando, sin detenernos, fuimos lanzados en una ciega y torrencial oscuridad.
Medio atontado y luchando para librarme de la vela y el mástil caídos, percibí la frialdad del agua cayendo sobre mí y supe que el bote se llenaba de agua y se hundía. Un momento más y el agua me entró por los oídos, los ojos y la nariz, pero mientras me hundía y me ahogaba percibía todavía un movimiento hacia delante. Después advertí vagamente unos brazos que me rodeaban en la asfixiante oscuridad, y de golpe salí, tosiendo y jadeando, a la luz del sol .
Cuando hube librado mis pulmones del salitre y regalado mis sentidos más completamente, vi que Mior Lumivix y yo flotábamos en una pequeña cala, en forma de media luna, y rodeada por acantilados y pináculos de roca de color sombrío. Cerca, en una pared cortada a pico, estaba la boca interior de la caverna por la que nos había llevado la misteriosa corriente, unas ligeras arrugas se extendían a su alrededor y se deshacían sobre el agua que estaba en calma y verde como un mosaico de jade. En el lado opuesto del puerto, justo enfrente, se veía la larga curva de una plataforma arenosa bordeada de rocas y maderos. Un bote parecido al nuestro, con un mástil desarbolado y una vela enrollada del color de la sangre fresca, estaba varado sobre la playa. Cerca y sobre un banco arenoso sobresalía del agua el roto mástil de otro bote, cuya hundida silueta distinguimos confusamente. Dos objetos que tomamos por figuras humanas yacían mitad dentro y mitad fuera del agua, un poco más lejos en la orilla. A aquella distancia difícilmente podíamos ver si eran hombres vivos o cadáveres. Sus contornos estaban medio escondidos, por lo que parecía ser una curiosa especie de tejido amarillo pardo, que se extendía también sobre las rocas y parecía moverse y cambiar y agitarse incesantemente .
—Aquí hay algún misterio—dijo Mior Lumivix en voz baja—. Debemos proceder con cuidado y circunspección .
Nadamos hasta la costa en el extremo más próximo de la playa, donde se estrechaba como la punta de un creciente lunar y se unía a la muralla. Sacando su arthame de la vaina, el Maestro la secó con el borde de su túnica, diciéndome a mí que hiciese lo mismo con mi propia arma para que el salitre no la atacara. Después, escondiendo las armas mágicas bajo nuestras vestiduras, seguimos la playa hacia el bote varado y las dos figuras tumbadas.
—Este es sin duda el sitio señalado en el mapa de Zothique, Omvor—observó el Maestro—. El bote con la vela color de sangre pertenece a Sarcand. Sin duda ha encontrado la caverna que está oculta en algún lugar entre las rocas. Pero ¿quiénes son estos otros? No
creo que hayan venido con Sarcand.
Cuando nos acercamos a las figuras, la apariencia de un paño pardo amarillento que les había cubierto se reveló en su verdadera naturaleza. Se trataba de un gran número de cangrejos que trepaban sobre sus cuerpos medio sumergidos e iban y volvían a un montón de rocas inmensas.
Nos acercamos y nos detuvimos cerca de los cuerpos, de los cuales los cangrejos desgarraban velozmente trozos de carne ensangrentada. Uno de los cuerpos yacía sobre el rostro, el otro miraba al sol con rasgos medio comidos. Su piel, o lo que quedaba de ella, era de un amarillo oscuro. Ambos vestían calzones cortos púrpura y botas de marinero y no llevaban encima ninguna otra cosa.
—¿Qué cosa infernal es ésta?—preguntó el Maestro—. Estos hombres acaban de morir... y ya se los comen los cangrejos. Estas criaturas siempre esperan a que la descomposición los ablande. Y mira..., ni siquiera devoran los trozos que han cogido, sino que los llevan a otro lugar.
Esto era ciertamente verdad, porque ahora veía que una constante procesión de cangrejos se alejaba de los cuerpos, llevando cada uno un trozo de carne y desapareciendo detrás de las rocas, mientras otra procesión venía, o quizá volvía, con las pinzas vacías .
—Creo—dijo Mior Lumivix—que el hombre con el rostro vuelto hacia arriba es el marinero que vi saliendo de la habitación de Sarcand, el ladrón que robó el mapa a su dueño para Sarcand.
Presa del horror y del asco, yo había cogido un fragmento de roca y lo iba a lanzar para aplastar a alguno de los cangrejos con su odiosa carga al alejarse de los cadáveres.
—No—me detuvo el Maestro—, sigámosles.
Rodeando el gran montón de rocas, vimos que la procesión entraba y salía de la boca de una caverna que hasta entonces había permanecido oculta a la vista.
Con las manos alrededor de las empuñaduras de nuestras arthames nos dirigimos con cautela y prudentemente hacia la caverna y nos detuvimos a una corta distancia de la entrada. Sin embargo, desde aquí nada era visible en su interior, excepto las hileras de cangrejos arrastrándose.
—¡Entrad! —gritó una voz sonora que parecía prolongar y repetir la palabra en ecos que se alejaban lentamente, como la voz de un vampiro resonando en alguna profunda cámara sepulcral.
La voz era la del hechicero Sarcand. El Maestro me miró, con volúmenes de aviso en sus ojos entornados, y entramos en la caverna.
El lugar tenía una alta cúpula y una extensión indeterminada. La luz provenía de una gran hendidura en la bóveda, a través de la cual, en aquella hora, los rayos directos del sol se filtraban cayendo con un resplandor dorado sobre el fondo de la caverna y tiñendo de luz los grandes colmillos de las estalactitas y estalagmitas en la oscuridad. A un lado había un estanque de agua, alimentado por un fino hilillo que provenía de una fuente que venía de algún lugar en la oscuridad.
Sarcand reposaba, medio sentado, medio tumbado con la espalda contra un cofre abierto de bronce oscurecido por el tiempo y el resplandor de la hendidura luminosa caía de lleno sobre él. Su gigantesco cuerpo, negro como el ébano, de músculos poderosos, aunque inclinado a la corpulencia, estaba desnudo, excepto por un collar de rubíes del tamaño del huevo de un chorlito cada uno, que pendía de su garganta. Su sarong carmesí, curiosamente desgarrado, dejaba al descubierto sus piernas que yacían extendidas entre el polvo de la caverna. La pierna derecha estaba claramente rota en algún punto por debajo de la rodilla, porque estaba toscamente vendada con trozos de madera y bandas arrancadas del sarong.
El manto de Sarcand, de seda color lázuli, estaba extendido a su lado. Se hallaba repleto de gemas y amuletos grabados, monedas de oro y vasos sagrados incrustados con joyas, que brillaban y relucían entre libros de pergamino y papiro. Un libro, con cubiertas de metal negro, estaba abierto, como si lo hubiesen usado recientemente, mostrando ilustraciones dibujadas con brillantes tintas antiguas.
Al lado del libro, al alcance de los dedos de Sarcand, había un montón de pingajos crudos y ensangrentados. Por el manto, sobre las monedas, pergaminos y joyas, trepaban la hilera de cangrejos, que venía cada uno con su trozo que añadía en el montón para volver después y reunirse con la hilera de los que se iban.
Me sentí inclinado a creer las historias referentes a los progenitores de Sarcand. Indudablemente, parecía que se parecía por completo a su madre, porque su cabello y sus rasgos, así como su piel, eran los de los caníbales negros de Naat, tal como yo los había visto dibujados en los relatos de viajeros. Nos afrontaba inexcrutablemente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Advertí una gran esmeralda que brillaba oscuramente sobre el dedo índice de su mano derecha.
—Sabía que me seguirías —dijo—, de la misma forma que sabía que el ladrón y su amigo también lo harían. Todos vosotros habéis pensado en matarme y robar el tesoro. Es cierto que he sufrido una herida: un fragmento de roca se desprendió y cayó del techo de la caverna, rompiéndome la pierna cuando me incliné a inspeccionar los tesoros del cofre abierto. Debo permanecer aquí hasta que el hueso haya curado. Mientras tanto, estoy bien armado..., y bien servido y guardado.
—Vinimos a coger el tesoro—replicó Mior Lumivix—. Había pensado matarte, pero sólo en un combate leal, de hombre a hombre y de mago a mago, sin nadie más que el neófito Manthar y las rocas de Iribos como testigos.
—Ya, y tu neófito también va armado con una arthame. Sin embargo, no importa. Me comeré tu hígado, Mior Lumivix, y me haré más fuerte con el poder y la magia que había en ti.
Aparentemente el Maestro no prestó atención a esto.
—¿Qué locura has conjurado ahora? —preguntó rápidamente, señalando los cangrejos que continuaban depositando sus trozos de carne sobre el repugnante montón.
Sarcand levantó la mano en cuyo dedo índice relucía la inmensa esmeralda, engarzada, según vimos en aquel momento, en un anillo que estaba forjado en la forma de los tentáculos de un kraken rodeando la gema de forma de globo.
—Entre el tesoro encontré este anillo—se enorgulleció—. Estaba guardado en un cilindro de un metal desconocido, junto con un pergamino que me informó de los usos del anillo y de su poderosa magia. Es el anillo-señal de Basatan, el dios del mar. El que mire durante largo tiempo con fijeza a la esmeralda puede contemplar escenas y sucesos distantes a voluntad. El que lleva el anillo puede ejercer control sobre los vientos y las corrientes del mar y sobre las criaturas del mar, describiendo en el aire ciertas señales con su dedo.
Mientras Sarcand hablaba, daba la impresión de que la verde piedra se abrillantaba, se oscurecía y se hacía más profunda de una forma extraña, como si fuese una ventana diminuta que contuviese todos los misterios marinos y toda la inmensidad que yace detrás. Extasiado y en trance, olvidé las circunstancias de nuestra situación, porque la joya bloqueó mi vista ocultando los negros dedos de Sarcand con un remolino como de mareas y de agallas y tentáculos sombríos allá abajo en la reluciente verdosidad.
—Cuidado, Manthar—me murmuró el Maestro en el oído—. Nos enfrentamos a una magia terrible y debemos conservar el mando sobre todas nuestras facultades. Aparta los ojos de la esmeralda.
Obedecí el susurro que había oído confusamente. La visión se agitó, desvaneciéndose rápidamente, y la forma y los rasgos de Sarcand fueron visibles otra vez. Sus labios se curvaban en una amplia y sardónica mueca, enseñando sus fuertes dientes blancos, que eran puntiagudos como los de un tiburón. Dejó caer la gigantesca mano que portaba la señal de Basatan y la metió en el cofre a sus espaldas, sacándola llena de gemas de muchos colores, perlas, ópalos, zafiros, diamantes, heliotropos tornasolados. La dejó caer en sus dedos formando un río relampagueante y reanudó su perorata:
—Llegué a Iribos muchas horas antes que vosotros. Yo sabía que sólo podía entrarse sin riesgos en la caverna con la marea baja y el mástil tumbado.
"Quizá hayáis ya deducido todo lo que os podría decir. En cualquier caso, el conocimiento de ello morirá con vosotros muy pronto.
"Después de aprender los usos del anillo, pude contemplar los mares alrededor de Iribos en la joya. Aquí tumbado, con mi pierna rota, vi la llegada del ladrón y su amigo. Llamé a la corriente marina que hizo que su bote fuese arrastrado a la inundada caverna, hundiéndose rápidamente. Hubiesen podido nadar hasta la playa, pero, bajos mis órdenes, los cangrejos de la ensenada los arrastraron al fondo y los ahogaron, dejando que la marea llevase después sus cuerpos a la playa... ¡Ese maldito ladrón! Le había pagado bien el mapa robado, que era demasiado ignorante para leer, sospechando solamente que se refería a una cueva del tesoro...
"Más tarde os atrapé a vosotros en la misma forma, después de retrasaros por un rato con vientos contrarios y una calma adversa. Sin embargo, os he reservado otro destino en lugar de ahogaros.
La voz del hechicero se hundió entre profundos ecos, dejando un silencio fraguado con un suspense insufrible. Me parecía estar en el vértice de unos torbellinos desconocidos, en un lugar de horrible oscuridad, iluminado únicamente por los ojos de Sarcand y el talismán de la joya del anillo.
El encanto que había caído sobre mí fue roto por los poderosos e irónicos tonos del Maestro.
—Sarcand, hay otra brujería que no has mencionado.
La risa de Sarcand fue como el sonido de una ola al romper .
—Yo sigo la costumbre del pueblo de mi madre y los cangrejos me sirven con lo que pido, llamados y obligados por el anillo del dios del mar.
Diciendo esto, levantó la mano y describió un signo peculiar con el dedo índice, sobre el que el anillo brillaba como un planeta en órbita. Por un momento, la doble columna de cangrejos suspendió su movimiento. Después, moviéndose como por un solo impulso, comenzaron a arrastrarse hacia nosotros, mientras otros aparecían por la boca de la cueva y de sus recodos internos, aumentando su número rápidamente. Se lanzaron sobre nosotros a una velocidad increíble, asaltando nuestros tobillos y canillas con sus pinzas, tan agudas como cuchillos, como si estuviesen animados por demonios. Me incliné, golpeándoles con mi arthame, pero los pocos que aplasté de esta forma fueron reemplazados por decenas, mientras otros, alcanzando el borde de mi manto, comenzaron a trepar por detrás y a abrumarme con su peso. Ante este asedio, perdí pie sobre el resbaladizo suelo y caí de espaldas entre la bulliciosa multitud.
Allí tumbado, mientras los cangrejos se lanzaban sobre mí como una ola crujiente, vi al Maestro desgarrar su pesado manto y tirarlo a un lado. Después, mientras el ejército convocado por el hechizo le asediaba, trepando unos sobre las espaldas de los otros y cubriendo sus rodillas y muslos, lanzó su arthame con un extraño movimiento circular contra el brazo, que Sarcand tenía en alto. La hoja voló directamente, dando vueltas como un disco de luz, y la mano del hechicero negro fue limpiamente cortada por la muñeca y el anillo relampagueó sobre su dedo índice como una estrella al caer al suelo.
La sangre saltó de la muñeca sin mano como de una fuente, mientras Sarcand, lleno de estupor y sentado, mantenía por un breve instante el gesto de su conjuro. Después el brazo cayó a un lado y la sangre corrió sobre el manto, extendiéndose velozmente sobre las piedras preciosas, las monedas y los libros, manchando el montón de trozos de carne
depositados por los cangrejos. Como si el movimiento del brazo hubiese sido otra señal, los cangrejos se apartaron de mí y del Maestro y se lanzaron como una marea larga e innumerable contra Sarcand. Cubrieron sus piernas, treparon por su enorme torso, se peleaban por un lugar sobre sus hombros. El los apartaba con la otra mano, rugiendo terribles maldiciones e imprecaciones que rodaban por la caverna en infinitos ecos. Pero los cangrejos le asaltaban como si estuviesen empujados por un frenesí demoniaco y la sangre salía más y más copiosamente de las pequeñas heridas que habían hecho, coloreando sus pinzas y marcando sus caparazones con crecientes riachuelos carmesí.
Pareció que pasaron largas horas mientras el Maestro y yo permanecimos mirando. Al fin, la cosa yacente que había sido Sarcand cesó de moverse y agitarse bajo el sudario viviente que lo había engullido. Unicamente la pierna vendada y la mano cortada con el anillo de Basaran permaneció intocado por los horribles y ocupados cangrejos.
—¡Vaya! —exclamó el Maestro—. Cuando vino aquí dejó sus demonios detrás, pero encontró otros... Ya es hora de que salgamos a dar un paseo por el sol. Manthar, mi buen y bobalicón aprendiz, me gustaría que hicieses un fuego de leña en la playa. No seas tacaño al recoger el combustible, para hacer un lecho de brasas profundo, caliente y tan rojo como el corazón del infierno donde asarnos una docena de cangrejos. Pero ten cuidado en escoger los que hayan venido recientemente del mar.


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LA MUERTE DE ILALOTHA
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"¡Negro señor del miedo y del terror, dueño de toda. confusión!
Por ti, dijo tu profeta, el nuevo poder es dado a los magos después de la muerte,
y las brujas, pudriéndose, exhalan un aliento prohibido,
y tejen encantos salvajes e ilusiones tales,
como nadie, excepto las lamias, pueden utilizar.
Y por tu gracia los cuerpos corrompidos pierden
su horror y se encienden amores nefandos
en cámaras fétidas, largo tiempo oscurecidas.
Y los vampiros te dedican sus sacrificios
vomitando sangre, como si enormes urnas hubieran
su brillante tesoro bermellón derramado
sobre nuevos y antiguos sepulcros."
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Letanía a Thasaidón de Ludar.
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Según la costumbre en el antiguo Tasuun, las exequias de Ilalotha, dama de honor de la reina viuda Xantlicha, habían sido ocasión de abundante jolgorio y prolongada fiesta. Durante tres días había yacido vestida con atavíos de gala en medio del gran salón de banquetes del palacio real de Miraab, en un ataúd formado por sedas orientales de diversos colores y bajo un dosel de tonos rosados que bien podría haber coronado algún lecho nupcial. A su alrededor, desde la penumbra del amanecer hasta el ocaso, desde el
frío atardecer hasta la tórrida y resplandeciente aurora, la febril marea de las orgías fúnebres había crecido y aumentado sin descanso. Nobles, oficiales de la corte, guardianes, escuderos, astrólogos, eunucos y todas las damas nobles, camareras y esclavas de Xantlicha habían tomado parte de aquel pródigo libertinaje que se pensaba era lo que honraba más apropiadamente a la difunta. Se cantaron locas canciones y dísticos obscenos y las bailarinas giraron con un frenesí vertiginoso al lascivo sollozo de flautas incansables. Vinos y licores eran derramados torrencialmente de monstruosas ánforas, las mesas humeaban con las gigantescas bolas de carnes picantes, constantemente repuestas. Los bebedores ofrecieron libaciones a Ilalotha hasta que las telas de su ataúd estuvieron manchadas de tonos oscuros por los líquidos derramados. Por todas partes a su alrededor, yacían aquellos que se habían rendido a la licencia del amor o a la fuerza de sus intoxicaciones, en actitudes desordenadas o del mayor abandono. Con los ojos medio cerrados y los labios ligeramente separados, en la rosada sombra que arrojaba el catafalco la muchacha no tenía aspecto de estar muerta, sino que parecía una emperatriz dormida que gobernaba imparcialmente sobre los vivos y los
muertos. Esta apariencia, junto con un extraño aumento de su natural belleza, fue algo que muchos observaron y algunos dijeron que parecía esperar el beso de un amante, más que los besos del gusano.
La tercera noche, cuando las lámparas broncíneas de muchos brazos estaban encendidas y los rituales se acercaban a su fin, volvió a la corte el señor de Thulos, amante oficial de la reina Xantlicha, que había partido una semana antes a visitar su dominio en la frontera occidental y no conocía la muerte de Ilalotha. Sin saber nada, entró en el salón en el momento en que la orgía comenzaba a flaquear y los asistentes, por el suelo, comenzaban a sobrepasar en número a aquellos que todavía se movían, bebían y hacían fiesta.
Observó con poca sorpresa el desordenado salón, puesto que escenas semejantes le eran familiares desde los tiempos de su infancia. Después, acercándose al ataúd, reconoció a su ocupante con no poco asombro. Entre las numerosas damas de Miraab que habían atraído sus libertinos afectos, Ilalotha le había retenido durante más tiempo que la mayoría y se decía que había llorado más apasionadamente su abandono que ninguna otra. Hacía un mes que había sido sucedida por Xantlicha, que había mostrado favor a Thulos en forma nada ambigua, y éste, quizá, la había abandonado con cierto pesar, porque el puesto de amante de la reina, aunque lleno de ventajas y no del todo desagradable, era algo precario. Se creía generalmente que Xantlicha se había desembarazado del fallecido rey Archain por medio de una dosis de veneno descubierta en una tumba que debía su peculiar sutileza y violencia a la ciencia de antiguos hechiceros. Después de esto había tomado muchos amantes, y aquellos que no llegaban a complacerla habían tenido invariablemente un final no menos violento que el de Archain. Era exigente y exorbitante, exigiendo una fidelidad estricta que a Thulos le resultaba algo irritante; éste, alegando asuntos urgentes en sus remotos dominios, se había alegrado bastante de estar una semana alejado de la corte.
Ahora, de pie al lado de la mujer muerta, Thulos olvidó a la reina y rememoró ciertas noches veraniegas, engalanadas por la fragancia del jazmín y la belleza de Ilalotha, tan blanca como aquella flor. Todavía le resultaba más difícil que a los demás
'j tomarla por muerta. porque su aspecto actual no se diferenciaba en nada del que había asumido a menudo durante su antigua relación. Para complacer sus caprichos, ella había fingido algunas veces la inercia y tranquilidad de la muerte, y en tales momentos la había amado con un ardor no atenuado por la vehemencia felina con la que, otras veces, ella estaba dispuesta a devolver o invitar sus caricias.
Momento a momento, como si fuese la obra de alguna poderosa magia, cayó sobre él una curiosa alucinación y le pareció que de nuevo era el amante de aquellas noches perdidas y que había entrado en aquel pabellón de los jardines del palacio donde Ilalotha le esperaba sobre un lecho sembrado de pétalos, yaciendo con el pecho inmóvil, como sus manos y su rostro. Ya no vio más el abarrotado salón; las luces llameantes, los rostros, enrojecidos por el vino, se habían convertido en parterre de flores perezosamente inclinadas, iluminados por la luna, y las voces de los cortesanos no eran más que el débil suspiro del viento entre los cipreses y el jazmín. Los tibios y afrodisiacos perfumes de la noche de junio le rodearon, y otra vez, como antes, le pareció que salían de la persona de Ilalothano menos que de las mismas flores. Presa de un intenso deseo, se inclinó y sintió cómo su frío brazo se estremecía involuntariamente bajo su beso.
Entonces, con la estupefacción de un sonámbulo despertado rudamente, oyó una voz que silbaba en su oído con un dulce veneno.
—¿Te has olvidado de ti mismo, mi señor Thulos? En realidad, poco me maravilla, porque muchos de mis cortesanos la consideran más hermosa muerta que viva.
Y apartándose de Ilalotha, mientras el extraño encanto desaparecía de sus sentidos, encontró a Xantlicha a su lado. Sus trajes estaban en desorden, su cabello caído y desgreñado y se tambaleaba ligeramente, agarrándose a su hombro con dedos de puntiagudas uñas. Sus labios llenos, rojos como las amapolas, se curvaban con la furia de una arpía, y en sus ojos amarillos de largas pestañas brillaban los celos de un gato enamorado.
Thulos, sobrecogido por una extraña confusión, sólo recordaba parcialmente el encanto al que había sucumbido y no estaba seguro de haber besado realmente a Ilalotha y de haber sentido su carne temblar bajo su boca. En verdad, pensó, esto no puede haber sucedido, había sido presa de un sueño estando despierto. Pero le preocupaban las palabras de Xantlicha y su ira y las furtivas risas de los borrachos y los murmullos obscenos que oyó entre la gente que estaba en el salón.
—Ten cuidado, Thulos—murmuró la reina, mientras su extraña ira parecía desaparecer—. Se dice que era una bruja.
—¿Cómo murió?—preguntó Thulos.
—Se rumorea que fue la fiebre del amor quien la mató.
—Entonces seguramente no era una bruja —dijo Thulos con una ligereza que estaba lejos de sus pensamientos y de sus sentimientos—, porque una verdadera magia hubiese encontrado la solución.
—Fue de amor por ti—dijo Xantlicha oscuramente—; y, como todas las mujeres sabemos, tu corazón es más negro y más duro que el diamante negro. Ninguna magia, por poderosa que sea, puede prevalecer ahí.
Mientras hablaba, su humor pareció ablandarse repentinamente, y continuó:
—Tu ausencia ha sido muy larga, mi señor. Ven a verme a medianoche, te esperaré en el pabellón del sur.
Después, mirándole de forma bochornosa por un instante bajo los entornados párpados, y pellizcando su brazo de forma que sus uñas atravesaron tela y piel como las uñas de un gato, dejó a Thulos para dirigirse a saludar a ciertos eunucos del harén.
Thulos, cuando la atención de la reina le dejó, se aventuró a mirar de nuevo a llalotha, sopesando, mientras tanto, las curiosas observaciones de Xantlicha. Sabía que Ilalotha, como muchas de las damas de la corte, había sido aficionada a hechizos y filtros, pero su brujería nunca le interesó, puesto que no sentía interés en otros encantos o hechizos que aquellos con los que la naturaleza ha dotado el cuerpo de la mujer. Y le era completamente imposible creer que Ilalotha había muerto de una fatal pasión, puesto que, en su experiencia, las pasiones no eran nunca fatales.
Mientras la contemplaba con emociones confusas, fue asaltado de nuevo por la sensación de que no estaba muerta en absoluto. No se repitió aquella extraña y medio recordada alucinación sobre otro tiempo y otro lugar, pero le pareció que ella se había movido de su primitiva posición sobre el catafalco manchado por el vino, volviendo su rostro ligeramente hacia él, como una mujer se vuelve hacia un amante esperado, y que el brazo que había besado —fuese en sueños o en realidad—se había separado un poco de su costado.
Thulos se inclinó más cerca, fascinado por el misterio y empujado por una atracción más extraña que no podría haber.nombrado. Seguramente, otra vez se había equivocado. Pero mientras sus dudas aumentaban, le pareció que el pecho de Ilalotha se estremecía con una débil respiración, y oyó un susurro casi inaudible, pero sobrecogedor: "Ven a verme a medianoche. Te esperaré... en la tumba".
En aquel instante aparecieron al lado del catafalco varias personas vestidas con el sobrio y raído atavío de los sepultureros, que habían entrado silenciosamente en el salón, sin ser advertidos por Thulos o por los demás de la compañía. Entre ellos transportaban un sarcófago de finas paredes y de bronce, soldado y bruñido recientemente. Su oficio era retirar a la mujer muerta y llevarla a las cámaras sepulcrales de su familia, que estaban situadas en la antigua necrópolis, al norte de los jardines del palacio.
Thulos hubiese querido gritar para impedirles su propósito, pero su lengua no salió de su boca ni pudo mover ninguno de sus miembros. Sin saber si estaba dormido o despierto, vio cómo la gente del cementerio colocaba a Ilalotha en el sarcófago y se la llevaba del salón con rapidez, sin que nadie les siguiera, pues los soñolientos juerguistas ni siquiera les habían advertido. Sólo cuando el sombrío cortejo hubo partido fue él capaz de moverse de su posición, junto al catafalco vacío. Sus pensamientos eran perezosos y llenos de oscuridad e indecisión. Presa de una inmensa fatiga, que no era extraña después de viajar durante todo el día, se retiró a sus aposentos y cayó instantáneamente en un sopor tan profundo como la muerte.
Liberándose gradualmente de las ramas de los cipreses, que parecían los largos y extendidos dedos de una bruja, una luna descolorida y malformada brillaba horizontalmente sobre la ventana del este cuando Thulos se despertó. Por esta señal, supo que era cerca de la medianoche y recordó la cita que tenía con la reina Xantlicha; una cita que sería difícil de romper sin incurrir en el mortal enojo de la reina. También, y con singular claridad, recordó la otra cita... a la misma hora, pero en un lugar diferente. Aquellos incidentes y las impresiones del funeral de Ilalotha que, en su momento, le habían parecido tan dudosos y propios de un sueño, volvieron a él con una profunda sensación de realidad, como si estuviesen grabados en su mente por alguna poderosa química del sueño... o por la fuerza de algún encanto hechicero. Le pareció que, indudablemente, Ilalotha se había agitado en su ataúd y le había hablado, que los sepultureros se la habían llevado a la tumba con vida. Quizá su supuesto óbito había sido solamente una especie de catalepsia, o quizá ella habría fingido deliberadamente su muerte en un último esfuerzo para reavivar su pasión. Estos pensamientos despertaron en su interior una avasalladora fiebre de curiosidad y deseo, y vio ante él su belleza pálida, inerte y lujuriosa, al igual que si se la presentase un encantamiento.
Terriblemente preocupado, bajó las oscuras escaleras y atravesó los corredores hasta llegar al laberinto de los jardines, iluminado por la luz de la luna. Maldijo la inoportuna exigencia de Xantlicha. Se dijo a sí mimo que, sin embargo, era más que probable que la reina, bebiendo continuamente los licores de Tasuun, hubiese alcanzado hacía largo tiempo una condición en la que ni acudiría ni recordaría la cita.
Este pensamiento le dio seguridad; pronto llegó a ser una realidad en su mente, que estaba arrobada de una forma extraña, y en lugar de apresurarse hacia el pabellón sur deambuló vagamente entre el pálido y sombrío follaje.
Cada vez le parecía más improbable que nadie, excepto él mismo, estuviese fuera, porque las largas y poco iluminadas alas del palacio se extendían en un vacío sopor y en los jardines sólo había sombras muertas y estanques de tranquila fragancia donde los vientos iban a ahogarse. Y por encima de todo, como una pálida y monstruosa amapola, la luna destilaba una somnolencia blanca como la muerte.
Thulos, sin acordarse ya de su cita con Xantlicha, cedió sin más a la urgencia que le impulsaba hacia otra meta. En verdad, era sólo obligado que visitase las tumbas y se enterase de si se había equivocado o no en su creencia con respecto a Ilalotha. Quizá, si él no acudía, ella se ahogaría en el sarcófago cerrado y su fingida muerte se convertiría rápidamente en realidad. De nuevo, como si pronunciadas delante de él y la luz de la luna, oyó las palabras que ella había susurrado, o parecido pronunciar, desde el ataúd: "Ven a verme a medianoche. Te esperaré en la tumba".
Con los rápidos pasos y pulsaciones de alguien que se dirige hacia el tibio lecho, dulce como los pétalos, de una amante dorada, salió del recinto del palacio por un portillo septentrional que no tenía vigilancia y cruzó el prado, lleno de arbustos, entre los jardines reales y el antiguo cementerio. Sin sentir ni el frío ni el desmayo, entró en aquellos portales de la muerte, siempre abiertos, donde monstruos de cabeza de vampiro en mármol negro, que miraban con ojos horriblemente hundidos, mantenían sus posturas sepulcrales delante de los ruinosos pilones.
La misma tranquilidad de las tumbas, de baja altura, el rigor y palidez de los fustes, las espesas sombras de la plantación de cipreses, la inviolabilidad de la muerte que reviste todas las cosas, sirvió para acrecentar la singular excitación que había incendiado la sangre de Thulos. Era como si hubiera bebido un filtro, condimentado con polvo de momia. Todo a su alrededor, el mortuario silencio le parecía arder y temblar con mil recuerdos de Ilalotha, junto con aquellas expectaciones a las que todavía no había dado imagen formal...
Una vez, con Ilalotha, había visitado la tumba subterránea de sus antepasados, y recordando claramente su situación llegó sin perderse a la entrada, formada por un bajo arco que el cedro ennegrecía. Espesas ortigas y fétidas fumitorias que crecían abundantemente alrededor de la poco frecuentada entrada estaban aplastadas por las pisadas de los que habían entrado allí antes de Thulos, y la herrumbrosa puerta de hierro se abrió pesadamente hacia dentro sobre sus sueltos goznes. A sus pies yacía una antorcha extinguida, abandonada, sin duda, por los sepultureros al partir. Viéndola comprendió que no había llevado con él ni una vela ni un fanal para la exploración de las tumbas, y consideró aquella providencial antorcha como un buen augurio.
Llevando la antorcha encendida, comenzó su investigación. No prestó atención a los amontonados y polvorientos sarcófagos de las primeras filas del subterráneo, porque durante su última visita Ilalotha le había enseñado un nicho en el extremo más interno donde ella también, a su debido tiempo, hallaría sepultura entre los miembros de aquel decadente linaje. Extraña, insidiosamente, como el aliento de algún jardín venenoso, el lánguido y exuberante olor del jazmín vino a su encuentro por el enmohecido aire, entre la entronada presencia de los muertos, y le condujo hasta el sarcófago, que estaba abierto y rodeado por otros herméticamente cerrados. Allí contempló a Ilalotha, yaciendo con el alegre atavío de su funeral, los ojos medio cerrados y los labios semiabiertos y mostrando la misma extraña y radiante belleza, la misma voluptuosa palidez y tranquilidad que había seducido a Thulos con su encanto mortal.
—Sabía que vendrías, oh Thulos —murmuró, estremeciéndose un poco, como involuntariamente bajo el creciente ardor de sus besos, que descendieron rápidamente del cuello al pecho...
La antorcha, que había caído de la mano de Thulos, se apagó entre el espeso polvo...
Xantlicha, retirándose pronto a su aposento, había dormido mal. Quizá había bebido demasiado, o demasiado poco, del oscuro y ardiente vino, o quizá su sangre estuviese enfebrecida por el regreso de Thulos, y su celos, a causa del ardiente beso que él había depositado sobre el brazo de Ilalotha durante las exequias, todavía le turbaban. Se sentía presa de una gran inquietud y se levantó mucho antes de la hora de su encuentro con Thulos, apoyándose en la ventana de la cámara, buscando la frescura que sólo el aire de la noche podía proporcionarle.
Sin embargo, el aire parecía caliente por el incendio de unos hornos ocultos; su corazón parecía aumentar de tamaño dentro de su pecho y ahogarle y su intranquilidad y agitación eran aumentadas, más que disminuidas, por el espectáculo de los jardines arrullados por la luna. Habría corrido al encuentro del pabellón, pero a pesar de su agitación le pareció mejor hacer que Thulos esperase un poco. De esta forma, apoyada en el antepecho de la ventana, pudo verle cuando éste atravesaba los parterres y arbustos. El apresuramiento y urgencia de sus pasos la sobresaltaron como algo poco normal y se maravilló ante su dirección, que únicamente podía llevarla a lugares muy apartados de la cita que ella había fijado. Desapareció de su vista por la avenida bordeada de cipreses, que llevaba a la puerta norte del jardín, y su asombro se mezcló pronto con alarma y rabia al ver que no regresaba.
Para Xantlicha era incomprensible que Thulos, o cualquier hombre en su sano juicio, se hubiese atrevido a olvidar la cita, y buscando una explicación, supuso que se trataba probablemente de la obra de alguna poderosa y siniestra hechicería. Tampoco fue difícil para ella identificar a la hechicera, a la luz de ciertos incidentes que había presenciado y de mucho más que había sido rumoreado. La reina sabía que Ilalotha había amado a Thulos hasta el frenesí y que lamentó inconsolablemente su deserción. La gente decía que había realizado, sin éxito, varios conjuros para hacerle volver a ella y que, en vano, había invocado y sacrificado a los demonios y fabricado inútiles hechizos y conjuros de muerte contra Xantlicha. Había muerto, finalmente, de pura melancolía y desesperación, o quizá se hubiese matado a sí misma con algún desconocido veneno. Pero según la creencia más extendida en Tasuun, cuando una bruja moría de esta forma, con deseos insatisfechos y ambiciones frustradas, podía convertirse en una lamia o en un vampiro y conseguir de esta manera la consumación de todas sus hechicerías...
La reina tembló al recordar tales cosas y al recordar también la horrible y maligna transformación que se ecía acompañaba la consecución de fines semejantes, ya que los que utilizaban de esta manera el poder del infierno debían tomar el verdadero carácter y el aspecto real de los seres infernales. Comprendió demasiado bien el destino de Thulos y el peligro al que iba a exponerse si sus sospechas resultasen ciertas. Y sabiendo que podía enfrentarse a un peligro igual, Xantlicha decidió seguirle.
No hizo muchos preparativos, porque no había tiempo que perder, pero sacó bajo los sedosos cojines de su lecho una daga pequeña y de recta hoja que guardaba siempre al alcance de la mano. La daga había sido untada con un veneno que se suponía eficaz contra los vivos y contra los muertos desde la punta hasta la empuñadura. Apretándola en su mano derecha y llevando, en la otra, un fanal que podría necesitar más tarde, Xantlicha salió velozmente del palacio.
Los últimos vapores del vino de la tarde se borraron por completo de su cerebro y surgieron terrores vagos y fantasmales, avisándole como si fuesen las voces de los espíritus ancestrales. Pero firme en su determinación, siguió el sendero tomado por Thulos, el sendero que tomaron antes aquellos enterradores que habían conducido a Ilalotha a su lugar de sepultura. Revoloteando de árbol en árbol, la luna le acompañaba como un rostro agujereado por los gusanos. El suave y rápido sonido de sus coturnos rompiendo el blanco silencio parecía desgarrar la delgada telaraña que la separaba de un mundo de abominaciones espectrales. Y recordó más y más cosas sobre las leyendas que se referían a seres semejantes a Ilalotha y su corazón se encogió porque sabía que no encontraría una mujer mortal, sino una cosa resucitada y animada por el séptimo infierno. Pero entre el pavor de estos horrores, el pensamiento de Thulos en brazos de la lamia era como una marca al rojo que quemase su pecho.
La necrópolis se abría ahora ante Xantlicha y el sendero se adentraba por la cavernosa penumbra de los árboles funerales de altas copas, como pasando entre bocas sombrías y monstruosas que tuviesen por colmillos los blancos monumentos. El aire se volvió pesado y horrible, como si estuviese contaminado por el aliento de las criptas abiertas. Aquí la reina fue más despacio, porque parecía que unos demonios negros e invisibles la rodeaban surgiendo del suelo de la tumba, sobresaliendo más altos que fustes y troncos, listos a atacarla si iba más lejos. Sin embargo, pronto llegó a la oscura entrada que buscaba. Trémulamente, encendió el cabo de la linterna y, desgarrando la espesa oscuridad subterránea que se extendía ante ella con su rayo de luz, entró con terror y repugnancia mal dominados en aquella horrible morada de la muerte... y quizá de algo que había vuelto de ella.
Sin embargo, mientras recorría las primeras revueltas de la catacumba pareció que no iba a encontrar nada más aborrecible que recipientes de carroña y polvo amontonado por los siglos, nada más formidable que la profusión de sarcófagos que bordeaban las repisas de piedra profundamente excavadas, sarcófagos que habían permanecido en su lugar y sin ser molestados desde el tiempo de su colocación. Seguramente el sueño de todos los muertos y la nulidad de la muerte eran inviolables aquí.
La reina casi dudaba de que Thulos la hubiese precedido por allí hasta que, volviendo la luz hacia el suelo, distinguió las huellas de sus escarpines, esbeltos y de largas puntas, sobre el espeso polvo entre las huellas dejadas por los sepultureros toscamente calzados. Y vio que las huellas de Thulos señalaban únicamente en una dirección, mientras las de los otros iban y volvían claramente.
Entonces, a una distancia indefinida entre las sombras, Xantlicha oyó un sonido en el que se mezclaba el débil gemido de una mujer presa del amor con un rechinar como el de los chacales sobre la carne. La sangre se heló en su corazón mientras avanzaba paso a paso lentamente, asiendo la daga con una mano, que escondía a sus espaldas, y sosteniendo con la otra la luz por delante. El sonido se hizo más alto y más claro y le llegó un perfume semejante al de las flores en una tibia noche de junio: pero mientras continuaba avanzando, el perfume se mezclaba cada vez más con una pestilencia sofocante, como no había conocido nunca, con un toque de olor a sangre fresca.
Unos cuantos pasos más y Xantlicha se detuvo como si la hubiese detenido el brazo de un demonio, porque la luz de su farol había encontrado el rostro y la parte superior del cuerpo de Thulos saliendo por el extremo de un sarcófago, nuevo y recién bruñido, que ocupaba un pequeño espacio entre otros, verdes por el orín. Una de las manos de Thulos se agarraba rígidamente al borde del sarcófago, mientras la otra mano, moviéndose débilmente, parecía acariciar una vaga forma que se inclinaba sobre él con brazos de la blancura del jazmín, a la estrecha luz del fanal, y negros dedos que se hundían en su pecho. Su cabeza y su cuerpo parecían un caparazón vacío y su mano colgaba sobre el borde de bronce, tan delgada como la de un esqueleto. Todo su aspecto era exangüe, como si hubiese perdido más sangre de la que era evidente en su garganta y rostro destrozados y en su empapado atuendo y chorreante cabello.
La cosa que se inclinaba sobre Thulos emitía incesantemente aquel sonido que era medio gemido y medio gruñido. Y mientras Xantlicha quedaba petrificada por el miedo y el horror, pareció escuchar un indistinto murmullo, proveniente de los labios de Thulos, que era más de éxtasis que de dolor. El murmullo cesó y la cabeza colgó más flojamente que antes, de forma que la reina le tomó por, finalmente, muerto. Ante esto, reunió tal airado coraje que se sintió capaz de dar un paso más y elevar la luz, porque, incluso en su extremo pánico, se le ocurrió que, por medio de la daga envenenada mágicamente, quizá pudiera todavía acabar con la cosa que había asesinado a Thulos.
Zigzagueando, la luz subió y subió, descubriendo, pulgada a pulgada, la infamia que Thulos había acariciado en la oscuridad... Subió hasta las barbillas cubiertas de sangre y el colmilludo y entrecruzado orificio que era mitad boca y mitad pico..., hasta que Xantlicha supo por qué el cuerpo de Thulos era un simple caparazón encogido... en lo que la reina vio no quedaba de Ilalotha nada más que los blancos y voluptuosos brazos y la vaga silueta de unos pechos humanos que por momentos se disolvían y se convertían en pechos que no lo eran, como arcilla moldeada por un escultor demoniaco. Los brazos también comenzaron a cambiar y a oscurecerse, y mientras lo hacían, la moribunda mano de Thulos se agitó de nuevo y se dirigió torpemente, en un movimiento acariciante, hacia el horror. Y la cosa no pareció prestarle atención, sino que retiró los dedos de su pecho y tendió por encima suya unas extremidades que se extendían enormemente, como para clavárselos a la reina o acariciarla con sus engarfiadas garras.
Fue entonces cuando Xantlicha dejó caer el fanal y la daga y salió corriendo de la tumba, poseída por las sacudidas y las agudas e interminables risas de una locura incurable.

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