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sábado, 29 de noviembre de 2008

ENSAYO SOBRE : Saint Genet, De Sartre - Susan Sontag

ENSAYO SOBRE : Saint Genet, De Sartre - Susan Sontag

Saint Genet,
de Sartre

Susan Sontag
La paginación se corresponde
con la edición impresa
SAINT GENET, DE SARTRE

Saint Genet es un libro virulento, grotescamente prolijo, con
un cargamento de ideas brillantes sostenido por un tono de solemnidad
viscosa y por una pesada reiteratividad. Se sabe que el libro
comenzó siendo un ensayo de introducción a la edición completa
de las obras de Genet publicada por Gallimard —unas cincuenta
páginas quizás— y que, tras alcanzar su extensión actual,
fue publicado en 1952 como un volumen separado, el primero,
del Genet completo. Para leerlo, seguramente, se hace imprescindible
cierta familiaridad con los escritos en prosa de Genet, en su
mayoría sin traducir hasta ahora. Y, lo que es más importante, el
lector deberá llegar a armarse de simpatía hacia la manera de Sartre
de explicar un texto. Sartre rompe todas las reglas de decoro
establecidas para el crítico; hace crítica por inmersión, sin líneas
directrices. El libro, simplemente, se sumerge en Genet; apenas si
se discierne una organización en los razonamientos de Sartre;
nada resulta fácil ni sencillo. Tal vez haya que agradecer a Sartre
el que se detenga al cabo de seiscientas veinticinco páginas. El infatigable
acto de vivisección literaria y filosófica que realiza sobre
Genet hubiera podido prolongarse igualmente hasta el millar de
páginas. Y, sin embargo, el exasperante libro de Sartre merece
todo nuestro esfuerzo de atención. Saint Genet no es uno de esos libros
locos, verdaderamente grandes; es demasiado largo y de vocabulario
demasiado académico para eso. Pero está plagado de
ideas profundas y sorprendentes.
Lo que determinó que el libro creciera y creciera fue el hecho
de que Sartre, el filósofo, no acertara (por reverentemente que lo
hiciera) a encumbrar a Genet, el poeta. Lo que comenzó siendo
un acto de homenaje crítico, y receta de «buen uso» de Genet para
el público literario burgués, se tornó en algo más ambicioso. El
empeño de Sartre consiste en realidad en exhibir su propio estilo
filosófico —compuesto de la tradición fenomenológica que parte
de Descartes y pasa por Husserl y Heidegger, más una mezcolanza
liberal de Freud y marxismo revisionista—, so pretexto de escribir
sobre una figura específica. En este caso, la persona cuyos actos
parecen hechos para dar valor al vocabulario filosófico de Sartre
es Genet. En un anterior trabajo de «psicoanálisis existencial»,
publicado en 1947 y reducido a dimensiones más digeribles, fue
Baudelaire. En este primer ensayo, Sartre se atuvo mucho más a
consideraciones específicamente psicológicas, como la relación
de Baudelaire con su madre y con sus amantes. El actual estudio
sobre Genet es más filosófico porque, para decirlo sin rodeos,
Sartre admira a Genet de un modo en que no admira a Baudelaire.
Parecería que, para Sartre, Genet tiene derecho a algo más que
una aguda psicologización. Merece un diagnóstico filosófico.
Y el dilema filosófico responde a la extensión —y la irrespirabilidad—
del libro. Todo pensamiento, como Sartre sabe, universaliza.
Sartre quiere ser concreto. Sartre quiere revelarnos a Genet,
no simplemente para ejercitar su infatigable facilidad intelectual.
Pero no puede. Su empresa es esencialmente imposible. No
puede captar al verdadero Genet; regresa constantemente a las
categorías de Niño Abandonado, Ladrón, Homosexual, Individuo
Lúcido y Libre, Escritor, Sartre, de alguna manera, lo sabe, y
ello le atormenta. La extensión y el tono inexorable de Saint Genet
son en realidad el producto de una agonía intelectual.
La agonía deriva de la obligación del filósofo de poner significado
a la acción. La libertad, la noción clave del existencialismo,
se revela a sí misma en Saint Genet, aún más claramente que en El
ser y la nada, como una obligación de asignar significado, una negativa
a dejar solo al mundo. De acuerdo con la fenomenología
sartreana de la acción, actuar es cambiar el mundo. El hombre,
obsesionado por el mundo, actúa. Actúa para poder modificar el
mundo con vistas a un fin, a un ideal. Por ello un acto es intencional,
no accidental, y un accidente no debe ser tenido por acto. Ni
los gestos de la personalidad ni las obras del artista están simplemente
para ser experimentados. Deben ser comprendidos, deben
ser interpretados como modificaciones del mundo. De este modo,
Sartre, a través de Saint Genet, moraliza constantemente. Moraliza
sobre los actos de Genet. Y como el libro de Sartre fue escrito en
una época en que Genet era principalmente un autor de narraciones
en prosa (por entonces, sólo había escrito sus dos primeras
piezas teatrales, Las criadas y Mirada de muerte), y como estas narraciones
son todas autobiográficas y están escritas en primera
persona, Sartre no necesita separar el acto personal del literario.
Aunque Sartre, ocasionalmente, se refiere a cosas que conoce por
su amistad con Genet, habla casi exclusivamente del hombre que
se desprende de la obra. Es una figura monstruosa, real y superreal
a la vez, cuyos actos todos son analizados por Sartre como
significativos, intencionales. Eso es lo que le da al Saint Genet una
calidad densa y fantasmagórica. El nombre, «Genet», repetido
miles de veces a lo largo del libro, nunca parece ser el nombre de
una persona real. Es el nombre dado a un proceso de transfiguración
filosófica infinitamente complejo.
Establecidos estos ulteriores motivos intelectuales, sorprende
comprobar hasta qué punto el empeño de Sartre sirve a Genet.
Ello obedece a que el mismo Genet, en sus escritos, se implica notable
y explícitamente en la labor de autotransfiguración. El crimen,
la degradación sexual y social, sobre todo el asesinato, son
entendidos por Genet como ocasiones de gloria. No requirió a
Sartre demasiada genialidad el proponer que los escritos de Genet
fueran tomados como un extenso tratado sobre la abyección, concebida
como método espiritual. La «santidad» de Genet, creada
por una meditación onanística sobre su propia degradación y la
aniquilación imaginativa del mundo, es el tema explícito de sus
obras en prosa. A Sartre sólo le quedaba por deducir las implicaciones
de lo que era explícito en Genet. Quizá Genet no haya leído
nunca a Descartes, Hegel o Husserl. Pero Sartre está en lo
cierto, enteramente en lo cierto, cuando descubre en Genet una
relación con las ideas de Descartes, Hegel y Husserl. Como Sartre
observa brillantemente: «la abyección es una conversión metódica,
corno la duda cartesiana y el epoché husserliano: establece el
mundo como un sistema cerrado al que la conciencia observa desde
fuera, a la manera de la inteligencia divina. La superioridad de
este método sobre los otros dos reside en que es vivido con dolor
y orgullo. Por ello, no conduce a la conciencia trascendental y
universal de Husserl, al pensamiento formal y abstracto de los es-
toicos, ni al cogito substancial de Descartes, sino a una existencia
individual en su más alto grado de tensión y lucidez».
Como he dicho, la única obra de Sartre comparable a Saint Genet
es el deslumbrante ensayo sobre Baudelaire. Baudelaire es analizado
como un hombre en rebeldía, cuya vida es constantemente
vivida con mala fe. Su libertad no es creadora, por rebelde que pudiera
haber sido, porque nunca descubre su propia escala de valores.
Durante toda su vida, el libertino Baudelaire necesitó que la
moralidad burguesa le condenara. Genet es un verdadero revolucionario.
En Genet, la libertad se conquista por amor a la libertad.
El triunfo de Genet, su «santidad», consiste en haberse abierto
camino a través del sistema social, superando increíbles obstáculos,
para descubrir su propia moralidad. Sartre nos muestra a
Genet extrayendo un sistema lúcido, coherente, de le mal. A diferencia
de Baudelaire, Genet está libre de ilusiones.
Saint Genet es un libro sobre la, dialéctica de la libertad, y se
ajusta, al menos formalmente, al molde hegeliano. Sartre quiere
mostrar, precisamente, cómo Genet, mediante la acción y la reflexión,
ha pasado toda su vida en la conquista del acto gratuito lúcido.
Relegado desde su nacimiento al papel de el Otro, el proscripto,
Genet se escogió a sí mismo. Esta original elección se afirma
a través de tres metamorfosis diferentes: el criminal, el esteta,
el escritor. Cada una de ellas es necesaria para satisfacer la exigencia,
impuesta por la libertad, de un impulso capaz de lanzar el yo
más allá de sí mismo. Cada nuevo nivel de libertad trae consigo
un nuevo conocimiento del yo. De este modo, toda la discusión
de Genet puede leerse como una oscura parodia del análisis hegeliano
de las relaciones entre el yo y el otro. Sartre habla de las
obras de Genet como si cada una de ellas fuera una edición reducida
de la Fenomenología del espíritu. Por absurdo que parezca, Sartre
tiene razón. Pero también es verdad que todos los escritos de Sartre
son a su vez versiones, ediciones, comentarios, sátiras sobre el
gran libro de Hegel. Éste es el extraño punto de conexión entre
Sartre y Genet; sería difícil imaginar dos seres humanos más diferentes.
Sartre ha encontrado en Genet su tema ideal. Para asegurarse,
se zambulló en él. No obstante, Saint Genet es un libro maravilloso,
lleno de verdades sobre el lenguaje moral y la elección moral.
(Consideremos como único ejemplo la observación de que «el diablo
es la sustitución sistemática de lo abstracto por lo concreto».)
Y los análisis de las narraciones y las piezas teatrales de Genet son
consecuentemente agudos. Sartre impresiona particularmente al
tratar sobre el más atrevido libro de Genet, Ritos funerarios. Y es a
no dudar capaz de evaluar, además de explicar, como hace en su
muy exacto comentario, que «el estilo de Notre Dame des Fleurs, que
es un poema onírico, un poema de la futilidad, se ve muy ligeramente
afectado por cierta complacencia onanística. No tiene el
tono espiritual de las obras que lo siguen». Sartre dice en Saint
Genet muchas cosas sin sentido, superfluas. Sin embargo, cuanto
de verdad e interés puede decirse sobre Genet está asimismo en
este libro.
Es también un libro crucial para la comprensión del mejor
Sartre. Después de El ser y la nada, Sartre permaneció en la encrucijada.
Hubiera podido pasar de la filosofía y la psicología a una
ética. O de la filosofía y la psicología a una política, a una teoría de
la acción de grupo y de la historia. Como todos saben, y muchos
deploran, Sartre escogió el segundo camino; y el resultado es la
Crítica de la razón dialéctica, publicada en 1960. Saint Genet es un
complejo gesto en la dirección que no escogió.
De todos los filósofos dentro de la tradición hegeliana (y entre
ellos incluyo a Heidegger), Sartre es el hombre que ha comprendido
de la forma más interesante y utilizable la dialéctica,
perteneciente a la Fenomenología de Hegel, del yo y el otro. Pero
Sartre no es simplemente Hegel con un conocimiento de la carne,
y tampoco merece ser tratado como un discípulo francés de Heidegger.
El gran libro de Sartre, El ser y la nada, se halla sin duda en
crecida deuda con el lenguaje y con los problemas de Hegel, Husserl
y Heidegger. Pero mantiene una intención fundamentalmente
diferente de la de éstos. La obra de Sartre no es contemplativa,
sino que la anima una gran urgencia psicológica. La verdadera
clave de toda su obra se encuentra en La náusea, su novela de preguerra.
Ahí se establece el problema fundamental de la asimilabilidad
del mundo en su inmediatez repulsiva, viscosa, vacua u obstrusivamente
sustancial: el problema que inspira todos los escritos
de Sartre. El ser y la nada es un intento de desarrollar un lenguaje
que se enfrente y registre los gestos de una conciencia ator-
mentada por la repulsión. Esta repulsión, esta experiencia de la
superfluidad de las cosas y de los valores morales, es simultáneamente
una crisis psicológica y un problema metafísico.
La solución de Sartre, como no sea impertinente, no es nada.
Al rito primitivo de la antropofagia, el comer seres humanos, corresponde
el rito filosófico de la cosmofagia, la devoración del
mundo. La impronta de la tradición filosófica de la que Sartre es
heredero comienza con la conciencia como único supuesto. La
solución de Sartre a la angustia de la conciencia enfrentada con la
brutal realidad de las cosas es la cosmofagia, la devoración del
mundo por la conciencia. Más exactamente, se entiende por conciencia
tanto una constitución del mundo como una devoración
del mundo. Todas las relaciones —especialmente, en los pasajes
más brillantes de El ser y la nada, erótica— son analizadas como
gestos de la conciencia, apropiaciones del otro en la interminable
autodefinición del yo.
En El ser y la nada, Sartre se revela como psicólogo de primera
fila, merecedor del mismo rango que Dostoievski, Nietzsche y
Freud. Y lo central del ensayo sobre Baudelaire es el análisis de la
obra y de la biografía de Baudelaire, tratadas como textos equivalentes
desde un punto de vista sintomático, que descubren gestos
psicológicos fundamentales. Lo que hace de Saint Genet un ensayo
aún más interesante que aquel sobre Baudelaire (aunque, al mismo
tiempo, menos manejable) es que Sartre, a través de su meditación
sobre Genet, ha superado la noción de acción como modo
de autoconservación psicológica. A través de Genet, Sartre ha entrevisto
algo de la autonomía de lo estético. Más exactamente, ha
re–demostrado la conexión entre la dimensión estética y la libertad,
razonada en forma considerablemente distinta por Kant. El
artista, que es el tema de Saint Genet, no es sometido a un análisis
psicológico. Las obras de Genet son interpretadas en términos de
ritual de salvación, una ceremonia de conciencia. Resulta un curioso
acierto la concepción de esta ceremonia como esencialmente
onanística. Para la filosofía europea, desde Descartes, la principal
actividad de la conciencia ha sido la creación del mundo. Ahora,
un discípulo de Descartes ha interpretado la creación del mundo
como una forma de procreación del mundo, como una masturbación.
Sartre describe adecuadamente el libro más espiritual y ambicioso
de Genet, Ritos funerarios, como «un tremendo esfuerzo de
transubstanciación». Genet relata cómo transformó la totalidad
del mundo en el cadáver de su amante Jean Decarnin, y a este joven
cadáver en su propio pene. «El Marqués de Sade soñaba con
extinguir el fuego del Etna con su esperma», observa Sartre. «La
arrogante locura de Genet llega más lejos; masturbar el universo.»
Masturbar el universo es quizá lo que toda la filosofía, todo el
pensamiento abstracto, pretende: un placer intenso y no muy social,
que hay que repetir una y otra vez. Es, en todo caso, una descripción
bastante acertada de la propia fenomenología de la conciencia
de Sartre. Y, ciertamente, es una descripción perfectamente
justa de lo que pretende Genet.

(1963)

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